Avaritia. José Manuel Aspas

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Avaritia - José Manuel Aspas

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rutas para senderistas. Al menos dos salen del pueblo y pasan cerca, calculo que a un par de kilómetros.

      —Él contaba con esos días de lluvia, no fue casual. Vendría con anterioridad, haría el recorrido a pie o en bicicleta, como un senderista cualquiera mientras inspeccionaba el terreno. Dejó el coche en el pueblo, en un lugar que no llamase la atención, probablemente cerca de un hotel. Caminó por el sendero hasta introducirse en el bosque. Seguramente habrá pasado varios días en él, comprobando las rutinas de los dos matrimonios. Escogió esos días de lluvia porque por la noche a nadie le apetece salir, y seguro que los perros no duermen fuera.

      Los empleados al fondo, asintieron, confirmando su hipótesis.

      —Si los dejas fuera, al día siguiente están perdidos y lo marranean todo —confirmó el empleado.

      —Lo supongo, y nuestro ladrón también. La alarma es de última generación y, no obstante, pudo desconectarla sin problemas. Puso láminas con la esperanza de que el servicio no se percatase; cuanto más tiempo se tarda en descubrir el robo, menos gente recuerda cosas. Es un profesional, como le he dicho antes. Si su gente peina el bosque, entre la tapia y el camino, es posible que descubran dónde montó la tienda. Pero no encontrarán nada relevante que sirva para su identificación. Saltó el vallado, ha dejado un par de huellas. Da igual, se habrá desecho del calzado utilizado y será un par de números más grande del que en realidad necesita. Es un tipo minucioso y cuida los detalles. Pregunte a los vecinos a ver si recuerdan algo fuera de lo normal, y esa lista. Es lo único que tenemos y, lo más importante, en ella estará la persona que realmente nos interesa.

      —Me ocuparé personalmente de ello. ¿Se queda a comer?

      —No puedo, lo siento. Pero recuerde que me ha invitado, no dudo que será un buen anfitrión.

      —Si se decide, le prometo que no quedará desilusionado. —Y ambos se estrecharon la mano. En los ojos del oficial se detectaba un destello de admiración que no existía en los primeros momentos.

      Y con los zapatos embarrados, se despidió con un buen día y se dirigió a su vehículo. No necesitaba ver más. Unos días después recibió la lista detallada de personas, huéspedes de los propietarios que les visitaron, invitados y acompañantes de estos que recordaba el dueño, y sus fechas aproximadas de visita. Un informe bastante preciso. También el testimonio de dos hombres del pueblo que recordaban haber visto salir un vehículo de madrugada y a alguien desde dentro que les saludaba, pero sin recordar ningún otro detalle.

      * * *

      —¿Cómo te encuentras?

      —Hasta los cojones —contestó el joven mientras terminaba de cepillar al caballo.

      —La verdad, no sé lo que tiene el jefe contra ti. Es un gilipollas malcriado, un imbécil que no ha pegado palo al agua nunca y un soberbio, pero contigo se pasa tres pueblos.

      Tomás trabajaba en las cuadras desde hacía años, por no decir toda su vida. Además de empleado de confianza, también se consideraba amigo de Cristóbal Ursola. En multitud de ocasiones habían cabalgado juntos, los caballos eran una de las pasiones de su difunto jefe. Juntos gestionaban el tema de las cuadras y Tomás contaba con plena autonomía en ellas. Por supuesto, siempre le informaba y la decisión era de don Cristóbal, pero jamás rechazó sus propuestas; confiaba plenamente en su criterio. Cuando determinaban vender algún animal, juntos tomaban la decisión de cuál era el más adecuado.

