Los visigodos. Hijos de un dios furioso. José Soto Chica
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En realidad, fue la propia Roma la que concedió carta de naturaleza a unos godos que, a partir del foedus del 332, comenzarán a instituirse como intermediarios entre las distintas gentes, a uno y otro lado del limes, y Roma. Estas gentes formaban parte de una realidad étnica muy compleja que la actual historiografía –desdeñados ya los principios esencialistas que acompañaron la ciencia histórica en épocas pasadas– nos muestra cada vez con más claridad como híbrida, fruto de un intenso mestizaje tanto interno como externo, el cual facilitó sin duda el desarrollo de los mecanismos de integración necesarios para que el barbaricum, los bárbaros, acabaran convertidos en portadores de la romanidad más allá de la tan pregonada «caída» de Roma del año 476.
Constantino Cavafis en su famoso poema «Esperando a los bárbaros» afirmaba que estos, los bárbaros, eran al fin y al cabo una solución. Pero solución o no, los bárbaros, en especial los godos, son la clave interpretativa para comprender los cambios de equilibrio entre la parte oriental y occidental del Imperio, así como su distinta suerte durante el siglo V. Los godos forman, por tanto, parte de esas amontonadas explicaciones que mencionaba Cortázar en su cuento, pues la ambivalente relación de Roma con las externae gentes, convertidas con el paso de los siglos en intralimitáneas, es el eje central de los siglos finales de la Antigüedad.
Esta relación estuvo siempre animada por el mutuo interés y generó desde sus orígenes controvertidas emociones en ambos lados. Así, el historiador hispano Orosio, ante la debacle sufrida por Teodosio en la batalla del río Frígido en el 394, se atreve a afirmar que la muerte de más de 10 000 godos aliados del emperador «fue sin duda una ganancia y su derrota una victoria» (VII, 35, 19). Desde luego, los romanos no hicieron de la necesidad –de entenderse– virtud y tampoco los godos, cuya relación se movió siempre en el estrecho margen que iba del amor al odio, sin dejar por ello, de buscar la aprobación de Roma y emular sus poderes, de los que en muchos casos acabaron formando parte a través de las magistraturas militares.
Más tarde, el vacío de poder creado por una exigua administración imperial dio lugar a crecientes aspiraciones políticas en todo el Occidente, entre las cuales destacará sobremanera, la del reino visigodo. El proceso se inició en Galia con un primigenio proyecto, que se vio truncado en la batalla de Vouillé del 507, pero que, sin embargo, logró consolidarse al otro lado de los Pirineos, en las antiguas Hispaniae. La península ibérica vería así surgir un reino heredero del poder de Roma, del que solo de un modo tardío trataría de desligarse, a raíz del intento de Constantinopla de retomar de manera efectiva el control de los territorios –renovatio imperii– que en otro tiempo habían formado parte de la nómina provincial. En este contexto absolutamente interconectado de los siglos VI y VII vivirá el reino visigodo de Toledo sus mejores momentos. Por una parte, emulando a la vieja Roma –e.g. fundando ciudades reales como Recópolis– y, por otra, avanzando hacia un mundo claramente medieval, en el cual la unificación religiosa bajo el credo niceno desempeñará un importantísimo papel como aglutinador identitario de la población peninsular y sus poderes eclesiásticos asumirán gran parte de las acciones rectoras de su sociedad.
Todo este proceso se verá interrumpido y transformado en una nueva realidad debido a la rápida irrupción de los arabobereberes, los cuales, con su vertiginoso avance hacia el Occidente irán quebrando uno a uno los miembros del anciano cuerpo político de legitimidad y fides que había supuesto durante siglos Roma, para terminar conquistando no solo cada una de las extremidades de este cuerpo agonizante que era el antiguo Imperio –reino visigodo incluido– sino también su tejido interconectivo, su sangre, el Mediterráneo.
Esta es, en líneas generales, la historia que encontrará el lector en las siguientes páginas, una historia en la cual su autor, José Soto Chica, Pepe, se muestra empático, cercano a los autores antiguos a los que sigue con devoción, ofreciéndonos unas páginas narradas con entusiasmo, con una prosa en ocasiones épica, pues en este libro que el lector se dispone a leer, el escritor, el novelista, vence con frecuencia al historiador, al académico, y junto a los datos y el análisis se amontonan también los detalles, las anécdotas, y también los muertos y el olor a sangre… y los gritos de desesperación de los heridos y los hambrientos.
Ahora, no tenga miedo, no se detenga. Avance. Busquemos juntos el basural y ayúdese del autor, de Pepe, para desentrañar todas las amontonadas explicaciones que necesita el mundo visigodo y no espere –como hacían los romanos de Cavafis– a los bárbaros…, ahora son ellos los que le esperan a usted.
En la vieja Complutum, más tarde
Alkal’a Nahar, a 31 de julio de 2020,
Esther Sánchez Medina
Introducción
Los godos y la primera España
Tú eres, oh, España, sagrada y madre siempre feliz de
príncipes y de pueblos, la más hermosa de todas las tierras
que se extienden desde el Occidente hasta la India. Tú, por
derecho, eres ahora la reina de todas las provincias, de quien
reciben prestadas sus luces no sólo el ocaso, sino también el
Oriente. Tú eres el honor y el ornamento del orbe y la más
ilustre porción de la tierra, en tu suelo campea alegre y florece
con exuberancia la fecundidad gloriosa del pueblo godo.
Isidoro de Sevilla, Historias, 1-101
La cita con la que comienza el capítulo es el inicio del De laude Spaniae (Alabanza de España), y fue escrita por Isidoro, obispo de Sevilla, en el año 626 –hace ya casi mil cuatrocientos años– y bajo el reinado del rey godo Suintila (621-631) en el momento en que este último había completado el