Los visigodos. Hijos de un dios furioso. José Soto Chica
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La doctora Esther Sánchez Medina, cuyo buen hacer como historiadora solo palidece ante la generosidad y grandeza de su corazón, tuvo a bien regalarme un maravilloso prólogo. Esther, tu amistad es un lujo y el poder disfrutar de ella y de tu saber, una suerte sin medida.
Siempre digo que mi sobrino, el doctor Jorge Juan Soto, pone la mirada que a mí me falta. Sus ojos rastrean para mí lugares de batalla o rutas de migración, escudriñan marfiles romanos, examinan mosaicos… y, además, su magia informática me permite siempre avanzar pese a mi inveterada costumbre de hacer que los ordenadores se bloqueen. Gracias por estar siempre ahí y por compartir conmigo tu saber y tu gusto por la historia.
Ana María Berenjeno y Eduardo Kavanagh, arqueólogos y amigos, transitaron conmigo y con mi hijo Ciro Alejandro, las montañas Transductinas en busca del escenario auténtico en donde se libró la gran batalla en la que el reino visigodo se hundió y la historia de nuestro país giró. Su saber me ha permitido rectificar errores, ver la batalla de una nueva forma más acorde con las fuentes y, sobre todo, disfrutar como un enano en un proyecto de investigación conjunto que seguro que dará frutos jugosos y sorprendentes.
Ana, además, con sus excavaciones en la Isla Verde, poco a poco, va rescatando la memoria de la olvidada Mesopotaminoi y su sonrisa y amistad siempre han sido un faro luminoso para mí en estos ya veintitrés años de amistad.
Eduardo, que además de arqueólogo es el editor de Desperta Ferro Antigua y Medieval, también me ayudó con una mejor y más precisa ubicación de la decisiva batalla de Vouillé y sus apreciaciones son siempre motivo de fructífera reflexión.
He de agradecer también al bombero forestal José Turrillo Blanco que nos guiara por las fragosas lomas de los antiguos montes Transductinos y que haya puesto a mi disposición su amplio conocimiento de la zona y de sus tradiciones e historia oral, tan útiles, por ejemplo, para estipular asuntos tales como hasta dónde llegaban las marismas del Almodóvar o la de La Janda en un año lluvioso o hasta dónde alcanzaban en el estío más riguroso.
El doctor y comandante médico militar, Francisco Aguado Blázquez, cuyo hercúleo conocimiento de la historia de Bizancio y Asturias y de la historia de la Medicina tiene algo de heroico, siempre ha estado atento a mis preguntas y siempre las ha contestado todas arrojando luz y buen sentido sobre todas ellas, amén de facilitarme textos y trabajos y su amistad generosa y firme.
La esposa de Paco, Ana Cadena, tuvo también la amabilidad de facilitarme textos de su amplísima y fascinante biblioteca y siempre es un regalo contar con su ayuda.
El profesor y doctor Luis Gonzaga Roger Castillo, el último hombre renacentista, tuvo la amabilidad de ayudarme en la traducción e interpretación de no pocos oscuros textos latinos de los siglos V al VIII y compartió conmigo su enciclopédica maestría en filosofía, hermetismo, religiones comparadas, y media docena más de disciplinas y saberes.
Mis compañeras del Centro de Estudios bizantinos, Neogriegos y Chipriotas, las doctoras Maila García Amorós y Panagiota Papadopoulou, me auxiliaron con la traducción de textos griegos y el doctor Carlos Martínez, también compañero del centro, me facilitó varios trabajos y fuentes. El doctorando Daniel Hernández hizo otro tanto y me ayudó a comprender bajo una nueva óptica las enigmáticas conexiones entre Bizancio y el norte de Hispania a inicios del siglo VII.
Miguel Jerónimo Navarro, doctorando, discípulo y amigo, me ha ayudado a consultar obras antiguas y medievales, analizar piezas de arte visigodo, etc. Su ayuda ha sido todo un alivio y sus ideas y opiniones sobre la influencia del modelo palatino bizantino entre los visigodos me han resultado muy esclarecedoras.
