El amor vive al lado. Marion Lennox
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Hubo un silencio. Duda.
Tom suspiró.
–No sé, estoy realmente confuso –dijo honestamente. Miró a la pequeña y le tocó suavemente la nariz. Ella ni se inmutó–. Eso quiere decir que mi hija tendrá que pasar seis semanas en un hogar provisional.
«Mi hija»… Aquella expresión estaba cargada de dolor.
–Las familias adoptivas son cuidadosamente seleccionadas, Tom –le dijo Annie.
–Lo sé, pero… –se quedó en silencio.
El bebé seguía dormido. No se había movido ni aún cuando Tom se había incorporado para beberse el té.
–Ni siquiera tiene nombre –dijo Tom tremendamente dolido–. Tiene seis semanas de vida y carece de nombre.
–Pónselo tú –dijo Annie.
–Si se lo pongo yo…
–Ya. Entonces no tendrás más remedio que quedarte con ella –Annie trataba de no transmitir nada, ni emoción, ni opinión…–. Tom, sé que todo esto ha sido un verdadero shock para ti. Pero o te desvinculas de ella y se la entregas a gente que la puede cuidar y amar o vas a tener que empezar a tomar decisiones.
–¿Decisiones?
–Sí. Por ejemplo, si quieres o no ponerle un nombre, si quieres verla cuando vaya creciendo.
–Si la viera, sabría que no la había querido, que la había entregado a unos extraños.
–Si la das en adopción, lo sabrá igualmente.
Tom miró a Annie durante un rato. Después se dejó caer sobre las almohadas.
Annie miró a la pequeña. Seguramente se pasaría todo el día durmiendo y decidiría despertarse por la noche.
Sabía que aquel asunto no la atañía, pero, por algún motivo, sentía lo que Tom sentía.
Tenía que salir de aquella habitación antes de agarrar al bebé y echarse a llorar desconsoladamente.
–Tom, me tengo que ir. Ya he visto a todos tus pacientes, pero hay gente esperando en la clínica. No hace falta que trabajes hoy. Me las puedo arreglar yo sola. ¿Quieres que llame a los servicios sociales o prefieres esperar hasta el lunes?
Tom abrazó con más fuerza a la pequeña.
–Gracias por hacer mi trabajo… Todavía no he decidido que voy a hacer respecto a la niña.
–Bien. ¿Estás preparado para cuidar de ella este fin de semana?
–No sé si podré o no.
Annie se mordió el labio.
–Tom, si quieres que vaya con una familia provisional hoy mismo, se puede hacer. Pero tendría que llamar antes de las once y media.
Sin obtener ninguna respuesta, Annie se dio media vuelta y se marchó.
Tom la miraba con la misma confusión que ella sentía.
Annie estaba con Henry Gilles en la consulta y a punto de quitarle la escayola, cuando Tom entró como un torbellino. Había tomado una decisión.
–¡Annie, se queda!
Annie bajó el pie de Henry cuidadosamente.
Tom se había duchado, afeitado y vestido y su aspecto era bastante menos caótico que la última vez que lo había visto.
No obstante, no había recuperado su autocontrol.
–¿Quieres que salgamos fuera y hablemos?
–No –dijo Tom. Se acercó a Henry y miró su pie cubierto con interés–. Todo el valle debe de saber ya lo que está sucediendo y Henry es un amigo. Rebecca me dijo que era él el que estaba aquí, por eso me decidía a entrar. ¿Cómo demonios te has hecho eso?
–Una maldita vaca se sentó en mi pie –le dijo Henry–. Eso fue la semana pasada. Tú estabas por ahí, con alguna mujer, y la doctora Burrows fue la que me puso la escayola. Ahora dice que me va a quitar esta, pero que me tiene que poner otra. Seguro que si me la hubieras puesto tú se habría quedado ahí hasta el final.
Tom sonrió al granjero.
–¿No confía en la doctora?
–No está mal, para ser una mujer…. pero esa maldita escayola…
–Tiene que quitártela. La doctora tiene toda la razón, Henry. Yo habría hecho exactamente lo mismo. La herida necesita diez días para curarse. Pero si te dejamos la misma escayola hasta el final, te llevaran los demonios del picor…
–Es verdad que pica –protestó Henry.
Fue entonces cuando Henry vio a Annie agarrar la sierra.
–¡Por todos los diablos, muchacha! ¡No sé yo…! ¿Una sierra eléctrica para la escayola? ¿Qué pasa si se escapa?
–Ya me las arreglaré para volver a unir el pie a la pierna –Annie se rió–. No te preocupes, Henry. Es una sierra especial, sólo vibra y remueve la escayola. Si te toca la piel a penas si la notas.
–Quieres decir que no voy a notar nada cuando se me caiga el pie, ¿verdad? ¡Maldita sea! ¿Tú te fías de ella? –le preguntó a Tom.
–Sí.
–¡Mujeres con armas! ¿Qué más nos puede pasar? –suspiró–. Ataque ya. Si me quedo sin pie, al fin y al cabo tengo otro.
Se puso las manos detrás de la cabeza y se apoyó, en un gesto de resignación. Miró a Tom.
–¿Qué decías? ¿Te vas a quedar con la niña de la que habla todo el mundo?
–Bueno, sólo durante las seis semanas antes de entregarla a los padres adoptivos –Tom miró a Annie de reojo.
Annie estaba concentrada en lo que hacía y tardó unos segundos en darse cuenta de lo que acababa de decir Tom.
–¿Quieres decir que te vas a quedar con ella en lugar de mandarla con una familia provisional? –preguntó.
–Eso es.
–¿Y después dejar que se la lleven sin más?
–Es más sencillo.
–No, ni hablar.
El ruido dificultaba la conversación.
–¿No? –Tom levantó las cejas.
–Sujete bien el pie, doctor McIver –le pidió Annie–. Aunque Henry tenga dos pies, seguramente preferirá quedarse con los dos.
–Eso era lo que yo le