Franz Kafka: Obras completas. Franz Kafka

Чтение книги онлайн.

Читать онлайн книгу Franz Kafka: Obras completas - Franz Kafka страница 75

Franz Kafka: Obras completas - Franz Kafka biblioteca iberica

Скачать книгу

de un modo tan salvaje que la tapa saltó por sí sola al abrirse la cerradura.

      Mas pronto advirtió Karl, alegrándose por ello, que ese desorden sólo se debía a la circunstancia de que, posteriormente, habían metido allí aquel traje que había usado durante el viaje y para el cual el baúl, naturalmente, ya no tenía capacidad. No faltaba absolutamente nada. En el bolsillo secreto de la chaqueta no sólo se hallaba el pasaporte, sino también el dinero traído de su casa; de manera que Karl, si le agregaba el que llevaba consigo, disponía de dinero suficiente por el momento. Allí se encontraba también la ropa blanca que él llevaba puesta al llegar, bien lavada y planchada. Sin demora, depositó reloj y dinero en el acreditado bolsillo secreto. Lamentable era únicamente que aquel salchichón veronés, que tampoco faltaba, hubiera comunicado su olor a todas las cosas. De no encontrarse algún medio para subsanar eso, vería Karl ante sí la perspectiva de andar durante meses envuelto en tal olor.

      Al exhumar algunos objetos que yacían en el fondo del baúl —tratábase de una Biblia de bolsillo, papel para cartas y las fotografías de los padres— se le cayó de la cabeza la gorra, que fue a dar en el baúl. En medio de todas esas cosas antiguas y familiares que lo rodeaban, la reconoció en seguida: era su gorra, aquella gorra que la madre le había dado para que la usara como gorra de viaje. Pero él había tenido la precaución de no usarla a bordo, pues sabía que en América la gente llevaba, en general, gorra en lugar de sombrero, por lo cual él no quería gastar la suya antes de llegar. Ahora bien, ciertamente aquel señor Green se había servido de ella para divertirse a expensas de Karl. ¿Acaso le había encargado también eso su tío? Y en un movimiento involuntario, furioso, cogió la tapa del baúl y éste se cerró con estrépito.

      Ahora ya no había remedio: había despertado a los dos durmientes. Primero se desperezó y bostezó uno de ellos y acto seguido le imitó el otro. Y había que considerar que casi todo el contenido del baúl se hallaba volcado sobre la mesa; si eran ladrones, no necesitaban más que acercarse y escoger. No sólo para adelantarse a tal posibilidad, sino también para poner todas las cosas en claro desde el primer momento, acercóse Karl a las camas, vela en mano, y explicó acto seguido con qué derecho se hallaba él allí. Mas ellos, al parecer, ni habían esperado tal explicación; demasiado soñolientos todavía para poder hablar, no hacían sino mirarlo sin el menor asombro. Eran los dos muy jóvenes, pero el trabajo pesado o la necesidad les había destacado los huesos de la cara antes de tiempo; barbas desordenadas colgaban en torno a sus mentones; el pelo, sin cortar desde hacía mucho tiempo, rodeaba desgreñado las cabezas; y ahora, para colmo, se frotaban y se apretaban con los nudillos sus ojos muy hundidos, de tanto sueño que tenían.

      Karl, queriendo aprovechar ese momentáneo estado de debilidad, dijo:

      —Me llamo Karl Rossmann y soy alemán. Ya que tenemos un cuarto en común, les ruego que también cada uno de ustedes me diga su nombre y su nacionalidad. Quiero declarar ahora mismo que no pretendo ninguna cama, puesto que he venido tan tarde y que, además, no tengo intención de dormir. Por otra parte, no reparen ustedes en mi hermoso traje; soy completamente pobre y no tengo perspectivas de ninguna clase.

      El más bajo de los dos —aquel que tenía los zapatos puestos— indicó con brazos, piernas y gestos que todo eso no le interesaba nada y que aquélla no era hora para tales discursos; se echó de nuevo y se durmió inmediatamente. El otro, hombre de tez oscura, volvió a acostarse también; pero antes de dormirse, con la mano negligentemente extendida, dijo todavía:

      —Éste se llama Robinsón y es irlandés; yo me llamo Delamarche, soy francés; y ahora ¡silencio!, ¡se lo ruego!

      Apenas hubo terminado de decir esas palabras apagó la vela de Karl soplándola con un gran despliegue de su aliento y luego se dejó caer nuevamente sobre la almohada.

