Franz Kafka: Obras completas. Franz Kafka

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Franz Kafka: Obras completas - Franz Kafka biblioteca iberica

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la puerta hasta la mesa le corresponde a ella, por lo que alcanzo a entender.

      —¡Dios mío! —exclamó Klara—, ¡qué lealtad!

      —Sí, todavía hay lealtad en este mundo —dijo el señor Green llevándose un bocado a la boca, donde su lengua, según observó casualmente Karl, recogía el manjar con elástico movimiento. El verlo casi le produjo náuseas, y se levantó. Y con un movimiento casi simultáneo el señor Pollunder y Klara cogieron sus manos.

      —Quédese usted sentado todavía —dijo Klara. Y cuando de nuevo se hubo sentado, ella le susurró—: Pronto desapareceremos juntos. Tenga usted paciencia.

      Entretanto el señor Green se entregaba tranquilamente a su comida, como si fuese el deber natural del señor Pollunder y de Klara tranquilizar a Karl si él le provocaba náuseas.

      La comida se prolongaba, sobre todo por el esmero con que el señor Green trataba cada plato, si bien se le veía dispuesto siempre y sin descanso a aceptar cada nuevo plato; parecía realmente que pretendiera resarcirse a fondo de su vieja ama de llaves. De vez en cuando elogiaba el arte con que la señorita Klara dirigía la casa, lo cual a ella le causaba un agrado evidente, mientras que Karl sentía tentaciones de repelerlo como si la atacase. Pero el señor Green no se contentaba sólo con ocuparse de ella, sino que lamentaba a menudo y sin levantar la vista de su plato la notable falta de apetito de Karl. El señor Pollunder se puso a defender el apetito de Karl, a pesar de que, en su carácter de huésped, también él hubiera tenido que alentar a Karl, instándolo a que comiera. Y en efecto, Karl, sufriendo durante toda la cena semejante opresión, se sintió tan susceptible que, contra todo lo que su propio entendimiento le decía, interpretó esa manifestación del señor Pollunder como una descortesía. Y sólo debido a ese estado peculiar comía de pronto más de la cuenta y a una velocidad inconveniente, pero abandonaba luego nuevamente tenedor y cuchillo durante un largo rato, cansado, el más inmóvil de la reunión, con lo cual el sirviente que traía los platos a menudo no sabía qué hacer.

      —Mañana mismo le contaré al señor senador cómo ha ofendido usted a la señorita Klara no queriendo comer —dijo el señor Green y se limitó a expresar la intención burlona de esas palabras por cierta manera de manejar los cubiertos—. Mire usted a esta chica, qué triste está —continuó tocando a Klara debajo del mentón. Ella le dejó hacer cerrando los ojos.

      —¡Qué graciosilla eres! —exclamó arrellanándose, y con la fuerza del saciado y la cara arrebatada, se echó a reír. En vano intentó Karl explicarse la conducta del señor Pollunder. Éste permanecía sentado con la vista fija en su plato, contemplándolo como si fuese allí donde sucedía lo que en verdad importaba. No atrajo hacia sí la silla de Karl; y si alguna vez hablaba, lo hacía con todos y a Karl no tenía nada especial que decirle. En cambio toleraba que Green, ese viejo y escaldado solterón neoyorquino, tocase con intención bien evidente a Klara, que ofendiese a Karl, invitado de Pollunder; o que, cuando menos, lo tratase como a un niño y que cobrase ánimo para emprender luego quién sabe qué hazañas.

