Los viajes de Gulliver. Jonathan Swift

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Los viajes de Gulliver - Jonathan Swift Clásicos

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e ignominiosa, poniendo fuego a su casa durante la noche y procediendo el general con veinte mil hombres armados de flechas envenenadas a disparar contra usted, apuntando a la cara y a las manos. Algunos servidores suyos debían recibir orden secreta de esparcir en sus camisas y sábanas un jugo venenoso que pronto le haría desgarrar sus propias carnes con las manos y morir en la más espantosa tortura. El general se sumó a esta opinión, así que durante largo plazo hubo mayoría en contra suya; pero Su Majestad, resuelto a salvarle la vida si era posible, pudo por último disuadir al chambelán.

      “Reldresal, secretario principal de Asuntos Privados, que siempre se proclamó su amigo verdadero, fue requerido por el emperador para que expusiera su opinión sobre este punto, como así lo hizo, y con ello acreditó el buen concepto en que le tiene. Convino en que sus crímenes eran grandes, pero que, no obstante, había lugar para la gracia, la más loable virtud en los príncipes, y por la cual Su Majestad era tan justamente alabado. Dijo que la amistad entre usted y él era tan conocida en todo el mundo, que quizá el ilustrísimo tribunal tuviera su juicio por interesado. Sin embargo, obedeciendo al mandato que había recibido, descubriría libremente sus sentimientos. Si Su Majestad, en consideración a sus servicios y siguiendo su clemente inclinación, se dignara dejarle la vida y dar orden solamente de que le sacaran los dos ojos, él suponía, salvando los respetos, que con esta medida la justicia quedaría en cierto modo satisfecha y todo el mundo aplaudiría la benignidad del emperador, así como la noble y generosa conducta de quienes tenían el honor de ser sus consejeros. La pérdida de sus ojos —argumentaba él— no serviría de impedimento a su fuerza corporal, con la que aun pueda ser útil a Su Majestad. La ceguera aumenta el valor ocultándonos los peligros, y el miedo que tuvo por sus ojos le fue la mayor dificultad para traer la flota enemiga. Y, finalmente, que le sería bastante ver por los ojos de los ministros, ya que los más grandes príncipes no suelen hacer de otro modo.

      “Esta proposición fue acogida con la desaprobación mas completa por toda la Junta. Bolgolam, el almirante, no pudo contener su cólera, antes bien, levantándose enfurecido, dijo que se admiraba de cómo un secretario se atrevía a dar una opinión favorable a que se respetase la vida de un traidor, que los servicios que habia hecho eran, según todas las verdaderas razones de Estado, la mayor agravación de sus crímenes; que la misma fuerza que le permitió traer la flota enemiga podría servirle para devolverla al primer motivo de descontento; que tenía firmes razones para pensar que era un estrechoextremista en el fondo de su corazón, y que, como la traición comienza en el corazón antes de manifestarse en actos descubiertos, él lo acusaba de traidor con este motivo, e insistía, por tanto, en que se le diera la muerte.

      “El tesorero fue de la misma opinión. Expuso a qué estrecheces se veían reducidas las rentas de Su Majestad por la carga de mantenerlo, que pronto habría llegado a ser insoportable, y aun añadió que la medida propuesta por el secretario, de sacarle los ojos, lejos de remediar este mal lo aumentaría, como lo hace manifiesto la práctica acostumbrada de cegar a cierta clase de aves, que así comen más de prisa y engordan más pronto. A su juicio, Su Sagrada Majestad y el Consejo, que son sus jueces, estaban en conciencia plenamente convencidos de su culpa, lo que era suficiente argumento para condenarlo a muerte sin las pruebas formales requeridas por la letra estricta de la ley.

      “Pero Su Majestad Imperial, resueltamente dispuesto en contra de la pena capital, se dignó graciosamente decir que, cuando al Consejo le pareciese la pérdida de sus ojos un castigo demasiado suave, otros había que se puedan infligir después. Y su amigo el secretario, pidiendo humildemente ser oído otra vez, en respuesta a lo que el tesorero había objetado en cuanto a la gran carga que pesaba sobre su Majestad con mantenerlo, dijo que Su Excelencia, que por sí solo disponía de las rentas del emperador, podía fácilmente prevenir este mal con ir aminorando su asignación, de modo que, falto de alimentación suficiente, fuera quedándonos flojo y extenuado, perdiera el apetito y se consumiera en pocos meses. Tampoco sería entonces —tan peligroso el hedor de su cadáver, reducido como estaría a menos de la mitad; e inmediatamente después de su muerte, cinco o seis mil súbditos de Su Majestad podían en dos o tres días quitar toda carne de sus huesos, transportarla a carretadas y enterrarla en diferentes sitios para evitar infecciones, dejando el esqueleto como un monumento de admiración para la posteridad.

