Los viajes de Gulliver. Jonathan Swift

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Los viajes de Gulliver - Jonathan Swift Clásicos

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cómo los vales reales no circularían a menos de nueve por ciento bajo la par; cómo, en fin, yo había costado a Su Majestad por encima de millón y medio de sprugs —la mayor moneda de oro de ellos, aproximadamente del tamaño de una lentejuela—, y, en resumidas cuentas, cuán prudente sería en el emperador aprovechar la primera ocasión favorable para deshacerse de mí.

      Debo aquí vindicar la reputación de una distinguida dama que fue víctima inocente a costa mía. El tesorero dio en sentirse celoso de su mujer, por culpa de ciertas malas lenguas que le informaron de que su gracia había concebido una violenta pasión por mi persona, y durante algún tiempo cundió por la corte el escándalo de que ella había venido una vez secretamente a mi alojamiento. Declaro solemnemente que esto es una infame invención, sin ningún fundamento, fuera de que su gracia se dignaba tratarme con todas las inocentes muestras de confianza y amistad. Confieso que venía a menudo a mi casa, pero siempre públicamente y nunca sin tres personas más en el coche, que eran generalmente su hermana, su joven hija y alguna amistad particular; pero lo mismo hacían otras muchas damas de la corte. Y además apelo a todos mis criados para que digan si alguna vez vieron a mi puerta coche ninguno sin saber a qué personas llevaba. En tales ocasiones, cuando un criado me pasaba el anuncio, era mi costumbre salir inmediatamente a la puerta, y, luego de ofrecer mis respetos, tomar el coche y los dos caballos cuidadosamente en mis manos — porque si los caballos eran seis, el postillón desenganchaba cuatro siempre— y ponerlos encima de la mesa, donde había colocado yo un cerco desmontable todo alrededor, de cinco pulgadas de alto, para evitar accidentes. Con frecuencia he tenido al mismo tiempo cuatro coches con sus caballos sobre mi mesa, llena de visitantes, mientras yo, sentado en mi silla, inclinaba la cabeza hacia ellos; y cuando yo departía con un grupo, el cochero paseaba a los otros lentamente alrededor de la mesa. He pasado muchas tardes muy agradables en estas conversaciones; pero desafío al tesorero y a sus dos espías —se me antoja citarlos por sus nombres y allá se las hayan después—, Clustril y Drunlo, a que prueben que me visitó nunca nadie de incógnito, salvo el secretario Reldresal, que fue enviado por mandato expreso de Su Majestad Imperial, como antes he referido. No me hubiese detenido tanto en este particular a no tratarse de un punto que toca tan cerca a la reputación de una gran señora, para no decir nada de la mía propia, aunque yo tenía entonces el honor de ser nardac, lo que no es el tesorero, pues todo el mundo sabe que sólo es glumlum, titulo inferior en un grado, como el de marqués lo es al de duque en Inglaterra, aunque esto no quita para que yo reconozca que él estaba por encima de mí en razón de su cargo. Estos falsos informes, que llegaron después a mi conocimiento por un accidente de que no es oportuno hablar, hicieron que Flimnap, el tesorero, pusiera durante algún tiempo mala cara a su señora, y a mí peor; y aunque al fin se desengañó y se reconcilió con ella, yo perdí todo crédito con él y vi decaer rápidamente mi influencia con el mismo emperador, quien, sin duda, se dejaba influir demasiado por aquel favorito.

      Capítulo 7

       El autor, informado de que se pretende acusarle de alta traición, huye a Blefuscu. Su recibimiento allí.

      

      Antes de proceder a dar cuenta de mi salida de este reino puede resultar oportuno enterar al lector de una intriga secreta que durante dos meses estuvo urdiéndose contra mí.

      Yo, hasta entonces, había ignorado siempre lo que eran cortes, pues me inhabilitaba para relacionarme con ellas lo modesto de mi condición. Desde luego, había oído hablar y leído bastante acerca de las disposiciones de los grandes príncipes y los ministros; pero nunca esperé encontrarme con tan terribles efectos de ellas en un país tan remoto y regido, a lo que yo suponía, por máximas muy diferentes de las de Europa.

