Franz Kafka: Obras completas. Franz Kafka

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Franz Kafka: Obras completas - Franz Kafka biblioteca iberica

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y, deteniéndose en la nariz, se sonó—, no vaya usted a creer que yo quiero retenerlo aquí contra su voluntad. Ni que pensarlo. Eso sí, no puedo poner a su disposición el automóvil, pues está guardado en un garaje público ya que todavía no he tenido tiempo de instalar uno propio aquí, donde todo está formándose todavía. El chófer por su parte no duerme en esta casa, sino cerca del garaje, realmente ni yo mismo sé dónde. Por otra parte ni siquiera es su deber estar ahora en su casa; su deber es sólo presentarse aquí a tiempo, por la mañana temprano, con el coche; pero todo esto no sería obstáculo para su regreso inmediato, pues si usted se empeña en ello, le acompañaré en seguida hasta la próxima estación del tren suburbano, que por cierto queda tan lejos que usted no ha de llegar a su casa mucho antes que si mañana temprano —puesto que a las siete ya partimos— viene usted conmigo en mi automóvil.

      —Sí, señor Pollunder, yo preferiría irme en el tren de cercanías —dijo Karl—. Ni siquiera se me había ocurrido pensar en el tren suburbano. Usted mismo afirma que llegaré antes con él que por la mañana con el automóvil.

      —Pero es sólo una diferencia pequeñísima.

      —No obstante, no obstante, señor Pollunder —dijo Karl—. En recuerdo de su amabilidad vendré a visitarlo siempre, con mucho gusto, en el supuesto caso, naturalmente, de que usted, a pesar de mi conducta de hoy, aún quiera invitarme; y quizá la próxima vez pueda yo expresarle mejor por qué es hoy tan importante para mí cada minuto en que pueda yo adelantar esa entrevista con mi tío. —Y como si ya hubiera recibido el permiso de partir añadió:— Pero usted no debe acompañarme, de ninguna manera. Es por lo demás absolutamente innecesario. Allá afuera espera un sirviente que con gusto me acompañará hasta la estación. Sólo me falta ahora encontrar mi sombrero. —Y al decir las últimas palabras ya atravesaba el cuarto, apresurado, en una última tentativa de encontrar su sombrero a pesar de todo.

      —¿No podría yo facilitarle una gorra? —dijo el señor Green sacando una del bolsillo—. Tal vez casualmente le quede bien.

      Karl se detuvo consternado y dijo:

      —No voy a quitarle yo su gorra. Además puedo marcharme perfectamente con la cabeza descubierta. No necesito nada.

      —Esta gorra no es mía. ¡Tómela usted!

      —Bueno, pues, se lo agradezco —dijo Karl para no entretenerse y tomó la gorra.

      Se la puso y al pronto se echó a reír, pues era perfectamente de su medida; la tomó de nuevo entre sus manos y la contempló: buscaba en ella alguna cosa especial mas no pudo descubrirla; era una gorra completamente nueva.

      —¡Qué bien me va! —dijo.

      —Ya lo ve usted, ¡le va bien! —exclamó el señor Green golpeando sobre la mesa.

      Karl ya se dirigía a la puerta en busca del sirviente, cuando se levantó el señor Green y, estirándose después de la cena abundante y del largo descanso, se dio unos puñetazos en el pecho y en un tono entre consejo y orden dijo:

      —Antes de marcharse, debe usted despedirse de la señorita Klara.

      —Sí, tiene usted que hacerlo —dijo también el señor Pollunder que asimismo se había levantado. Pero por el tono de sus palabras se advertía claramente que no le salían del corazón; dejaba caer las manos y éstas golpeaban levemente contra la costura de su pantalón, y abotonaba y desabotonaba una y otra vez su chaqueta que, de acuerdo con la moda del momento, era muy corta y le llegaba apenas hasta las caderas, cosa que no convenía al vestir de personas tan gruesas como el señor Pollunder. Por otra parte, cuando se le veía, como en aquel momento, junto al señor Green, se tenía la clara impresión de que en el caso del señor Pollunder no se trataba de una corpulencia sana; la espalda estaba un poco encorvada en toda su mole, el vientre tenía aspecto blando e inconsistente, era una verdadera carga, y la cara se presentaba pálida y acongojada. En cambio allí estaba el señor Green, quizá un poco más grueso todavía que el señor Pollunder, pero ésta ya era una gordura proporcionada, conexa, que se sostenía en equilibrio; los pies permanecían juntos, en actitud militar, y llevaba la cabeza erguida y oscilante; parecía un gran gimnasta, un instructor de gimnastas.

