La ventana de enfrente. Alicia Escardó Végh

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La ventana de enfrente - Alicia Escardó Végh Zona Límite

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La ventana me permitía ver solamente la parte de arriba de su cuerpo. Tenía el pelo corto, claro y muy enrulado y me pareció más o menos de mi edad. Creía que ella no me había visto. Parecía tan concentrada en lo suyo, como si no existiera nada más a su alrededor, como si ella y la música estuvieran dentro de una burbuja que las aislaba de todo lo demás.

      En cuanto llegaba del cole y terminaba los deberes (o le decía a mi madre que los había terminado) me ponía a chatear. A veces no tenía suerte y no estaba conectada ninguna de mis amigas de Montevideo. Es que la diferencia de cinco horas hacía que a las siete de la tarde en Madrid, recién fueran las dos allá. Cuando mis amigas terminaban sus tareas y clases, para mí ya era hora de ir a la cama.

      Por suerte Ana casi siempre intentaba estar allí. Con ella chateaba más que con las demás. Al ver el alias que me puse para octubre, “LosProfesYaMeTienenHarta”, se mató de risa y me mandó los emoticones con caritas más divertidas que encontró.

      Y así seguíamos. Nos contábamos lo que habíamos hecho ese día y los planes para el fin de semana siguiente. Casi siempre, esto me ayudaba a sentirme más cerca. Pero la tarde en que Ana me contó del campamento, me puse a pensar en todo lo que me perdía. Los campamentos de nuestro colegio eran buenísimos, nosotros mismos teníamos que armar las carpas y preparar nuestra comida. Además podíamos navegar en canoa en el arroyo y trepar a la sierra. La pasábamos genial.

      En cambio, el paseo que habíamos tenido en el San Cristóbal, “para integrarnos y conocernos”, según había dicho el Director, fue bastante aburrido. Fuimos a “Los Molinos”, a una casa en la sierra. Nos llevó un autobús, a pasar un día. No había mucho para hacer; era una gran casa con un parque de juegos para niños de seis años. Y para peor nos tocó un día de lluvia. Lo único bueno fue que el profesor que nos acompañaba era el de Plástica.

      Después de comer, los chicos se juntaron en grupos a charlar. Yo no sabía muy bien con quién estar, todavía no conocía demasiado a ninguno. Él se dio cuenta y se acercó.

      —¿Todo bien? –preguntó.

      —Sí, gracias.

      —Imagino que no debe ser fácil el cambio que te ha tocado, ¿no?

      —No, no lo es.

      Mis respuestas parecían las de una idiota, pero no lo podía evitar. Las ocurrencias ingeniosas y brillantes solo aparecían en series de televisión yanquis.

      —Para mí también fue un cambio grande venirme a Madrid. Es una ciudad que se impone, que puede atemorizar bastante.

      —¿Y de dónde viniste? –le pregunté.

      —Soy de Campo Real, un pueblo pequeño, no muy lejos de aquí. Pero de todos modos el cambio a la gran ciudad fue tremendo. Vivo aquí desde hace cuatro años.

      —¿Para estudiar?

      —Sí. Estoy en cuarto de Bellas Artes.

      —¿Qué carrera?

      —Bueno, por ahora el ciclo común, pero lo que me interesa es el arte digital. O sea, el que puede ser realizado por computadora.

      Y seguimos la charla. Me quedé fascinada de que me contara esas cosas, como si yo estuviera a su nivel. Intenté acordarme de algo que hubiera escuchado en casa, porque Carlos en su trabajo en la agencia de publicidad, a veces hablaba de imágenes procesadas por computadora y esas cosas. Supongo que algún comentario medianamente inteligente debí haber dicho, porque lo cierto es que habló conmigo un rato bien largo. Al final, tuvo que levantarse para controlar a algún bobo que pateó la pelota contra una ventana y rompió el vidrio. ¡Los chicos a veces tenían actitudes de niños de Jardín de infantes!

      En el viaje de vuelta, pensé que lo mejor del día había sido esa charla. Estaba loca si hablar con un profesor era lo que más me había gustado de una jornada de convivencia. La verdad es que resultaba de lo más extraño...

      Se pasó buena parte de la tarde charlando con el de Plástica. Ya me había dicho mi hermano Juan que a ese profesor le gusta hacer el tonto con las chicas, que intenta darse aires de seductor. ¿De qué hablarían? Intenté acercarme pero no logré escuchar nada, se reían y hablaban en voz baja. Al final, lo único que pude hacer fue romper el cristal de la ventana con la pelota. Me he ligado un buen regaño pero ha valido la pena.

      Noviembre

      YaHaceFrío

      Una tarde le pregunté a mi madre si alguna vez había visto a la chica de la flauta. Me miró como si le hablara en chino.

      —¿A quién? –preguntó.

      Estaba claro que a la chica de la flauta, mi madre no la había visto nunca.

      Realmente, muchas veces mi madre no se daba cuenta de nada. No entendía, por ejemplo, la publicidad de la tele. Al terminar algún anuncio (sobre todo de coches o de bebidas, que eran los más sofisticados) nos miraba a Carlos y a mí con cara de desconcierto.

      —No entiendo qué quisieron decir con eso.

      Carlos, que trabajaba en eso, se desesperaba y le quería explicar el mensaje, la concisión en pocas imágenes, las nuevas estéticas, la necesidad de acortar el tiempo de los avisos debido al altísimo costo de la publicidad en televisión. Inútil. ¿Qué se podía esperar, si tampoco sabía manejar el control remoto del DVD? Podía ser brillante en sus clases y sus trabajos, pero era una nulidad para las cosas más sencillas.

      —Cuando estoy con la computadora, me concentro en eso. Es mejor prestar atención a una sola cosa. Vos, como estás en mil temas a la vez, al final no profundizás en ninguno –y aprovechó la ocasión para regalarme con un sermón de esos que ella considera una ayuda a mi formación.

      Mi madre chateaba a veces con alguna de sus amigas o su hermana. Se sentía bastante culpable cuando la tía le daba noticias de los abuelos, que no estaban muy bien de salud. Le decía que nos extrañaban mucho. Estaban bien atendidos, pero eso no evitaba que mi madre se sintiera culpable y pensara que de cierta forma era como si los hubiera abandonado.

      Dos días después, cuando yo volvía de hacer un mandado, me crucé en la puerta de entrada con la chica de la flauta. Me detuve y me quedé mirándola como una imbécil.

      —Hola –me dijo.

      —Hola –contesté.

      No me esperaba lo que vi. Ella iba en una silla de ruedas.

      Forcejeaba con la cerradura, así que la ayudé y le sostuve la puerta para dejarla pasar. Me lo agradeció con una sonrisa y se dirigió al ascensor. Yo fui tras ella, no podía despegar la mirada de las ruedas grandes y plateadas que giraban con un zumbido metálico.

      Mientras lo esperábamos, el silencio era tan tenso que quizás por eso le dije:

      —Te he visto cuando tocas la flauta.

      —¿Cómo? –me miró sorprendida, pero no parecía molesta.

      —Es que la ventana de mi piso está frente a la tuya –me di cuenta de que ella podía pensar que la espiaba, o algo así, y agregué–:

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