Franz Kafka: Obras completas. Franz Kafka

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Franz Kafka: Obras completas - Franz Kafka biblioteca iberica

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suelta echada sobre las piernas. El baldaquino de seda azul tenía algo de primoroso, algo de muchacha, y era el único lujo de esa cama, por lo demás sencilla, angulosa, hecha de madera pesada. En la mesita de noche ardía sólo una vela, pero la ropa de la cama y la camisa de Mack eran tan blancas que reflejaban la luz de la vela que caía sobre ellas con un resplandor casi fulgurante; también el baldaquino resplandecía, por lo menos en los bordes, con su seda ligeramente ondulada y no muy firmemente tendida. Pero detrás de Mack, sin transición alguna, hundíase la cama y todo lo demás en una oscuridad completa. Klara se apoyó en un barrote de la cama y ya sólo tuvo ojos para Mack.

      —Salud —dijo Mack tendiéndole la mano a Karl. Toca usted bastante bien; hasta ahora yo sólo conocía su habilidad en la equitación.

      —Hago una cosa tan mal como la otra —dijo Karl—. Si hubiera sabido que estaba escuchando usted, seguramente no habría tocado. Pero su señorita... —Se interrumpió, vaciló en decir «novia», puesto que Mack y Klara evidentemente ya dormían juntos.

      —Ya lo presentía yo —dijo Mack—, por eso Klara tuvo que atraerle a usted desde Nueva York hasta aquí, pues de otro modo su música jamás hubiera llegado a mis oídos. Es por cierto una interpretación propia de un novicio, y aun en esas canciones que usted estudió bien y cuya composición es muy primitiva ha cometido usted algunas faltas; pero, de todas maneras, el oírlo fue un gusto para mí; sin considerar, en absoluto, que no desprecio la ejecución de nadie. ¿Pero no quiere usted sentarse y quedarse un rato más con nosotros? Klara, ¿por qué no le acercas una silla?

      —Se lo agradezco —dijo Karl atropelladamente—. No puedo quedarme, aunque me gustaría permanecer aquí. Demasiado tarde llego a enterarme de que hay en esta casa cuartos tan agradables y cómodos.

      —Estoy reconstruyendo toda la casa de esta manera —dijo Mack.

      En ese instante resonaron doce campanadas rápidas, una tras otra, con breves intervalos, cayendo el golpe de una dentro aún de la resonancia de la anterior. El soplo de esa gran agitación de las campanas llegó hasta las mejillas de Karl. ¡Qué aldea era ésta que poseía semejantes campanas!

      —Es tardísimo —dijo Karl; tendió a Mack y a Klara sus manos sin coger las de ellos y salió corriendo al pasillo. Allí no encontró el farol y lamentó haber dado al sirviente la propina con tanta precipitación.

      Se disponía a marchar a tientas, palpando la pared, hasta la puerta abierta de su cuarto; pero apenas hubo recorrido la mitad de ese camino vio al señor Green acercarse presuroso, tambaleante. En la mano, con la cual además sostenía la vela, llevaba una carta.

      —Pero, ¿por qué no viene usted, Rossmann? ¿Por qué me hace usted esperar? ¿Qué anduvo haciendo en el cuarto de la señorita Klara?

      «He aquí muchas preguntas —pensó Karl—. Y ahora, para colmo, me está apretando contra la pared»; pues, en efecto, el otro se le puso delante, muy junto a él, y Karl se quedó con la espalda pegada a la pared. El tamaño que cobraba Green en ese pasillo era francamente grotesco y Karl se planteó, aunque en broma, la cuestión de si acaso habría devorado al buen señor Pollunder.

      —Verdaderamente no es usted hombre de palabra. Promete bajar a las doce y en vez de hacerlo ronda la puerta de la señorita Klara. Yo en cambio le he prometido una cosa interesante para medianoche y aquí estoy ya, y se la traigo. —Y diciendo esto le entregó a Karl la carta.

      En el sobre decía: «A Karl Rossmann, para ser entregado personalmente a medianoche, dondequiera que se le encuentre».

