El amor vive al lado. Marion Lennox

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El amor vive al lado - Marion Lennox Bianca

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perros de Tom habían oído el ruido así es que se pusieron a ladrar como endemoniados al otro lado de la puerta. Ésta se abrió.

      Allí estaba Tom, de pie, observando a una Annie patética, caída en el suelo con un bulto en los brazos.

      Una voz femenina irrumpió.

      –¿Quién es Tom? ¿Qué es eso que hay en el suelo?

      –Es Annie –dijo Tom desconcertado–. ¿Qué haces ahí?

      Annie no respondió. Con una mano trataba de defender al bebé de las babas de los perros y con la otra intentaba apartar las ropas para ver si estaba bien. Se había tropezado con él y podía estar herido.

      –¿Te has hecho daño? Annie, ¿qué es eso? –de pronto reparó en lo que llevaba en los brazos–. ¿Qué demonios…?

      –¡Aparta a los perros! –exigió Annie–. Ahora.

      Casi no había acabado de decirlo cuando los perros y la mujer que lo acompañaban ya estaban detrás de la puerta cerrada.

      –¿Qué ocurre, Annie? ¿Qué está pasando aquí?

      –No lo sé –murmuró Annie, mientras abría sucesivas capas de mantas y sábanas.

      El bebé llevaba un pijamita. Estaba congestionado y empezó a llorar. Movía las piernas y los pies a toda velocidad. Pero estaba perfectamente, nada le había sucedido. La ropa lo había protegido del impacto.

      –Annie… –Tom se había sentado en los talones y miraba anonadado.

      –¿Sí? –Annie levantó la mirada un segundo y luego volvió a centrarse en el bebé–. Está bien. Voy a llevarlo a algún sitio caliente para desvestirlo…

      Tom estaba realmente desconcertado. Llevaba unos vaqueros y una camisa abierta hasta la cintura, lo que dejaba ver su impresionante torso.

      Había incluso alguna huella de carmín sobre su piel. La visión de aquel cuerpo escultural dejó sin respiración a la pobre Annie. La verdad era que siempre había tenido la capacidad de sacudirla de los pies a la cabeza. Pero su mejor defensa era concentrarse en su trabajo y aquella no iba a ser una excepción.

      –Annie, ¿te importaría explicarme qué significa todo esto?

      –No tengo ni idea –dijo Annie. Le desabrochó la parte de abajo del pijama–. Es una niña. Doctor McIver, esta niña estaba a su puerta. ¿Será de la amiga que tiene dentro?

      –¡Estás loca! Si dejamos los perros dentro, ¡cómo vamos a dejar un bebé fuera! –la sonrisa de Tom era, sencillamente, magnética. De pronto se dio cuenta de lo que Annie acababa de decir–. ¿Dónde has dicho que estaba?

      –Delante de tu puerta.

      La sonrisa desapareció.

      –¿Te tropezaste con…?

      –Si no pertenece a tu amiga, ¿de quién demonios es? Es demasiado pequeña para haber venido gateando. Esta niña no tiene más de dos meses.

      Miró al pequeño paquete, que lloraba desconsolado.

      Levantó la vista. Ambos estaban desconcertados.

      Annie se levantó. Y, de pronto, un papel cayó de entre las mantas.

      Tom lo agarró y lo abrió. Comenzó a leer. El color de sus mejillas se desvaneció.

      –¿Tom?

      No respondía. Miraba al papel como si se tratara de una pesadilla.

      –¿Qué ocurre? –insistió Annie.

      Sólo entonces Tom levantó la cabeza. Pero no estaba viendo a Annie.

      No era nada nuevo para ella. Annie era diminuta, llevaba siempre su espesa mata de rizos castaños recogida en una coleta. Escondía sus ojos gris claro tras el denso cristal de unas gafas y su gesto era más determinado y honesto que seductor.

      Comparada con las bellezas con las que se codeaba Tom McIver, Annie era, simplemente, vulgar.

      Annie se decía a sí misma unas diez veces al día que le daba exactamente igual ser como fuera.

      Después de todo, siempre había sido así y a aquellas alturas ya debería haberse acostumbrado.

      –¿Qué dice la nota? –le preguntó ella curiosa.

      Tom se recompuso y cerró el papel.

      –Ya te la enseñaré –Tom respiró profundamente y se estiró, para recobrar la compostura que por breve espacio de tiempo había perdido.

      –¿Estás segura de que no es de Sarah? –preguntó Annie.

      Tom la miró anonadado.

      –No… Melissa… –Tom levantó una mano y se pasó la otra por el pelo–. No, no es de Sara… Quédate con la niña y hazle un chequeo, Annie, por favor. Iré para allá en cuanto pueda…

      El hospital de Bannockburn estaba muy tranquilo aquella noche, con cuatro de sus doce camas vacías.

      No había ningún niño hospitalizado aquella noche, pero Helen Bannockburn, la enfermera de noche, llegó casi al mismo tiempo que Annie.

      Se quedó a ayudarla y pronto comprobaron que la niña estaba muy sana y tenía dos pulmones muy potentes. A eso se añadía esa incipiente sonrisa que los bebés de seis semanas comienzan a esbozar. Helen le preparó un biberón de leche maternizada.

      –¿Quién es? –preguntó la mujer.

      Annie no quería dar explicaciones. Necesitaba hablar con Tom antes de decir públicamente que la niña había sido abandonada.

      –Tom me pidió que la chequeara –respondió Annie ambiguamente.

      Agarró el biberón y comenzó a dárselo.

      Las ganas y el vigor con que la pequeña succionaba demostraban que estaba muy sana. Annie sonrió. Helen la miraba con curiosidad. Pero estaba claro que sabía lo que estaba pensando.

      Desde que Annie había llegado, la enfermera parecía haberla puesto bajo su protección y siempre cuidaba de ella.

      –¿Sabemos su nombre? –preguntó Helen.

      –No.

      –Pero… –Helen se quedó pensativa–. Si no lo he interpretado mal, el doctor McIver le pidió que se ocupara de ella… y el doctor no está de servicio esta noche.

      –Yo creo… –Annie dudó unos segundos–. Me parece que será mejor que no diga lo que pienso.

      –Ya –Helen miró a Annie de arriba a abajo–. Doctora Burrows, ¿cuándo va a hacer algo con esa ropa? Vestida así parece que tiene catorce años. Podría ser muy atractiva si se arreglara un poco más.

      –¿Usted

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