Franz Kafka: Obras completas. Franz Kafka

Чтение книги онлайн.

Читать онлайн книгу Franz Kafka: Obras completas - Franz Kafka страница 72

Franz Kafka: Obras completas - Franz Kafka biblioteca iberica

Скачать книгу

anda por el pasillo? —resonó la voz de Klara, y se la vio asomarse por una puerta próxima sosteniendo en la mano una gran lámpara de mesa, de pantalla roja.

      El sirviente se le acercó presuroso y presentó su informe. Karl lo siguió lentamente.

      —Llega usted tarde —dijo Klara.

      Sin contestarle por lo pronto, dijo Karl al sirviente en voz baja pero, ahora que ya conocía su carácter, adoptando el tono de una orden severa:

      —¡Usted me esperará pegado a esta puerta!

      —Ya estaba para acostarme —dijo Klara colocando la lámpara sobre la mesa.

      Exactamente como allá abajo en el comedor, también aquí el sirviente cerró con gran cautela la puerta desde fuera.

      —Pues ya son las once y media pasadas.

      —¿Las once y media pasadas? —repitió Karl en un tono interrogante, como asustado por esas cifras—. Pero entonces debo despedirme en seguida —dijo Karl—, pues a las doce en punto debo encontrarme abajo, en el salón comedor.

      —¡Qué negocios urgentes tiene usted! —dijo Klara arreglándose distraída los pliegues de su bata de noche, que llevaba muy suelta. Le ardía la cara y sonreía sin cesar. Karl creyó reconocer que ya no había peligro alguno de trabarse en lucha nuevamente con Klara—. ¿No podría usted, con todo, tocar todavía algo en el piano, aunque fuese muy poca cosa, tal como ayer me lo prometió papá y hoy usted mismo?

      —¿Pero no es demasiado tarde ya?—preguntó Karl.

      Mucho le hubiese agradado complacerla, pues era muy distinta en ese momento, como si de alguna manera se hubiese elevado hasta las esferas de Pollunder y, más allá aún, hasta las de Mack.

      —Sí, claro, ya es tarde —dijo, y parecía que ya habían desaparecido sus ganas de escuchar música—. Además aquí cada sonido resuena en la casa entera; estoy convencida de que si toca usted se despertará hasta la servidumbre que duerme allá arriba, en el desván.

      —Pues entonces no tocaré. Además espero con seguridad volver; y por otra parte, si no es demasiada molestia, visite usted alguna vez a mi tío y en tal oportunidad venga por un momento también a mi habitación. Tengo un piano magnífico. Me lo ha regalado mi tío. Y entonces tocaré, si usted lo desea, todas las piezas que sé; no son muchas por desgracia, ni le cuadran a un instrumento tan grande, en el cual sólo virtuosos deberían de hacerse oír. Pero también este placer podrá usted tenerlo si me comunica con anticipación su visita, pues mi tío quiere contratar próximamente para mí a un maestro famoso —ya se imaginará usted cuánto me alegro por tal motivo—, y la ejecución de éste ciertamente valdrá la pena y usted podrá escucharla si viene a visitarme durante la clase. Si debo ser sincero, estoy realmente contento de que ya sea tarde para tocar, pues todavía no sé nada. Usted se asombraría de cuán poco sé. Y ahora permítame que me despida, al fin y al cabo ya es hora de dormir. —Y ya que Klara lo miraba bondadosamente y no parecía guardarle rencor alguno por la riña, añadió sonriendo mientras le tendía la mano—: En mi patria suele decirse: «Duerme bien y sueña dulcemente».

      —Espere usted —dijo ella sin tomar su mano—, quizá debería usted tocar, sin embargo. —Y desapareció a través de una pequeña puerta lateral junto a la cual estaba el piano.

      «Pero, ¿qué pasa aquí? —pensó Karl—. No puedo esperar mucho tiempo por más amable que ella sea.»

      Llamaron a la puerta del pasillo, y el sirviente, sin atreverse a abrir del todo, susurró a través de una pequeña rendija:

      —Perdone usted; acabo de recibir orden de regresar y no puedo seguir esperando.

      —Vaya usted, entonces —dijo Karl, quien ahora se animaba a encontrar solo el camino hasta el comedor—. Déjeme usted solamente el farol delante de la puerta. Y, a propósito, ¿qué hora es?

      —Faltan pocos minutos para las doce menos cuarto —dijo el sirviente.

      —Qué despacio pasa el tiempo —dijo Karl.

      El sirviente se disponía ya a cerrar la puerta cuando Karl se acordó de que aún no le había dado la propina; sacó, pues, una moneda de plata del bolsillo de su pantalón —ahora llevaba siempre las monedas, según la costumbre americana, sueltas y sonantes en el bolsillo del pantalón; en cambio guardaba los billetes en el bolsillo del chaleco— y se la dio con estas palabras al sirviente:

      —Por sus buenos servicios.

      Klara ya había vuelto a entrar, con las manos sobre su peinado bien firme, cuando se le ocurrió a Karl que con todo no debía haber dejado marchar al sirviente; ¿quién lo conduciría a la estación del tren suburbano? Pero en este caso el señor Pollunder ya pondría a su disposición a algún otro sirviente; y quizá, por otra parte, el que lo acompañó sólo había sido llamado al comedor y luego quedaría disponible.

      —Bueno, a pesar de todo le ruego que toque un poco. Tan rara vez oímos música aquí que no quiero dejar escapar ninguna oportunidad de escucharla.

      —Pues entonces, ahora mismo —dijo Karl, y sin reflexionar más se sentó inmediatamente al piano.

      —¿Desea usted algún cuaderno de música? —preguntó Klara.

      —Gracias; si ni siquiera sé leer las notas correctamente —respondió Karl; y ya estaba tocando.

      Era una cancioncilla que, como bien sabía Karl, debía haberse tocado con cierta lentitud para que resultara con algún sentido, si los que la escuchaban eran extraños; pero él la despachó frangollándola en el peor de los tiempos de marcha. Cuando hubo terminado, el silencio perturbado de la casa volvió a ocupar su sitio, como presa de un gran hacinamiento. Y ellos permanecieron sentados, como cohibidos, sin moverse.

      —Muy bonito —dijo Klara, pero no había fórmula de cortesía capaz de halagar a Karl después de semejante ejecución.

      —¿Qué hora es? —preguntó.

      —Las doce menos cuarto.

      —Entonces todavía me queda un ratito —dijo, y para sus adentros pensaba: «O una cosa u otra. No es necesario que yo toque las diez canciones, todas las que sé; pero una de ellas puedo tocarla bien, dentro de mis posibilidades.»

      Dio comienzo a su amada canción soldadesca con tal lentitud que la ansiedad repentinamente despertada del oyente se estiraba hacia la nota próxima, que Karl retenía y sólo a duras penas soltaba. Porque, en efecto, para cada canción tenía que ir primero buscando las teclas necesarias con los ojos; pero además sentía nacer en sí como una congoja que, más allá del fin de la canción, buscaba aún otro final, sin poder hallarlo.

      —Si no sé nada —dijo Karl después de concluir la canción, y miró a Klara con lágrimas en los ojos.

      En ese momento se oyó un ruidoso aplauso desde el cuarto contiguo.

      —¡Hay alguien más que escucha! —exclamó Karl, del todo agitado.

      —Mack —dijo Klara en voz baja.

      Entonces se oyó la voz de Mack que llamaba:

      —¡Karl

Скачать книгу