Los viajes de Gulliver. Jonathan Swift

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Los viajes de Gulliver - Jonathan Swift Clásicos

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de él, ya vadeando, ya nadando, llegué al puerto de Blefuscu, donde las gentes llevaban esperándome largo tiempo.

      Me enviaron dos guías para que me encaminasen a la capital que lleva el mismo nombre. Los llevé en las manos hasta que llegué a doscientas yardas de las puertas y les rogué que comunicasen mi llegada a uno de los secretarios y le hiciesen saber que esperaba allí las órdenes de Su Majestad. Al cabo de una hora obtuve respuesta de que Su Majestad, acompañado de la familia real y de los magnates de la corte, salía a recibirme. Avancé cien yardas. El emperador y su comitiva se apearon de sus caballos, la emperatriz y las damas de sus coches, y no advertí en ellos temor ni inquietud alguna. Me acosté en el suelo para besar la mano de Su Majestad y de la emperatriz. Dije a Su Majestad que había ido en cumplimiento de mi promesa y con permiso del emperador, mi dueño, a tener el honor de ver a un monarca tan poderoso y de ofrecerle cualquier servicio de que yo fuese capaz y se aviniese con mis deberes hacia mi propio príncipe, no diciendo una palabra acerca de la desgracia en que había caído, puesto que a la sazón no tenía yo informes ofíciales de ella y podía fingirme por completo ignorante de tal designio. Ni tampoco podía razonablemente pensar que el emperador descubriese el secreto estando yo fuera de su alcance, en lo que no obstante, bien pronto pude echar de ver que me engañaba.

      No he de molestar al lector con la relación detallada de mi recibimiento en esta corte, que fue como convenía a la generosidad de tan gran príncipe, ni las dificultades en que me encontré por falta de casa y lecho, y que me redujeron a dormir en el suelo envuelto en mi colcha.

      Capítulo 8

       El autor, por un venturoso accidente, encuentra modo de abandonar Blefuscu. Después de varias dificultades, vuelve sano y salvo a su país natal.

      

      Tres días después de mi llegada, paseando por curiosidad hacia la costa nordeste de la isla, descubrí, como a media legua dentro del mar, algo que parecía como un bote volcado. Me quité los zapatos y las medias, y, vadeando dos o trescientas yardas, vi que el objeto iba aproximándose por la fuerza de la marea, y luego reconocí claramente ser, en efecto, un bote, que supuse podría haber arrastrado de un barco alguna tempestad. Con esto, volví inmediatamente a la ciudad y supliqué a Su Majestad Imperial que me prestase veinte de las mayores embarcaciones que le quedaron después de la pérdida de su flota y tres mil marineros, bajo el mando del vicealmirante. Esta flota se hizo a la vela y avanzó costeando, mientras yo volvía por el camino más corto al punto desde donde primero descubriera el bote; encontré que la marea lo había acercado más todavía. Todos los marineros iban provistos de cordaje que yo de antemano había trenzado para darle suficiente resistencia. Cuando llegaron los barcos me desnudé y vadeé hasta acercarme como a cien yardas del bote, después de lo cual tuve que nadar hasta alcanzarlo. Los marineros me arrojaron el cabo de la cuerda, que yo amarré a un agujero que tenía el bote en su parte anterior, y até el otro cabo a un buque de guerra. Pero toda mi tarea había sido inútil, pues como me cubría el agua no podía trabajar. En este trance me vi forzado a nadar detrás y dar empujones al bote hacia adelante lo más frecuentemente que podía con una de las manos; y como la marea me ayudaba, avancé tan de prisa, que en seguida hice pie y pude sacar la cabeza. Descansé dos o tres minutos y luego di al bote otro empujón, y así continué hasta que el agua no me pasaba de los sobacos; y entonces, terminada ya la parte más trabajosa, tomé los otros cables, que estaban colocados en uno de los buques, y los amarré primero al bote y después a nueve de los navíos que me acompañaban. El viento nos era favorable, y los marineros remolcaron y yo empujé hasta que llegamos a cuarenta yardas de la playa, y, esperando a que bajase la marea, fui a pie enjuto adonde estaba el bote, y con la ayuda de dos mil hombres con cuerdas y máquinas me di traza para restablecerlo en su posición normal, y vi que sólo estaba un poco averiado.