      “De este modo, gracias a la gran amistad del secretario, quedó concertado el asunto. Se encargó severamente que el proyecto de mataros de hambre poco a poco se mantuviera secreto; pero la sentencia de sacarle los ojos había de trasladarse a los libros; no disintiendo ninguno, excepto Bolgolam, el almirante, quien, hechura de la emperatriz, era continuamente instigado por ella para insistir en su muerte.

      “En un plazo de tres días su amigo el secretario recibirá el encargo de venir a su casa y leerle los artículos de acusación, y luego daros a conocer la gran clemencia y generosidad de Su Majestad y de su Consejo, gracias a la cual se le condena solamente a la pérdida de los ojos, a lo que Su Majestad no duda que se someterá agradecida y humildemente. Veinte cirujanos de Su Majestad, para que la operación se lleve a efecto de buen modo, procederán a descargarle afiladísimas flechas en las niñas de los ojos estando usted tendido en el suelo.

      “Dejo a su prudencia qué medidas deba tomar; y, para evitar sospechas, me vuelvo inmediatamente con el mismo secreto que he venido.”

      Así lo hizo su señoría, y yo quedé solo, sumido en dudas y perplejidades.

      Era costumbre introducida por este príncipe y su Ministerio —muy diferente, según me aseguraron, de las prácticas de tiempos anteriores— que una vez que la corte había decretado una ejecución cruel fuese para satisfacer el resentimiento del monarca o la mala intención de un favorito—, el emperador pronunciase un discurso a su Consejo en pleno exponiendo su gran clemencia y ternura, cualidades sabidas y confesadas por el mundo entero. Este discurso se publicaba inmediatamente por todo el reino, y nada aterraba al pueblo tanto como estos encomios de la clemencia de Su Majestad, porque se había observado que cuando más se aumentaban estas alabanzas y se insistía en ellas, más inhumano era el castigo y más inocente la víctima. Y en cuanto a mí, debo confesar que, no estando designado para cortesano ni por nacimiento ni por educación, era tan mal juez en estas cosas, que no pude descubrir la clemencia ni la generosidad de esta sentencia; antes bien, la juzgué —quizá erróneamente— más rigurosa que suave. A veces pensaba en tomar mi defensa en el proceso; pues, aun cuando no podía negar los hechos alegados en los varios artículos, confiaba en que pudieran admitir alguna atenuación. Pero habiendo examinado en mi vida atentamente muchos procesos de Estado y visto siempre que terminaban según a los jueces convenía, no me atreví a confiarme a tan peligrosa determinación en coyuntura tan crítica y frente a enemigos tan poderosos. En una ocasión me sentí fuertemente inclinado a la resistencia, ya que, estando en libertad como estaba, difícilmente hubiera podido someterme toda la fuerza de aquel imperio, y yo podía sin trabajo hacer trizas a pedradas la metrópoli; pero en seguida rechacé este proyecto con horror al recordar el juramento que había hecho al emperador, los favores que había recibido de él y el alto título de nardac que me había conferido. No había aprendido la gratitud de los cortesanos tan pronto que pudiera persuadirme a mí mismo de que las presentes severidades de Su Majestad me relevaban de todas las obligaciones anteriores.

      Por fin tomé una resolución que es probable que me valga algunas censuras, y no injustamente, pues confieso que debo el conservar mis ojos, y por lo tanto mi libertad, a mi grande temeridad y falta de experiencia; porque si yo hubiese conocido entonces la naturaleza de los príncipes y los ministros como luego la he observado en otras muchas cortes, y sus sistemas de tratar a criminales menos peligrosos que yo, me hubiera sometido a pena tan suave con gran alegría y diligencia. Pero empujado por la precipitación de la juventud y disponiendo del permiso de Su Majestad Imperial para rendir homenaje al emperador de Blefuscu, aproveché esta oportunidad antes de que transcurriesen los tres días para enviar una carta a mi amigo el secretario comunicándole mi resolución de partir aquella misma mañana para Blefuscu, ateniéndome a la licencia que había recibido; y sin aguardar respuesta, marché a la parte de la isla donde estaba nuestra flota. Cogí un

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