La ventana de enfrente. Alicia Escardó Végh

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La ventana de enfrente - Alicia Escardó Végh Zona Límite

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el pelo negrísimo y un peinado redondo como una bola de lana. Asomaban por aquí y por allá mechas castañas, rojizas y rubias y su voz era como el balido de una oveja. El de Ciencias naturales, daba también Lengua y en las dos materias resultaba igual de aburrido. Eso de los profesores al cuadrado me sorprendió, era como una oferta de dos por el precio de uno. Pero no fue lo único que encontré diferente.

      La clase de Ciencias sociales siempre era la primera de la mañana. El profesor se llamaba don Severino pero le decían Flo porque era idéntico a Florentino Fernández, un actor de la tele. Usaba el cinturón bien apretado por arriba de su enorme barriga, lo que hacía que los pantalones le quedaran varios centímetros por encima de los zapatos. El saco le quedaba tan justo que parecía que los botones iban a salir disparados en cualquier momento. Entraba en el salón con pasos fuertes y mirada torcida.

      Una mañana de lunes, haría unos diez minutos que la clase había empezado, cuando el profesor dejó de hablar y se paró a mirar con fijeza al chico que se sentaba en el banco anterior al mío. Desde atrás, yo podía ver que apoyaba el mentón en la palma de la mano y el codo en la mesa. Su familia vivía lejos, en las afueras de Madrid, en un lugar que se llama Eurovillas y para llegar al cole tenía que viajar en bus, y después tomar el Metro en Avenida América. Eran casi dos horas de viaje cada mañana. Llegaba siempre medio adormilado y con el correr de la mañana se iba espabilando. Después de la comida, en las clases de la tarde, completaba su transformación y se convertía en el mejor imitador de profesores de la clase. Se llamaba Esteban.

      Don Severino miró a Esteban unos segundos más, pero él ni se movió. La clase estaba expectante y en silencio. No podíamos avisarle, era imposible hacerlo sin quedar en evidencia. El profesor apoyó sus dos manos en el cinturón y se subió todavía más los pantalones, lo que hizo que las botamangas quedaran bailando en el aire. Los que lo conocían estaban al tanto de que ese era el gesto que hacía cuando se impacientaba. En un instante, se sacó algo del bolsillo del pantalón y lo tiró a la cara de Esteban. Desde atrás, lo escuché soltar un grito de dolor y enderezarse. Enseguida se llevó la mano a la frente y cuando la retiró estaba manchada de sangre.

      El profesor le había tirado su llavero a la cabeza. Según comentó después, como Esteban no lo había atrapado en el aire, demostró que no estaba atento. Satisfecho con la forma en que lo había puesto en evidencia, se dio vuelta y empezó a escribir en el pizarrón. Yo no podía creerlo. Alguien le alcanzó un pañuelo de papel a Esteban, que se lo pasó por la frente y siguió como si nada. Tenía una herida pequeña, rodeada por un moretón que se ponía más oscuro a medida que avanzaba la hora.

      A la salida, comentamos lo que había pasado, pero nadie parecía asombrado o dispuesto a denunciarlo ante el tutor o el Director. “Así que esto es algo común y corriente”, dije asombrada.

      —Bueno, no con todos, pero sí con el de Sociales –comentó Elena, una chica pecosa y de lentes gruesos como una lupa, que se sentaba a mi lado.

      Desde ese momento, decidí que, por lo menos ese profesor, no iba a notarme nunca distraída o ausente.

      El mejor de todos era sin duda Fernando, el profesor de Plástica. Apenas entró a la clase y lo vi saludar al grupo, supe que realmente le gustaba dar clases. Su sonrisa parecía de verdad y lo primero que hizo fue pedir que nos presentáramos. A cada uno le hacía una broma o un comentario.

      —¿Así que uruguaya, no? Galeano y Las venas abiertas de América Latina, Torres García y su pintura en Barcelona, y Forlán, el de la celeste –me dijo con un guiño.Me pidió que les contara por qué estaba en Madrid, y algo típico de mi país para que todos empezaran a conocerlo aunque fuera un poco. Enseguida me sentí cómoda con él. Era como si todos estuviéramos más a gusto, con menos ganas de discutir. A la salida, Elena me contó que era un profesor estupendo, que había discutido con el director porque le prohibieron dar clase con pantalón vaquero y él había ganado, ya que siempre los usaba. Los chicos estaban fascinados con su moto.