      —Vaya usted, pues, primero —insistió el señor Green— a ver a la señorita Klara. Esto seguramente le causará a usted placer y además encaja perfectamente en mi horario. Pues, en efecto, antes de irse usted de aquí tengo que decirle algo, algo por cierto interesante, algo que probablemente podrá ser decisivo también en cuanto a su regreso se refiere. Sólo que, por desgracia, una orden superior me obliga a no revelarle nada antes de la medianoche. Puede usted imaginarse que yo mismo lo siento, ya que esto perturba mi descanso nocturno, pero cumplo así mi encargo. Ahora son las once y cuarto, por lo tanto podré concluir todavía mis conversaciones comerciales con el señor Pollunder, para lo cual su presencia sólo complicaría, y usted podrá pasar un buen ratito todavía junto a la señorita Klara. Luego, a las doce en punto preséntese usted aquí, y se enterará de lo necesario.

      ¿Acaso podía Karl rechazar semejante invitación que realmente exigía de él sólo un mínimo de cortesía y gratitud para con el señor Pollunder y que, por otra parte, le formulaba un hombre bastante bruto que no tomaba parte en el asunto, mientras que el señor Pollunder, a quien el asunto tocaba de cerca, se quedaba lo más reservado posible, tanto de palabras como de miradas? ¿Y qué sería aquella cosa interesante de la cual él podía enterarse sólo a medianoche? Si el asunto no iba a apresurar luego su regreso, al menos en esos tres cuartos de hora en que ya lo retrasaba, bien poco podía interesarle. Pero su duda mayor consistía en si podía él ir a ver a Klara, que era en verdad su enemigo. ¡Si al menos llevara consigo aquel puño de hierro que su tío le regaló como pisapapeles! El cuarto de Klara bien podía resultar una cueva bastante peligrosa. Pero ya era imposible del todo en aquel lugar decir la menor cosa contra Klara, puesto que era la hija de Pollunder y para colmo, según acababa de enterarse, la novia de Mack. Si ella sólo se hubiera conducido con él de otro modo, aunque la diferencia hubiera sido pequeñísima, gracias a sus relaciones la habría admirado francamente. Aún estaba reflexionando sobre todo esto cuando se dio cuenta de que no se le pedían reflexiones, pues Green abrió la puerta y, dirigiéndose al sirviente que saltó del pedestal, dijo:

      —Conduzca usted a este joven hasta la señorita Klara.

      «Esto sí que se llama ejecutar órdenes», pensó Karl al ver cómo lo arrastraba el sirviente a la habitación de Klara por un camino singularmente corto, casi corriendo, jadeante en su debilidad senil.

      Al pasar por su cuarto, cuya puerta aún se hallaba abierta, quiso entrar un instante, tal vez para tranquilizarse un poco. Pero el sirviente no lo consintió.

      —No —dijo—, usted debe ir a ver a la señorita Klara. Lo ha oído usted mismo.

      —Me quedaría sólo un momento ahí dentro —dijo Karl, y pensó echarse un rato en el sofá para lograr mayor variedad de situaciones y a fin de que el tiempo que faltaba para medianoche transcurriese así más rápidamente.

      —No dificulte usted la ejecución de mi cometido —dijo el sirviente.

      «Éste parece considerar que es un castigo el que yo tenga que ir a ver a la señorita Klara», pensó Karl y dio unos pasos; pero luego se detuvo nuevamente, por pura terquedad.

      —Pero venga usted, señorito —dijo el sirviente—, ya que está usted aquí. Yo sé que quería usted marcharse esta misma noche, pero no todo sucede de acuerdo con los deseos de uno; ya decía yo que esto seguramente no sería posible.

      —Sí, quiero marcharme y me marcharé —dijo Karl—;

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