      Después de levantarse la mesa —al percatarse Green de la disposición de ánimo general, fue el primero en incorporarse y en hacer levantar a todos junto con él, por así decirlo— se encaminó Karl, solo, apartándose, hasta una de las grandes ventanas, divididas por angostos listones blancos, que daban a la terraza y que en realidad, según pudo advertirlo al acercarse, eran verdaderas puertas. ¿Qué había quedado de aquella antipatía que el señor Pollunder y su hija habían mostrado al comienzo para con Green y que entonces le había parecido a Karl un tanto incomprensible? Ahora se quedaban allí junto a Green y asentían a todo lo que éste decía. El humo del cigarro del señor Green —un obsequio de Pollunder que ostentaba aquel grosor que solía aparecer de cuando en cuando en los cuentos de su padre, como un hecho que probablemente él mismo no había visto jamás con sus propios ojos— se propagaba por la sala y llevaba la influencia de Green también a rincones y nichos en que, personalmente, no pondría jamás el pie. Por más alejado que Karl permaneciera, sentía continuamente el cosquilleo que aquel humo le producía en la nariz; y la conducta del señor Green, al cual dirigió una sola vez una fugaz mirada desde el sitio donde estaba, le pareció infame. Ahora ya no creía nada imposible que el tío le hubiese negado tan obstinadamente el permiso para esta visita tan sólo porque conocía la debilidad de carácter del señor Pollunder y que, por lo tanto, aunque no lo previese con exactitud, consideraba, sin embargo, dentro de las cosas posibles el que Karl pudiese sufrir alguna ofensa durante la visita. Tampoco le gustaba aquella muchacha norteamericana, aunque de ninguna manera se la había imaginado mucho más bonita. Al contrario, desde que el señor Green se ocupaba de ella, hasta le sorprendía la belleza que su rostro era capaz de expresar y especialmente el brillo de sus ojos indomablemente vivaces. Jamás hasta entonces había visto una falda que como la de ella ciñese un cuerpo con tanta firmeza: pequeños pliegues que se formaban en la tela amarillenta, delicada y firme, mostraban vigorosamente la tensión. Y no obstante nada le importaba ella a Karl y de buen grado habría renunciado a que le condujera a sus habitaciones si en cambio hubiese podido abrir esa puerta sobre cuyo picaporte había puesto las manos y subir al automóvil; o bien, si ya dormía el chófer, irse caminando solo hasta Nueva York. La noche clara, con aquella luna llena que se inclinaba hacia él, quedaba abierta para todos y a Karl le pareció absurdo que afuera, a la intemperie, quizá pudiera tenerse miedo. Se imaginaba —y por primera vez se sentía realmente bien en aquella sala— cómo, por la mañana —antes seguramente no sería probable que llegase a su casa a pie—, sorprendería al tío. Por cierto, nunca hasta entonces había estado en el dormitorio de su tío, ni siquiera sabía dónde estaba, mas ya lo averiguaría. Y entonces llamaría a la puerta, y al oír un convencional «¡pase!», entraría corriendo y sorprendería al querido tío —a quien hasta la fecha sólo conocía vestido y abotonado totalmente— en camisa de dormir incorporado en la cama, dirigiendo hacia la puerta los ojos asombrados. Quizás esto aun no fuese mucho por sí solo, pero había que imaginar qué consecuencias tendría. Quizá se desayunaría junto con su tío por primera vez, el tío en la cama, él sentado en una silla, el desayuno sobre una mesita entre los dos, y quizás ese desayuno en común se convirtiera en costumbre permanente. Quizá por causa de ese desayuno —cosa que apenas podía evitarse— se reunirían ellos más a menudo que una sola vez por día como hasta ahora, y entonces, naturalmente, podrían hablarse con mayor franqueza también. Porque en el fondo sólo se debía a la ausencia de semejante cambio de opiniones, que se inspira en la franqueza mutua, el que ese día se hubiese mostrado un tanto desobediente o, más bien, testarudo con el tío. Y aunque esa noche tuviese que pasarla allí —lamentablemente todo parecía indicarlo, a pesar de que le dejaban estar allí, junto a la ventana, divirtiéndose por su cuenta—, tal vez esta desdichada visita podría convertirse en el punto crítico a partir del cual mejoraría todo lo concerniente a sus relaciones con su tío; quizás éste, ahora en su dormitorio, abrigaba pensamientos parecidos esta noche.

      Algo consolado, se volvió. Delante de él estaba Klara, que dijo:

      —¿Pues no le gusta a usted nada estar aquí entre nosotros? ¿No quiere usted sentirse como en su casa? Venga, haré un último esfuerzo.

      Lo condujo, atravesando la sala, a la puerta. Junto a una mesa lateral estaban sentados los dos señores, ante bebidas ligeramente espumeantes que llenaban unos vasos altos; bebidas desconocidas para Karl y que le hubiera gustado probar. El señor Green apoyaba uno de sus codos sobre la mesa, toda su cara se arrimaba lo más posible al señor Pollunder; si uno no hubiese conocido al señor Pollunder, muy bien hubiera podido suponer que allí se estaba negociando algo criminal Y no comercial. Mientras que el señor Pollunder acompañó a Karl con una mirada amable hasta la puerta, Green a pesar de que cualquiera, aunque sea involuntariamente, suele seguir la dirección de las miradas de su interlocutor, no hizo el menor gesto como para volverse hacia Karl, a cuyos ojos esa conducta parecía expresar una especie de convicción de Green de que cada uno de ellos, Karl y Green, por sí mismo, debía intentar bastarse allí con sus propias facultades Y que el necesario enlace social entre ellos ya se establecería

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