      —¿La has visto? ¡Es una Kawasaki Ninja! ¡Va a más de ciento cincuenta por hora! –le decía Esteban a otro chico una tarde en que lo vimos irse a la hora de salida, seguido de un rugido potente. Le brillaban los ojos, estaba muy distinto a cuando se dormía en clase.

      “El de Plástica es el mejor”, le conté a Ana esa tarde, en el chat.

      A la vuelta del colegio, mi madre me atosigaba a preguntas. Ella es profesora de Literatura, pero en España no podía trabajar en eso porque no era válido el diploma de otro país. Por eso, había decidido completar su investigación sobre la novela moderna, para después escribir una tesis y publicar el resultado. Nunca había encontrado antes el tiempo para hacerlo.

      Yo siempre me había quejado del poco tiempo que tenía mi madre para mí. Cuando vivíamos en Uruguay, siempre estaba ocupada. O leía, o corregía exámenes, o tenía que preparar clases, además de preparar la cena, doblar la ropa limpia y el resto de las cosas de la casa. Y ahora que tenía tiempo, la verdad es que no resultaba como había esperado. Estaba pendiente de mis cosas. De lo que tenía que estudiar para el día siguiente, de lo que había pasado en el cole, ¡hasta me preguntaba qué tal el viaje en Metro! Más que decirle que estaba lleno de gente apurada que te empujaba para subir antes de que las puertas se cerraran, que los pasillos tenían goteras y estaban sucios, y que casi siempre tenía que ir apretujada entre personas que transpiraban a chorros, ¿qué le iba a contar? Pero ella no se dejaba impresionar por mis palabras. Para ella, yo exageraba.

      —Es fantástico tener un medio de transporte que comunica toda la ciudad –me decía–. En otros sitios, hay gente que para llegar a su trabajo, tiene que esperar media hora en la parada, y después viajar a diez kilómetros por hora en un ómnibus viejísimo, para recorrer en cuarenta y cinco minutos una distancia que en coche puede llevarle diez. Ni se puede comparar.

      —Claro, es que ni te importa el hecho de que yo antes caminaba cinco minutos para llegar al colegio, y ahora tengo que salir una hora antes y arrastrar una mochila que pesa como un muerto y que me deja la espalda reventada. Como vos te quedás en casa… –contestaba yo, resentida.

      Nada podía con el entusiasmo de mi madre. Estaba encantada de poder disfrutar de los recitales de música, y del teatro. Cada día descubría una nueva librería o un café escondido. ¡Y los museos! Los había recorrido todos. O leía una novela en que la trama se desarrollaba tres siglos atrás, y después seguía las andanzas de los personajes y buscaba los sitios que aparecían en el libro. ¡Tenía cada idea! Parecía una aventurera y yo, una vieja rezongona.

      Carlos viajaba. Más de la mitad del tiempo la pasaba fuera de España, porque tenía que visitar las sucursales europeas de la empresa donde trabajaba. Nunca lo confesaría, pero la verdad era que cuando no estaba en casa, todo parecía aún más vacío. Mi familia había quedado reducida a nosotros tres. Antes, una salida con mi madre, las dos juntas, me encantaba. Ahora, si íbamos las dos al cine o a algún museo, no podía evitar la sensación de que estábamos muy solas. No quería esa vida para ella, no quería verla pasar otra vez por lo mismo. Por eso había elegido guardarme para mí lo que sabía.

      En el apartamento donde vivíamos, usábamos el tercer dormitorio como un cuarto de trabajo. Allí estaban la mesa con la computadora, una silla giratoria y dos bibliotecas. Tenía una sola ventana desde donde se veía, dos pisos más abajo, un patio chico de baldosas color mostaza y paredes grises y ásperas. Cuando yo chateaba, desde donde estaba sentada podía ver la ventana de otro apartamento, que daba al mismo patio. Ya era la tercera vez que veía a una chica, rubia y delgada, que tocaba la flauta. No podía escucharla, pero distinguía sus dedos nerviosos que se movían para tapar los agujeros, y los labios fruncidos alrededor de la boquilla. Una vez estuvo casi dos horas seguidas soplando. No sé cómo podía aguantar tanto tiempo, a mí me alcanzaba con inflar tres globos de cumpleaños para quedar mareada.

      Nosotros

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