Franz Kafka: Obras completas. Franz Kafka

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Franz Kafka: Obras completas - Franz Kafka biblioteca iberica

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el sirviente acercando el farol a la cara de Karl e iluminando así al mismo tiempo la suya propia. Su rostro apareció un poco rígido por estar encuadrado en una barba cerrada, grande y blanca, que le llegaba en sedosos rizos hasta el pecho.

      «Leal sirviente ha de ser éste ya que se le permite gastar semejante barba», pensó Karl contemplándola fijamente en toda su extensión y sin sentirse molesto por el hecho de que él mismo fuese observado. Por lo demás respondió en seguida que él era huésped del señor Pollunder, que deseaba ir de su cuarto al comedor y que no podía encontrarlo.

      —¡Ah, sí! —dijo el sirviente—, todavía no hemos instalado la luz eléctrica.

      —Lo sé —dijo Karl.

      —¿No quiere usted encender su vela en mi farol? —preguntó el sirviente.

      —Por cierto —dijo Karl haciéndolo.

      —Hay tantas corrientes de aire aquí en los pasillos —dijo el sirviente—; la vela se apaga fácilmente, por eso llevo yo un farol.

      —Sí, un farol resulta mucho más práctico —dijo Karl.

      —Claro, ya está usted completamente salpicado por el sebo de la vela —dijo el sirviente recorriendo con la luz de la bujía el traje de Karl.

      —¡Pues no lo había notado! —exclamó Karl, y lo lamentó mucho, ya que se trataba de un traje negro del que su tío había dicho que le quedaba mejor que ninguno. Tampoco —acordóse entonces— le habría aprovechado al traje aquella riña con Klara.

      El sirviente fue bastante amable y se puso a limpiar el traje en cuanto esto era posible, es decir, a la ligera; Karl giraba delante de él, una y otra y otra vez, mostrándole, aquí o allá, alguna mancha más que el sirviente quitaba obedientemente.

      —¿Por qué, en realidad, hay aquí tantas corrientes de aire? —preguntó Karl una vez que siguieron andando.

      —Porque todavía queda aquí mucho por edificar —dijo el sirviente—; por cierto se ha comenzado ya con los trabajos de reconstrucción, pero esto marcha muy lentamente. Ahora para colmo están en huelga los obreros de la construcción, como usted tal vez sepa. Muchos disgustos causa una obra semejante. Ahora se han abierto por ahí algunas brechas grandes que nadie cierra y la corriente de aire atraviesa toda la casa. Si yo no tuviera los oídos tapados con algodón, no podría subsistir.

      —¿Entonces, seguramente, debo hablar más alto? —preguntó Karl.

      —No, tiene usted voz clara —dijo el sirviente—. Pero volviendo a esta obra de construcción: especialmente aquí, en las proximidades de la capilla, que más tarde deberá ser separada sin falta del resto de la casa, la corriente de aire es insoportable.

      —La balaustrada por la que se llega a este pasillo da, por lo tanto, a una capilla.

      —Sí.

      —Ya me lo imaginaba yo —dijo Karl.

      —Es una verdadera singularidad —dijo el sirviente—; si no hubiese sido por ella, el señor Mack seguramente no habría comprado la casa.

      —¿El señor Mack? —preguntó Karl—. Yo creía que la casa pertenecía al señor Pollunder.

      —Ciertamente —dijo el sirviente—, pero el señor Mack ha dicho la palabra decisiva en esta compra. ¿No conoce usted al señor Mack?

      —¡Oh, sí! —dijo Karl—, ¿pero en qué relación está él con el señor Pollunder?

      —Es el novio de la señorita —dijo el sirviente.

      —Esto por cierto no lo sabía —dijo Karl, y se detuvo.

      —¿Y le asombra tanto? —preguntó el sirviente.

      —No; sólo quiero enterarme. Si ignora uno tales relaciones, puede cometer las mayores faltas —respondió Karl.

      —Pues me extraña que no le hayan dicho a usted nada de esto —dijo el sirviente.

      —Sí, realmente —dijo Karl; avergonzado.

      —Habrán creído sin duda que usted ya lo sabía —dijo el sirviente—, puesto que no es ninguna novedad. Por lo demás, ya hemos llegado. —Diciendo esto abrió una puerta tras la cual apareció una escalera que conducía verticalmente hacia la puerta trasera del comedor, tan espléndidamente iluminado como en el momento de su llegada.

      Antes de que Karl entrara en el comedor, desde el cual se oían las voces de los señores Pollunder y Green exactamente como hacía ya dos horas, dijo el sirviente:

      —Si quiere usted, le esperaré aquí y le llevaré luego hasta su habitación. De todas maneras no es nada fácil orientarse en esta casa en la primera noche.

      —No he de volver a mi cuarto —dijo Karl; sin saber por qué se ponía triste al dar esta información.

      —Bueno, no será tan grave —dijo el sirviente sonriendo con leve superioridad y dándole palmadas en el brazo. Seguramente se explicaba él las palabras de Karl creyendo que éste abrigaba la intención de quedarse durante la noche entera en el comedor, conversando con los señores y bebiendo con ellos. Karl no quería hacer confidencias en aquel momento; además pensó que ese sirviente, que le gustaba más que los otros de la casa, podría indicarle luego el camino y el rumbo que debía tomar para Nueva York, y por eso dijo:

      —Si quiere usted esperar aquí, será naturalmente muy amable por su parte y lo acepto con gratitud. De todas maneras volveré a salir dentro de breves momentos y luego le diré lo que pienso hacer. Creo que realmente aún me hará falta su ayuda.

      —Bien —dijo el sirviente, colocó el farol en el suelo y se sentó sobre un pedestal bajo que nada tenía encima, cosa que probablemente se relacionaba también con la reconstrucción de la casa—. Entonces esperaré aquí. La vela puede usted dejármela, si le parece —agregó todavía el sirviente al ver que Karl se disponía a entrar en la sala con la vela encendida.

      —Qué distraído soy —dijo Karl alcanzándole la vela al sirviente; éste no hizo más que asentir con un movimiento de cabeza, sin que se supiera a las claras si lo hacía intencionadamente o si sólo causaba ese efecto porque estaba acariciándose la barba con la mano.

      Karl abrió la puerta, que chirrió fuertemente, mas no por su culpa, pues estaba formada de una sola pieza de vidrio que casi se doblaba si alguien abría la puerta con rapidez sosteniéndola sólo por el picaporte. Karl soltó la puerta asustado, pues él había querido entrar, precisamente, en medio del mayor silencio. Ya no quería volverse atrás y aún tuvo tiempo de advertir cómo tras él, el sirviente, que por lo visto había descendido de su pedestal, cerraba la puerta cautelosamente y sin el menor ruido.

      —Perdonen ustedes que les moleste —dijo dirigiéndose a los dos señores, quienes lo miraron con sus rostros grandes, asombrados. Mas al mismo tiempo abarcó la sala al vuelo de una mirada, para ver si podía encontrar pronto, en alguna parte, su sombrero. Pero éste no estaba visible en parte alguna, la mesa del comedor se veía totalmente desocupada; quién sabe si el sombrero no había sido llevado de alguna manera —cosa bien desagradable— a la cocina.

      —¿Pero dónde ha dejado usted a Klara? —preguntó el señor Pollunder, a quien por

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