      No he de molestar al lector relatando las dificultades en que me hallé para, con ayuda de ciertos canaletes, cuya hechura me llevó diez días, conducir mi bote al puerto real de Blefuscu, donde se reunió a mi llegada enorme concurrencia de gentes, llenas del asombro en presencia de embarcación tan colosal. Dije al emperador que mi buena fortuna había puesto este bote en mi camino como para trasladarme a algún punto desde donde pudiese volver a mi tierra natal, y supliqué de Su Majestad órdenes para que se me facilitasen materiales con que alistarlo, así como su licencia para partir, lo que después de algunas reconvenciones de cortesía se dignó concederme.

      En todo este tiempo se me hacía maravilla no tener noticia de que nuestro emperador hubiese enviado algún mensaje referente a mí a la corte de Blefuscu; pero después me hicieron saber secretamente que Su Majestad Imperial, no imaginando que yo tuviera el menor conocimiento de su propósito, creía que sólo había ido a Blefuscu en cumplimiento de mi promesa, de acuerdo con el permiso que él me había dado y era notorio en nuestra corte, y que regresaría a los pocos días, cuando la ceremonia terminase. Mas se sintió, al fin, inquietado por mi larga ausencia, y, luego de consultar con el tesorero y el resto de aquella cábala, se despachó a una persona de calidad con la copia de los artículos dictados en contra mía. Este enviado llevaba instrucciones para exponer al monarca de Blefuscu la gran clemencia de su señor, que se contentaba con castigarme no más que a la pérdida de los ojos, así como que yo había huido de la justicia y sería despojado de mi título de nardac y declarado traidor si no regresaba en un plazo de dos horas. Agregó además el enviado que su señor esperaba que, a fin de mantener la paz y la amistad entre los dos imperios, su hermano de Blefuscu daría orden de que me devolviesen a Liliput sujeto de pies y manos, para ser castigado como traidor.

      El emperador de Blefuscu, que se tomó tres días para consultar, dio una respuesta consistente en muchas cortesías y excusas. Decía que por lo que tocaba a enviarme atado, su hermano sabía muy bien que era imposible; que aun cuando yo le había despojado de su flota, no obstante, él me estaba muy obligado por los muchos buenos oficios que le había dispensado al concertarse la paz; que, sin embargo, sus dos majestades podían quedar pronto tranquilas, por cuanto yo había encontrado en la costa una colosal embarcación capaz de llevarme por mar, la cual había él dado orden de alistar con mi propia ayuda y dirección, y así confiaba en que dentro de pocas semanas ambos imperios se verían libres de carga tan insoportable.

      Con esta respuesta se volvió a Liliput el enviado. El monarca de Blefuscu me refirió todo lo acontecido, ofreciéndome al mismo tiempo —pero en el seno de la más estrecha confianza— su graciosa protección si quería continuar a su servicio. Pero en este punto, aun cuando yo creía sus palabras sinceras, resolví no volver a depositar confianza en príncipes ni ministros mientras me fuera posible evitarlo; y así, con todo el reconocimiento debido a sus generosas intenciones, le supliqué humildemente que me excusase. Le dije que ya que la fortuna, por bien o por mal, había puesto una embarcación en mi camino, estaba resuelto a aventurarme en el Océano antes que ser ocasión de diferencias entre dos monarcas tan poderosos. Tampoco encontré que el emperador mostrase el menor disgusto, y descubrí, gracias a cierto incidente, que estaba muy contento de mi resolución, lo mismo que la mayor parte de sus ministros.

      Estas consideraciones me movieron a apresurar mi marcha algo más de lo que yo tenía pensado; a lo que la corte, impaciente por verme partir, contribuyó con gran diligencia. Se dedicaron quinientos obreros a hacer dos velas para mi bote, según instrucciones mías, disponiendo en trece dobleces el más fuerte de sus lienzos. Pasé grandes trabajos para hacer cuerdas y cables, trenzando diez, veinte o treinta de los más fuertes de los suyos. Una gran piedra que vine a hallar después de larga busca por la playa me sirvió de ancla. Me dieron el sebo de trescientas vacas para engrasar el bote y para otros usos. Pasé trabajos increíbles para cortar algunos de los mayores árboles de construcción con que hacerme remos y mástiles, tarea en que me auxiliaron mucho los armadores de Su Majestad, ayudándome a alisarlos una vez que yo había hecho el trabajo más duro.

      Transcurrido como un mes, cuando todo estuvo dispuesto, envié a ponerme a las órdenes del emperador y a pedirle licencia para partir. El

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