      —Al fin y al cabo —dijo el señor Green mientras Karl abría la carta— ya es, creo yo, bastante digno de reconocimiento el que yo haya venido ex profeso desde Nueva York por usted, de manera que no está nada bien que me haga correr detrás de usted por estos pasillos.

      —¡De mi tío! —dijo Karl apenas hubo mirado la carta—. Ya me lo esperaba —dijo dirigiéndose al señor Green.

      —Que lo haya esperado usted o no, me resulta tremendamente indiferente. Pero lea usted de una vez —dijo arrimándole a Karl la vela.

      A su resplandor, Karl leyó:

      Querido sobrino: como ya lo habrás advertido durante nuestra convivencia, por desgracia en exceso breve, soy íntegramente un hombre de principios. Esto no sólo es muy desagradable y triste para quienes me rodean, sino también para mí; pero a mis principios debo todo lo que soy y nadie tiene el derecho de exigir que yo niegue mi existencia sobre la tierra tal como soy; nadie, tampoco tú, querido sobrino mío, aunque tú precisamente serías el primero de toda la fila si alguna vez se me ocurriese tolerar semejante ataque general contra mí. Entonces serías precisamente tú a quien más me gustaría recoger y levantar en alto con estas dos manos con las que ahora escribo y sostengo el papel. Pero, puesto que por el momento nada indica que tal cosa pudiera suceder alguna vez, resulta indispensable que, después del suceso de hoy, yo te aparte de mí, y te ruego encarecidamente que ni vengas a verme tú mismo, ni busques mi relación por carta o por mediadores. En contra de mi voluntad te has decidido a alejarte de mi lado esta noche y si es así, conserva esa decisión tuya durante toda tu vida; sólo entonces habrá sido una decisión varonil. He escogido como portador de esta nueva al señor Green, mi mejor amigo, que seguramente encontrará para ti suficientes palabras consoladoras, palabras de que yo, por cierto, no dispongo en este momento. Es hombre de influencia y, aunque no fuera sino por amor hacia mí, te ayudará en tus primeros pasos independientes, moral y materialmente. Para comprender esta separación nuestra que ahora, al concluir esta carta, me parece nuevamente inconcebible, es necesario que yo me repita nuevamente: nada bueno viene de tu familia, Karl. Si el señor Green se olvidara de entregarte tu baúl y tu paraguas, recuérdaselo.

      Con los mejores deseos para tu bienestar de ahora en adelante, se despide de ti tu leal tío

      Jakob.

      —¿Ha terminado ya? —preguntó Green.

      —Sí —dijo Karl—. ¿Me trajo usted el baúl y el paraguas? —preguntó.

      —Aquí está —dijo Green colocando en el suelo, junto a Karl, el viejo baúl de viaje que hasta aquel momento había mantenido oculto a sus espaldas.

      —¿Y el paraguas? —siguió preguntando Karl.

      —Aquí lo tiene usted todo —dijo Green y sacó también el paraguas que había colgado de uno de los bolsillos de su pantalón—. Estas cosas las ha traído un tal Schubal, un capataz de maquinistas de la Hamburg—Amerika—Linie; decía haberlas encontrado en el barco; oportunamente puede usted darle las gracias.

      —Ahora, por lo menos, vuelvo a tener mis viejas cosas —dijo Karl, y puso el paraguas sobre el baúl.

      —Sí, pero en el futuro debería usted cuidarlas un poco más; se lo manda decir el señor senador —observó el señor Green, y luego, aparentemente obedeciendo a su curiosidad particular, preguntó—: ¿Qué clase de baúl tan extraño es éste?

      —Es un baúl de los que llevan en mi patria los soldados cuando van a prestar el servicio militar —respondió Karl—, es el antiguo baúl de campaña de mi padre. Es, por otra parte, bastante práctico —agregó sonriendo—, suponiendo que no se le deje abandonado.

      —Al fin y al cabo ya está usted bastante escarmentado —dijo el señor Green— y seguramente no tiene usted en América otro tío. Además aquí le doy un billete de tercera clase para San Francisco. He decidido este viaje para usted; porque, en primer término, las posibilidades de ganar dinero son mucho mayores

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