      Estaba disponiéndome yo para rendir homenaje al emperador de Blefuscu, cuando una persona significada de la corte —a quien yo una vez había servido muy bien, con ocasión de haber ella incurrido en el más profundo desagrado de Su Majestad Imperial— vino a mi casa muy secretamente, de noche, en una silla de mano, y, sin dar su nombre, pidió ser recibida. Despedidos los silleteros, me metí la silla con su señoría dentro, en el bolsillo de la casaca, y dando órdenes a un criado de confianza para que dijese que me sentía indispuesto y me había acostado, aseguré la puerta de mi casa, coloqué la silla de mano sobre la mesa, según era mi costumbre, y me senté al lado. Una vez que hubimos cambiado los saludos de rigor, como yo advirtiese gran preocupación en el semblante de su señoría y preguntase la razón de ello, me pidió que le escuchase con paciencia sobre un asunto que tocaba muy de cerca a mi honor y a mi vida. Su discurso fue así concebido, pues tomé notas de él tan pronto como quedé solo.

      —Debe de saber —dijo— que recientemente se han reunido varias comisiones de consejo con el mayor secreto y es usted el motivo; y hace no más que dos días que Su Majestad ha tomado una resolución definitiva. Sabe muy bien que Skyresh Bolgolam, galvet —o sea almirante—, ha sido su mortal enemigo casi desde que llegó. No sé las razones en que se funde; pero su odio ha aumentado a partir de su gran victoria contra Blefuscu, con la cual su gloria como almirante está muy obscurecida. Este señor, en unión de Flimnap, el gran tesorero —cuya enemiga contra usted es notoria a causa de su señora—; Limtoc, el general; Lalcon, el chambelán, y Balmull, el gran justicia, han redactado en contra suya artículos de acusación por traición y otros crímenes capitales.

      Este prefacio me alteró en tales términos, consciente como estaba yo de mis merecimientos y mi inocencia, que estuve a punto de interrumpir, cuando él me suplicó que guardara silencio, y prosiguió de esta suerte:

      —Llevado de la gratitud por los favores que me hubo dispensado, me procuré informes de todo el proceso y una copia de los artículos, con lo cual arriesgué mi cabeza en servicio suyo.

       Artículos de acusación contra Quinbus Flestrin (el Hombre-montaña)

       Artículo I

      “Que el citado Quinbus Flestrin, habiendo traído la flota imperial de Blefuscu al puerto real, y habiéndole después ordenado Su Majestad Imperial capturar todos los demás barcos del citado imperio de Blefuscu y reducir aquel imperio a la condición de provincia, que gobernase un virrey nuestro, y destruir y dar muerte no sólo a todos los desterrados anchoextremistas, sino asimismo a toda la gente de aquel imperio que no abjurase inmediatamente de la herejía anchoextremista, él, el citado Flestrin, como un desleal traidor contra Su Muy Benigna y Serena Majestad Imperial, pidió ser excusado del citado servicio bajo el pretexto de repugnancia a forzar conciencias y a destruir las libertades y las vidas de pueblos inocentes.

       Artículo II

      “Que siendo así que determinados embajadores llegaron de la corte de Blefuscu a pedir paz a la corte de Su Majestad, el citado Flestrin, como un desleal traidor, ayudó, patrocinó, alentó y advirtió a los citados embajadores, aunque sabía que se trataba de servidores de un príncipe que recientemente había sido enemigo declarado de Su Majestad Imperial y estado en guerra declarada contra su citada Majestad.

       Artículo III

      “Que el citado Quinbus Flestrin, en contra de los deberes de todo súbdito fiel, se dispone actualmente a hacer un viaje a la corte e imperio de Blefuscu, para lo cual sólo ha recibido permiso verbal de Su Majestad Imperial, y so color del citado permiso pretende deslealmente y traidoramente emprender el citado viaje, y, en consecuencia, ayudar, alentar y patrocinar al emperador de Blefuscu, tan recientemente enemigo y en guerra declarada con Su Majestad Imperial antedicha.

      “Hay algunos otros artículos, pero éstos son los mas importantes, y de ellos le he leído un extracto.

      “En el curso de los varios debates habidos en esta acusación hay que reconocer que Su Majestad dio numerosas muestras de su gran

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