Pero, sin duda, mi centro de investigación, el Centro de Estudios Bizantinos, Neogriegos y Chipriotas de Granada, gira en torno a dos grandes personas y maestros: la doctora y profesora titular Encarnación Motos Guirao, mi maestra y amiga, siempre dispuesta a ayudarme y a ofrecerme su consejo y el catedrático Moschos Morfakidis Filactós, tan sabio como generoso. Gracias por tantos años de enseñanzas y amistad.
La doctora Gracia López volvió a ofrecerme la aclaración de algunos términos árabes y su ayuda con los textos en dicha lengua. Gracias.
El arqueólogo Jaime Vizcaíno, el maestro de la arqueología bizantina en España, me ofreció su saber y unas estupendas imágenes sobre uno de sus descubrimientos en la antigua Cartago Spartaria y de la famosa inscripción de Comenciolo y por si fuera poco, su amistad y el recuerdo de un inolvidable momento sentados en las gradas del teatro de Cartagena como dos buenos ciudadanos romanos.
Juan José Sánchez Guerrero, jefe del centro de coordinación y gestión de la biblioteca universitaria de Granada, siempre ha velado porque pudiera acceder a todos los libros, artículos y documentos que necesité y siempre me ha ofrecido su amistad generosa. Gracias, Juanjo.
Mis hijos, Ciro Alejandro y Darío Ulises, ejercitaron de nuevo una bíblica paciencia con su padre y me auxiliaron miríadas de veces consultando concilios y crónicas que el travieso escáner se empeñaba en oscurecer y que me obligaban una y otra vez a volver al viejo papel por mor de una palabra que la informática no había logrado rescatar del todo. Ellos también han sido mis ojos y siempre son el centro de mi corazón.
Mi hermana Esperanza, un ángel de la guarda, mi hermana Mari y mi cuñado Antonio Fernández, otro par de ángeles guardianes, siempre están cuidándonos y haciendo más fácil nuestra vida. Muchas gracias.
En fin, soy un hombre con suerte y eso quiere decir: amigos, muchos y buenos. Vosotros sabéis lo importantes que sois para mí. Gracias de corazón.
Prólogo
Escribía el escritor argentino Julio Cortázar en «Destino de las explicaciones», relato brevísimo contenido en Un tal Lucas (1979), que:
En algún lugar debe haber un basural donde están amontonadas las explicaciones. Una sola cosa inquieta en este justo panorama: lo que pueda ocurrir el día en que alguien consiga explicar también el basural.
Puede que esta no sea la más hermosa de las citas para iniciar el prólogo de un libro. Estoy de acuerdo con usted. Cierto. Sin embargo, es probable que sea una buena reflexión de partida para esta obra que tiene ahora entre sus manos y que se dispone a leer tan pronto como este preludio llegue a su fin.
La Historia, y las pequeñas historias –con minúscula– que la componen, se nos presenta por múltiples vías, pero no de una forma sencilla y lineal, sino a través de la superposición de cientos de relatos, y también a través de la cultura material, tan cotidiana a veces como pueda serlo una moneda o los restos de una iglesia, un palacio o una simple granja. Esta compleja y necesaria superposición no siempre nos permite vislumbrar con claridad el pasado, en especial si este es tan lejano como aquel de los días de Alarico, de Leovigildo, o del malogrado Wamba. Necesitaremos, por tanto, un guía, alguien que dé algo de luz al legado de aquellos siglos, de modo que este se vuelva aprehensible, cercano. Ese será el papel de nuestro autor, José Soto Chica. Él, que tanto sabe de ver en la oscuridad, será nuestro lazarillo, pues los siglos centrales de estas historias sobre los visigodos transcurren en una supuesta oscuridad que, sin embargo, resultará fascinante bajo una tea adecuadamente orientada ante nuestros ojos.
La Antigüedad tardía, periodo en el que se desarrolla