El amor vive al lado. Marion Lennox

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El amor vive al lado - Marion Lennox Bianca

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las vendas para una nueva escayola.

      –¿Por qué no se puede quedar? –preguntó Tom en un tono casi de conversación–. He estado dándole vueltas. Se puede quedar en la unidad pediátrica y yo pagaré los gastos de la enfermera cuando no haya ningún otro niño. Así no tendrá que irse a casa de unos extraños.

      –Tom, para tu hija, tú eres el primer extraño.

      –Ya se ha acostumbrado a mí –dijo Tom–. Se ha puesto a llorar cuando se la he pasado a la cocinera.

      –¡Vaya suerte que ha tenido la mujer!

      Así es que ya había convencido a la señora Farley para que la cuidara. Estaba claro que ninguna mujer era capaz de negarle nada. Excepto Annie.

      –Tom, si quieres dar a tu hija en adopción, tiene que ir primero a una familia. El período de seis semanas de adaptación no empieza hasta que tú no pierdes la custodia de la niña.

      –Eso quiere decir que, aunque me quede seis semanas con ella, el período de adaptación tendría que volver a empezar.

      –Eso es.

      –Ya –Tom le secó la pierna a Henry y le echó polvos de talco. Agarró las vendas y comenzó a envolver el pie de Henry.–. Pero podríamos hacerlo si la admitimos en el hospital. Entonces ya no estaría bajo mi custodia.

      Annie lo miró sorprendida.

      –¿Crees que si haces eso, los servicios sociales se van a creer que no te estás ocupando de ella?

      –Bueno, no sería así exactamente. Si eres tú la que la admites aquí, entonces estaría bajo tu tutela… –Tom lanzó una de sus persuasivas sonrisas.

      –¡La está enredando, doctora! –comentó Henry que hasta entonces se había limitado a mirar boquiabierto la escena–. No deje que la convenza para hacer algo que no está bien. Ya sabe como es. Puede convencer a cualquiera de cualquier cosa.

      –Sí, está claro que es capaz de cosas imposibles –afirmó Annie y miró a Tom–. Suele funcionarle. Pero lo que me está pidiendo ahora es demasiado. Quiere que mienta a los servicios sociales.

      –No es una mentira…

      –El período de adaptación son seis semanas en que los padres no pueden tener acceso a los hijos. ¿Me garantizarías que ni siquiera vas a mirar por la ventana?

      –¡Annie…!

      –No lo voy a hacer –le dijo Annie–. Protesta todo lo que quieras.

      Por supuesto que una parte de ella pensaba que, tal vez, si Tom se quedaba con la niña seis semanas, acabaría por no darla en adopción. Pero su parte profesional y ética le decía que ese no era modo de hacerlo.

      –Tom, en cuanto el período de adaptación empieza, los servicios sociales se ponen en contacto con los padres adoptivos, les cuentan cómo es tu hija y les preguntan si la quieren. Les advierten de la posibilidad de que puedas cambiar de opinión. Pero si nada cambia, el bebé será suyo en seis semanas.

      –¿Y qué hay de malo en que yo disfrute de la niña durante ese período? –miró a Annie con un gesto desafiante.

      –Porque la razón de que se haga así es que el paso más duro debe darse antes de que los padres adoptivos sean informados. Suelen ser gente que lleva años esperando un bebé y no es justo que se les creen falsas expectativas.

      El rostro de Tom se oscureció.

      –¿Qué diablos es esto, doctora Burrows? ¿Una lección sobre moral o algún tipo de castigo superior?

      –No –dijo Annie con firmeza–. Pero no veo porqué otros tengan que sufrir injustamente. Las parejas que se deciden por la adopción suelen ser gente desesperada por ver su vida iluminada por un niño.

      –¿Asumes que hay una posibilidad de que no quisiera darla después de seis semanas?

      Annie respiró antes de continuar.

      –Si se queda aquí, es posible que así sea.

      –¡Eso no tiene sentido! La única solución es la adopción.

      –Entonces, ¿por qué, sencillamente, no te desprendes de ella ahora?

      –Porque acabo de conocerla y…

      –Y quieres conocerla mejor.

      –Eso es.

      –Así que, cuando ya sepas cómo es, la darás.

      –Sí.

      –¡Vaya, vaya! –Henry, que hasta entonces no había intervenido, no pudo más. Parecía estar divirtiéndose francamente–. Si piensa eso es porque no conoce a los bebés, doctor. Cuando el mío nació, pensé que era la cosa más fea que jamás había visto. Pero, de pronto, te miran a los ojos y ya estás perdido.

      –Henry….

      –No importa cuántas noches te quedes sin dormir –continuó Henry, haciendo caso omiso a la interrupción–. La casa se convierte en un caos, la esposa se pasa todo el día ocupada, se acaban los guisos y las tartas. Pero nada de eso importa, porque los has tomado en tus brazos y te han sonreído. Te dicen que es una mueca, que todavía no saben lo que es sonreír. Pero lo que tu ves va más allá y estás perdido.

      Henry lo miró fijamente.

      –Y me atrevería a decir que todo eso ya le ha sucedido a nuestro doctor. ¿Qué opina usted, doctora Burrows?

      Annie vio lo mismo.

      –Bueno… la verdad es que… Creo que tiene usted toda la razón –Annie consiguió esbozar una sonrisa–. Y creo también que necesitaba oír eso de un hombre. Resulta que las mujeres pueden usar sierras sin cortar lo que no deben y los hombres se pueden enamorar de sus bebés.

      La mirada que Tom dirigió a Annie hizo que se decidiera por una pronta retirada.

      –Henry, tengo mucha gente esperando. Así es que, como el doctor está aquí, le voy a dejar que le ponga toda la escayola.

      Annie salió de allí, antes de que Tom pudiera decir nada.

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