Avaritia. José Manuel Aspas
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Stefano era meticuloso, paciente, imprescindibles aptitudes para su profesión. Fue descartando directamente unos, separando otros para un segundo análisis y dejando a un lado otros. Se olvidó de comer y a las siete entró un inspector recordándoselo. Se acercó a una cafetería cercana, comió un bocadillo y regresó. A las doce de la noche tenía claro que sus sospechas eran fundadas. Había cotejado la información de la Guardia Civil y la Policía Nacional y existía un patrón común en siete robos, tres más de los que en principio sospechaba, no tenía dudas de que habían sido cometidos por la misma persona. Cerró la carpeta, guardó sus apuntes y se fue a dormir.
A las ocho de la mañana regresó, fresco como una rosa. Desayunó con un par de inspectores e inmediatamente se encerró en la sala que le habían habilitado. Ahora buscaba el perfil de un delincuente concreto. Se remontó a fichas policiales de 1985, treinta años de antigüedad, calculando que la persona que buscaba tendría entre treinta y cinco y cincuenta y cinco años. Delincuentes pertenecientes a bandas criminales dedicadas a robos que, con el tiempo, se especializasen y fuesen adquiriendo el perfil de lobo solitario. En otros tiempos, estas bandas contaban con profesionales en otras áreas que aprovechaban para delinquir: cerrajeros capaces de abrirte no solo cualquier cerradura, también las cajas de seguridad; especialistas que provenían de la construcción para butronear edificios y perforar acero; informáticos para silenciar alarmas, y todo tipo de especialistas. En el silencio de la noche, en fines de semana o lugares donde se celebraban varios días de fiesta, esta gente cometía sus robos sin que nadie se enterase hasta la hora de apertura. Ahora, con un arma y violencia se tiene suficiente, no importa si alguien muere.
Stefano estaba convencido de que la persona a la que buscaba procedía de ese mundo. Por lo tanto, pasaba con toda seguridad de los cuarenta. Era español y no sabía idiomas, por ese motivo todos sus golpes eran en España. Trabajaba por encargo, evitaba las filtraciones y los soplones que existen entre los intermediarios y los receptores de la mercancía robada. Probablemente él no tratase nunca con el cliente, pero por fuerza alguien debía conocerle y ser su intermediario. En ese caso, entre su intermediario y él, además de mutua confianza, se establecerían lazos de lealtad. Se movían en un círculo cerrado, con pocas personas que conozcan su verdadero trabajo; por ello han podido pasar tan desapercibidos a las fuerzas de seguridad. Viviría cómodamente, sin ningún tipo de penuria, probablemente casado y con hijos, manteniendo las apariencias, desarrollando algún trabajo que le permita cierta libertad, comercial o autónomo. Es inteligente, disciplinado y no peca de ambicioso, sabe que es fundamental para su supervivencia no llamar la atención. Su vehículo será de gama media y deja un tiempo entre golpe y golpe.
Stefano Rusconi odiaba las armas; de hecho, nunca portaba. Tal vez ese fuese uno de los motivos por los que, en su interior, sentía cierta admiración por sus ladrones, como solía llamar al tipo de delincuente que normalmente buscaba, en contra de los agresivos, que utilizaban la violencia en sus asaltos y a los que él despreciaba. Fueron apareciendo nombres de delincuentes asociados a este tipo de bandas. Se centró en alguno que hubiese destacado por su profesionalidad y especialización pero llevase tiempo fuera de juego. Por un motivo u otro, la mayoría se descartaban; los más preparados, los que se ajustaban a su exigente perfil, tenían en este momento la edad que él suponía. El problema es que la mayoría estaban muertos o entre rejas. Dudaba que se tratase de alguien con menos de cuarenta años, pero un joven con menos de esa edad aparecía en la lista. El resto, hasta diez, la superaban y uno de ellos rozaba los sesenta.
Había terminado, miró el reloj y hoy también se le pasó la hora de la comida. Eran cerca de las siete. Sacó el móvil y realizó una llamada.
—Dígame —respondió una voz autoritaria y cargada de energía.
—Comisario, soy Stefano. He terminado.
—¿Sigue en las dependencias?
—Sí, señor.
—Pues pase por mi despacho y hablamos.
—De acuerdo. ¿En qué planta se encuentra su despacho?
—Sal al pasillo y al fondo tienes los ascensores. Sube a la quinta y te encontrarás frente a mi despacho.
Cuando llegó junto al comisario jefe, se encontraban dos hombres más. Se los presentó como un inspector jefe de la UDYCO y otro de la Brigada de Información.
—Primero, agradecerles su atención y colaboración. Como ya saben, mi trabajo en este momento es fundamentar la sospecha de que existe un ladrón especializado en el robo de joyas y obras de arte por encargo del cual, no conocemos su existencia. Mi compañía aseguraba lo sustraído en cuatro casos, por ese motivo mi intervención. Estoy convencido de que esos cuatro robos han sido cometidos por la misma persona. Después de un examen minucioso, contando con los pocos datos que se han podido extraer sobre estos casos, he sintetizado un modus operandi en este ladrón. En base a mis conclusiones, he investigado robos analizando las mismas analogías en otros países. Y creo que este individuo no ha trabajado fuera de España, probablemente por el idioma y por seguridad; arriesga lo justo.
—¿Qué cuatro robos? —preguntó el inspector jefe de la UDYCO.
Dejó sobre la mesa cuatro expedientes.
—Tras consultar sus bases de datos, estoy seguro de que también es responsable de otros tres. —Y puso en la mesa, junto a los primeros, otras tres carpetas.
—Alguno de estos robos se han achacado a bandas internacionales —manifestó el inspector, que consultaba alguno de los expedientes.
—En la mayoría se han abierto diferentes hipótesis, diferentes líneas de investigación, pero en ninguno de ellos se ha descubierto ningún dato concluyente. Todos siguen abiertos a la espera de algún hecho que los reabra y clarifique.
Les explicó desde cuándo sospechaba que era la misma persona, los datos que introducía en la base de datos para localizar un perfil, y hablaron durante media hora.
—Es extraño que no sepamos nada sobre un individuo así —decía el inspector de la Brigada de Información—, que esté funcionando en el mercado tanto tiempo y no sospechemos de su existencia, que todos estos robos se atribuyan a bandas o grupos sin que ningún informador nos indique que estamos mirando en el lugar equivocado. ¿Me comprende?
—Perfectamente. Ahí es donde demuestra que nos enfrentamos a un verdadero profesional. Ha mantenido con inteligencia su anonimato, no solo a ustedes, también entre los suyos, y eso es muy difícil. Con lo primero que cuenta es que no busca trabajos, no ha de moverse por el mercado, como ha denominado usted a este mundo. Creo que el trabajo le busca a él, y solo un grupo muy reducido y selecto conoce de su existencia, deduzco que uno o dos intermediarios. No necesita contactar con receptores de mercancía robada porque él trabaja por encargo: roba algo concreto para una persona que lo quiere y está dispuesta a pagar por ello. A nadie le interesa la publicidad y todos guardan silencio. Nuestro ladrón no tiene que estar en contacto con esa parte del entramado y la mercancía que roba no pulula de mano en mano buscando comprador. Y el tercer punto con el que juega para conservar su anonimato es no ser codicioso; deja entre golpe y golpe un espacio de tiempo prudencial. Otra forma de minimizar riesgos. Y ante todo, y sobre todo, es minucioso y meticuloso. No me extrañaría que tuviese familia y ahora mismo jugase en el parque con algún crio, como un padre normal y aburrido.
—¿Qué más ha descubierto? —preguntó el comisario.
—En