      Su inesperado fallecimiento modificó el rumbo de sus vidas y el trato que recibían los pocos empleados que trabajaban para la propiedad. Una caída por las escaleras, un maldito accidente, y el día pasó a ser noche para todos. Don Cristóbal nunca se casó y siempre vivió solo. Eran como una gran familia y así los trataba. Antes eran más, ahora solo cinco. Lourdes, la cocinera, y su marido, Pedro. Fernanda hacía las veces de criada, a pesar de sus sesenta y dos años, y ellos dos. Juan no solo estaba a cargo de las caballerizas, también ayudaba a un jardinero autónomo cuando venía y Pedro estaba ocupado, aunque Tomás intentaba que pasase el día en las cuadras. Sabía que un día se enzarzaría con el nuevo jefe y no podían permitirlo, se jugaban mucho. Juan y su hermana Lucía eran gemelos. Nacieron aquí, en la casa, producto de un desliz de una sirvienta con un señor de Valencia, como se certificaba en una carta encontrada en su mesita. Murió en el parto, por la carta no se deducía quién era el padre. Ella viajaba a Valencia un día a la semana a ver a su madre, que vivía en El Cabañal, y según la carta, fue en esas visitas cuando le conoció y trató íntimamente. Su madre murió un mes antes del parto, prácticamente se fueron juntas. No tenía más familia, nada se pudo descubrir de la identidad del padre de los niños y, al final, el señor Ursola los reunió a todos y les dijo que si querían hacerse cargo de los niños, él se ocuparía de solucionarlo. Y así de sencillo, dos pequeñajos entraron en la vida de unas personas que, por un motivo u otro, no tenían hijos. Fue el día más feliz para todos, a pesar de la desgracia de la madre. En ese momento eran ocho empleados y todos, sin excepción, los criaron.

      En este momento la chica estudiaba veterinaria en Zaragoza. De sus gastos se hacía cargo don Cristóbal. Pero eso fue otra cosa que cambió con su fallecimiento: los nuevos dueños o, mejor dicho, los dos hermanos, a pesar de la negativa de la hermana, decidieron dejar de costearlos. Desde ese momento, como el hermano no podía por sí mismo hacerse cargo, Tomás, el matrimonio y Fernanda ingresaban la cantidad que ella necesitaba. Era algo que Lucía desconocía, sabían cómo era y sospechaban que si se enteraba de que todos aportaban parte de su sueldo para ella, sería capaz de dejarlo todo y regresar para ponerse a trabajar.

      —Debes tener paciencia.

      —No tengo otro remedio —contestó resignado el joven.

      —Cuando dividan la herencia y la repartan, Laura me ha confesado que se quedará con la casa y los establos.

      —Dios te oiga. No sabes lo que me alegraría porque a este paso, el cabrón este me joderá.

      —No le hagas caso.

      —La otra mañana estaba recogiendo lo que habíamos podado el jardinero y yo el día anterior, y me trató de perro por no recogerlo la misma noche.

      —Lo sé. Me lo ha dicho Lourdes —refiriéndose a la cocinera.

      —Pues no te tengo que decir más. ¿Tú crees que si Laura heredase esta propiedad, podría mantenerla? Al fin y al cabo, ella tiene un sueldo, será un buen sueldo, pero esto tiene muchos gastos.

      —Hemos hablado un poco del tema, sabes que conmigo tiene mucha confianza. Insiste en que no me preocupe. Tendríamos que apretarnos un poco el cinturón, pero si gestionamos la cuadra comercialmente y no como hobby, podríamos rentabilizar los dos sementales, tienen buena fama y alguna vez le han propuesto buenas montas. También se pagarían muy bien los potrillos que criáramos aquí.

      —Es verdad.

      —También podríamos alquilar las cuadras para gente que no tiene sitio pero quiere tener un caballo. La cuadra y el mantenimiento del animal ayudarían. No te preocupes, de una forma u otra saldremos adelante. Lo importante es que ella se quede la propiedad.

      —Y sus hermanos salen ganando. La fábrica y las funerarias son un buen negocio.

      —Sobre todo las funerarias. El problema es cómo las gestionarán estos dos mendrugos —aseguró Tomás—. Llevan un ritmo de vida para el que se necesita mucho dinero. ¿Has visto el nuevo coche de Ignacio?

      —Debe valer un dineral.

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