El amor vive al lado. Marion Lennox

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El amor vive al lado - Marion Lennox Bianca

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papá y te tiene a ti. Bienvenido a la paternidad, doctor McIver. Por primera vez tiene usted responsabilidades, suyas, no mías.

      –Pero Annie…

      –Buenas noches, Tom. Cuida de tu hija. Yo me voy a la cama.

      Capítulo 2

      LE HABÍA resultado más sencillo de lo que esperaba decirle a Tom que la niña era responsabilidad suya. Pero, otra cosa muy distinta era dejar de preocuparse.

      Annie no tenía más remedio que reconocer que la niña le había derretido el corazón.

      Se fue a su habitación y se desvistió.

      ¿Qué había hecho Melissa? Había seducido a Tom y después le había dejado el paquete a la puerta, como si se tratara de un kilo de chuletas de oferta. Sencillamente, no quería el regalo de una noche de desenfreno. Más aún, lo había incitado a dejarla embarazada. No se había tratado, ni siquiera, de algo accidental.

      Annie se miró al espejo. Si hubiera sido ella la privilegiada, si el niño hubiera sido suyo… Si Tom le hubiera hecho el amor.

      Cerró los ojos y, al abrirlos de nuevo, su imagen le dijo con total honestidad que sus esperanzas eran vanas.

      Era demasiado bajita, los ojos demasiado grandes para su cara y la cara llena de pecas. Eso, sin contar una nariz excesivamente respingona.

      «Afronta la realidad: comparada con Sarah o con cualquiera de sus novias eres simplemente nada».

      Su madre se había pasado toda la vida diciéndoselo.

      –¡No sé cómo me ha podido salir una hija así! –le había dicho desde niña–. Tendrás que cuidar de tu padre y hacer una carrera en la que no importe ser guapa o fea. Vístete siempre sin llamar la atención, para que no estés ridícula.

      Annie hizo una burla a su madre y hermana ausentes. A pesar del tiempo que había pasado, aquellas palabras todavía dolían. La ropa sexy era para mujeres como Sarah y Melissa. Y los hombres como Tom, también.

      Y el bebé.

      ¿Cómo sería eso de tener uno para ella?

      Sueños. Con lo corriente y poco atractiva que era, difícilmente encontraría a alguien que le diera la oportunidad de saberlo.

      Annie se metió en la cama y apagó la luz, con la intención de dormir.

      Pero la voz de Tom se oía clara y alta.

      –Lo siento, chicos, pero vais a tener que bajaros de mi cama. Tres ya es multitud, cuatro resulta ridículo. Algún día encontraréis un par de perras y lo comprenderéis.

      Los perros hicieron su reproche a coro.

      –Está claro. Pero no os preocupéis, esto es sólo por una noche.

      ¿Qué planes tendría Tom en mente?

      Después de un rato, la voz del médico volvió a sonar.

      –Son las dos y media de la mañana. Se supone que los bebés de tu edad duermen veinticuatro horas al día.

      Pero la hija de Tom no parecía estar de acuerdo con esa rutina.

      Por lo que Annie podía oír, la pequeña estaba feliz siempre que su padre la llevara en brazos.

      Varias veces Tom le dijo a la pequeña que se durmiera. La luz se apagaba pero, poco después, se volvía a encender.

      Poco a poco, se fue escuchando el ligero ronquido de la pequeña, hasta que perros y bebé se quedaron dormidos.

      Tom, sin embargo, no hacía más que pasearse arriba.

      A eso de las cuatro, dio de comer a su pequeña y, por fin, todo quedó en silencio.

      Cuando Annie se levantó a la mañana siguiente, todo estaba en silencio.

      Eran las ocho de la mañana del sábado.

      Annie se vistió para ir al trabajo. Se decidió por una falda y una camisa vulgares, pero que le daban un aspecto un poco más formal.

      Todo estaba muy tranquilo. Y lo único que había alterado la rutina de un sábado por la mañana era la noticia de la llegada del bebé.

      Robbie, el administrador del hospital –o la «matrona» como él mismo se llamaba con sorna– se paró ante ella.

      –Annie, cuéntamelo todo –irrumpió él, sin previo aviso.

      Ella lo miró realmente sorprendida, incapaz de comprender a qué se refería.

      Robbie medía un metro noventa y era grande como un tanque. Era muy amable y considerado con sus pacientes, pero cuando quería que Annie le contara algo utilizaba todo su peso y talla para conseguirlo.

      –Doctora Burrows, no consigo que nadie me cuente nada –protestó–. ¿Es verdad que Melissa Carnem dejó al bebé a la puerta del doctor McIver anoche?

      –Rob, eso no es asunto tuyo.

      –Tampoco es asunto tuyo y, sin embargo, sabes lo que ha pasado. Así que cuentamelo todo. Pete, mi primo, el que trabaja en el garaje, también lo sabe y Helen. Todos excepto esta alma cándida y miserable.

      –Rob, se supone que deberías tratarme con respeto, no obligarme a permanecer inmóvil contra un pared. Coacción.

      –Pues entonces lo que tiene que hacer, mi querida doctora, es crecer un poco. ¿Cómo voy a tratar con respeto a medio metro de mujer que parece una adolescente de catorce años?

      Annie hizo un gesto cómico.

      Robbie era uno de los mejores profesionales con los que se había topado, un enfermero eficiente, amable y trabajador.

      Eso sí, no tenía para nada marcada la línea entre médico y enfermero. Pero nadie la tenía en Bannockburn. Y, precisamente, ese era uno de los motivos por los que le gustaba tanto a Annie trabajar allí.

      –Bueno, cuéntame primero qué sabes tú –le dijo Annie.

      –Melissa llenó el tanque de gasolina antes de llegar aquí –comenzó a explicarle Robbie con exagerada paciencia–. Mi primo trabaja en la gasolinera por las noches. Ella se lo contó todo. ¡Te lo puedes creer! Mi primo ha informado ya a todo el valle.

      Así que a aquellas tempranas horas de la mañana ya el distrito entero conocía las andanzas del doctor McIver.

      –¿Melissa está todavía en la ciudad?

      Robbie dijo que no con la cabeza.

      –Según mi primo iba a irse en el primer avión de la mañana. Ahora te toca a ti soltar todo lo que sabes. ¿Melissa le ha dejado o no le ha dejado el bebé al doctor?

      No tenía sentido negar nada. Robbie terminaría enterándose tarde o temprano.

      –Sí

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