      «Bien, este peligro queda eliminado por el momento», díjose Karl volviendo a la mesa.

      Si ese sueño que tenían no era sólo un pretexto, todo marchaba bien. Lo único desagradable era que uno de ellos fuera irlandés. Karl ya no sabía con exactitud cuál era el libro en que una vez, en su casa, había leído que en América del Norte era menester cuidarse de los irlandeses. Claro que, durante su permanencia en casa de su tío, hubiera tenido la oportunidad de investigar a fondo en qué estribaba lo que de peligroso tenían los irlandeses; pero él había dejado de hacerlo, había perdido por completo aquella oportunidad, porque ya se creía allí, para siempre, en puerto seguro. Ahora, al menos, contemplaría bien de cerca a ese irlandés a la luz de la vela que volvió a encender; así lo hizo y le parecía más tolerable el aspecto de éste que el del francés. El irlandés hasta conservaba todavía un rastro de mejillas redondeadas y se sonreía afablemente durante el sueño, por cuanto Karl pudo comprobar desde cierta distancia y de puntillas.

      Firmemente decidido a no dormir, pese a todo, sentóse Karl en la única silla del cuarto, postergó por el momento la tarea de ordenar el baúl, puesto que para ello disponía de la noche entera todavía, y hojeó ligeramente la Biblia sin leer nada. Luego cogió la fotografía de sus padres, en la cual el padre, que era pequeño, aparecía muy erguido; mientras que la madre, sentada en un sillón, delante de él, se presentaba levemente encogida. Mantenía el padre una de sus manos sobre el respaldo del sillón; la otra, cerrada en puño, sobre un libro ilustrado que yacía abierto a su lado, en una frágil mesita de adorno. Existía además otra fotografía, en la cual se veía a Karl retratado con sus padres. En ella, el padre y la madre lo miraban fijamente, mientras que él mismo, de acuerdo con la orden del fotógrafo, había tenido que clavar la mirada en la máquina. Pero no le habían dado esa fotografía para el viaje.

      Con tanto mayor detenimiento quedóse mirando esta que tenía delante y desde distintos ángulos intentó recoger la mirada del padre. Mas éste, por más que Karl modificara la visión mediante diversas posiciones de la vela, no quiso cobrar vida; además, su bigote horizontal y fuerte no se parecía nada a la realidad; éste no era un buen retrato. La madre, en cambio, había quedado mucho mejor retratada; en su boca se insinuaba una mueca como si se le hubiera hecho algún mal y ella se esforzase por sonreír. Parecíale a Karl que esto debía de llamar la atención tan poderosamente a quienquiera que mirase ese retrato que, pasado el primer momento, la nitidez de esa impresión había de resultar demasiado fuerte, casi absurda. ¡Cómo era posible que se obtuviera de un retrato, hasta tal punto, la convicción inconmovible acerca de un sentimiento oculto del retratado! Y luego, durante unos instantes, apartó la vista del retrato.

      Cuando sus miradas volvieron a él le llamó la atención aquella mano de la madre, que allí, muy adelante colgaba del brazo del sillón, tan cerca que él sintió ganas de besarla. Quizá fuera bueno, a pesar de todo —pensó—, escribir a sus padres, tal como los dos —y por último su padre, muy severamente, en Hamburgo— se lo habían pedido. Cierto que entonces, aquella terrible noche en que la madre junto a la ventana le había anunciado el viaje a América, él había hecho el juramento irrevocable de no escribir jamás; pero, ¡qué valor tenía aquí y en medio de circunstancias tan nuevas semejante juramento de un muchacho sin experiencia! Lo mismo hubiera podido jurar entonces que a los dos meses de su permanencia en América sería general de la milicia norteamericana, mientras que en realidad se veía allí junto a dos vagabundos en un desván de una fonda de los alrededores de Nueva York, debiendo admitir, además, que en verdad éste era el sitio que le correspondía. Y, sonriendo, examinó los rostros de sus padres, como si en ellos pudiera leerse si aún seguían abrigando el deseo de recibir noticias de su hijo.

      Durante esa contemplación cayó pronto en la cuenta de que, a pesar de todo, estaba muy cansado y que difícilmente podría pasar esa noche en vela. El retrato se le cayó de las manos; luego asentó la cara sobre ese retrato cuyo frescor placía a su mejilla y con una sensación agradable se quedó dormido.

      Lo despertaron temprano unas cosquillas en el sobaco. Era el francés quien se permitía semejante impertinencia. Pero también el irlandés ya estaba

Скачать книгу