La ventana de enfrente. Alicia Escardó Végh
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Me sentía tensa al mirarla desde tan arriba, ella tenía que inclinar la cabeza hacia atrás para hablar conmigo. Traté de que no se notara, de parecer lo más natural posible.
—¿Estás apurada ahora? –me preguntó–. Es que no quiero volver todavía a casa, si quieres podemos charlar un rato aquí abajo. Ya que somos vecinas...
—Bueno, dale –dije, y nos dirigimos al sillón negro de cuero que estaba en el vestíbulo de entrada del edificio, entre una mesa verde con adornos dorados y una lámpara de pie con la pantalla amarillenta.
Al sentarme, me sentí más cómoda. Estaba a su misma altura. Sus ojos eran grandes y verdes, con una forma peculiar. Me hicieron acordar a una piedra de malaquita que Carlos le había traído a mi madre de Chile. Ese día me pareció que tenía más o menos mi edad. Luego supe que en realidad tenía dieciséis.
—Son feos, ¿no? –me dijo, señalando los muebles–. Siempre le digo a mi madre que tiene que insistir a los del consorcio para que decoren de vuelta esto, parece de principios de siglo. Pero ella por supuesto no tiene tiempo para eso, ni le importa –se rió, aunque su risa pareció hundirse en un fondo de amargura que se disipó casi antes de aparecer.
Cuando movía la cabeza, las ondas de su pelo se sacudían y luego volvían a acomodarse. No podía estarse quieta, aunque esto parezca irónico en alguien que no camina. Era como si una corriente eléctrica la obligara a estar siempre moviendo algo, un brazo, una mano, acomodarse el pelo o tocarse la nariz. Y tenía una forma de hablar muy especial, como quien está acostumbrado a que le presten atención, como si nadie pudiera dejar de hacerlo.
Me contó que vivía con su madre y su abuela. En realidad, casi siempre estaba con la abuela, porque la madre era violinista (muy famosa, me dijo con orgullo) y viajaba mucho. Me preguntó si no nos molestaba la flauta, porque había un vecino que se quejaba del ruido. Yo le dije que para nada. “Qué bien”, contestó María, “porque lo que yo hago no es ruido, sino música”. Pero lo dijo con un guiño. A los diez minutos, ya habíamos entrado en confianza. Me contó que cuando volvía a su casa, antes de subirse al ascensor, hacía siempre una “inspección olfativa”.
—¿Qué es eso? –pregunté, intrigada.
—¿No has notado que el portero tiene un olor a transpiración que es una poderosa arma letal?
—Sí, claro, es imposible no darse cuenta.
—Bueno, por eso, antes de subir al ascensor, tengo que inspeccionar y enseguida me doy cuenta si él estuvo por allí. En ese caso, no tengo más remedio que esperar el otro, porque si no, corro el riesgo de desmayarme antes de llegar.
—¡Uy, qué delicada! –contesté yo, pero ya me reía con ganas, porque sus gestos al contar esto eran muy cómicos.
Arrugaba la cara y se apretaba la nariz con el pulgar y el índice. Yo no podía parar las carcajadas. Para peor, justo en ese momento pasó el portero con los tachos de la basura. Nos miró con cara de extrañeza, y nosotras volvimos a reír, hasta que se nos cayeron lágrimas.
Quedamos en vernos al día siguiente. Cuando entré en casa con la bolsa del supermercado, mi madre ya estaba preocupada por lo que había demorado. Como me vio llegar tan contenta, se aguantó las preguntas y no me dijo nada. Esa noche, en el chat, le conté a Ana que quizás podría llegar a tener una amiga nueva. Me pareció que no se alegraba mucho, porque enseguida cambió de tema y empezó a contarme que le había ido sensacional en el examen de Matemáticas.
Yo no le dije nada más. Mucho menos que era inválida. La primera vez que vi el ascensor del edificio donde vivíamos, me llamó la atención que tuviera dos manijas para abrirlo, una a la altura normal y otra debajo, a unos cincuenta centímetros del piso. Esa noche me di cuenta de que seguramente la habían instalado para que María pudiera abrir y cerrar la puerta sin problema. Antes de dormirme, intenté pensar en cómo sería su vida, me pregunté por qué se había quedado así, o si era de nacimiento. También me di cuenta de que ella tenía una de las sonrisas más enigmáticas que yo había conocido.
Es muy callada. En los recreos casi no habla con nadie y a veces se va a la biblioteca a leer. Yo la he visto, pero no me he atrevido a acercarme. Soy más bajo que ella y seguro que le parezco un capullo. Y sin embargo, me gustaría tanto acompañarla a la salida, viajar juntos en Metro, decirle algo ingenioso. Que me mire y me sonría. Solamente a mí.
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