Rubén Darío: Cuentos completos. Rubén Darío

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Rubén Darío: Cuentos completos - Rubén Darío biblioteca iberica

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de su girándula por todo el recinto. Y he ahí que al volverse ese rostro, soñamos en los buenos tiempos pasados. Una marquesa contemporánea de madama de Maintenán, solitaria en su gabinete, da las últimas manos a su tocado.

      Todo está correcto: los cabellos, que tienen todo el Oriente en sus hebras, empolvados y crespos; el cuello del corpiño, ancho y en forma de corazón hasta dejar ver el principio del seno firme y pulido; las mangas abiertas, que muestran blancuras incitantes; el talle ceñido que se balancea, y el rico faldellín de largos vuelos, el pie pequeño en el zapato de tacones rojos.

      Mirad las pupilas azules y húmedas, la boca de dibujo maravilloso, con una sonrisa enigmática de esfinge, quizá un recuerdo del amor galante, del madrigal recitado junto al tapiz de figuras pastoriles o mitológicas, o del beso a furto, tras la estatua de algún silvano, en la penumbra.

      Vese la dama de pies a cabeza, entre dos grandes espejos; calcula el efecto de la mirada, del andar, de la sonrisa, del vello casi impalpable que agitará el viento de la danza en su nuca fragante y sonrosada. Y piensa y suspira; y flota aquel suspiro en ese aire impregnado de aroma femenino que hay en un tocador de mujer.

      Entretanto, la contempla con sus ojos de mármol una Diana que se alza irresistible y desnuda sobre su plinto; y le ríe con audacia un sátiro de bronce que sostiene entre los pámpanos de su cabeza un candelabro; y en el ansa de un jarrón de Rouen lleno de agua perfumada, le tiende los brazos y los pechos una sirena con la cola corva y brillante de escamas argentinas, mientras en el plafón en forma de óvalo, va por el fondo inmenso y azulado, sobre el lomo de toro robusto y divino, la bella Europa, entre los delfines áureos y tritones corpulentos, que sobre el vasto ruido de las ondas hacen vibrar el ronco estrépito de sus resonantes caracoles.

      La hermosa está satisfecha; ya pone perlas en la garganta y calza las manos en seda; ya rápida se dirige a la puerta donde el carruaje espera y el tronco piafa. Y hela ahí, vanidosa y gentil, a esa aristocrática santiaguesa, que se dirige a un baile de fantasía de manera que el gran Watteau le dedicaría sus pinceles.

      Naturaleza muerta

      He visto ayer por una ventana un tiesto lleno de lilas y de rosas pálidas, sobre un trípode. Por fondo tenía uno de esos cortinajes amarillos y opulentos; que hacen pensar en los mantos de los príncipes orientales. Las lilas recién cortadas resaltaban con su lindo color apacible, junto a los pétalos esponjados de las rosas de té.

      Junto al tiesto, en una copa de la ornada con ibis de oro incrustados, incitaban a la gula manzanas frescas, medio coloradas, con la pelusilla de la fruta nueva y la sabrosa carne hinchada que toca el deseo; pero doradas y apetitosas, que daban indicios de ser todas jugo y como esperando el cuchillo de plata que debla rebanar la pulpa almibarada; y un ramillete de uvas negras, hasta con el polvillo ceniciento de los racimos acabados de arrancar de la viña.

      Acerquéme, vilo de cerca todo. Las lilas y las rosas eran de cera; las manzanas y las peras de mármol pintado, y las uvas, de cristal.

      Al carbón

      Vibraba el órgano con sus voces trémulas, vibraba acompañando la antífona, llenando la nave con su armonía gloriosa. Los cirios ardían goteando sus lágrimas de cera entré la nube de incienso que inundaba los ámbitos del templo con su aroma sagrado; y allí en el altar, el sacerdote, todo resplandeciente de oro, alzaba la custodia cubierta de pedrería, bendiciendo a la muchedumbre arrodillada.

      De pronto, volví la vista cerca de mí, al lado de un ángulo, de sombra. Había una mujer que oraba. Vestida de negro, envuelta en un manto, su rostro se destacaba severo, sublime, teniendo por fondo la vaga oscuridad de un confesonario. Era una bella faz de ángel, con la plegaria en los ojos y en los labios. Había en su frente una palidez de flor de lis, y en la negrura de su manto resaltaban juntas, pequeñas, las manos blancas y adorables. Las luces se iban extinguiendo, y a cada momento aumentaba lo oscuro del fondo, y entonces, por un ofuscamiento, me parecía ver aquella faz iluminarse con una luz blanca misteriosa, como la que debe de haber en la región de los coros prosternados y de los querubines ardientes; luz alba, polvo de nieve, claridad celeste, onda santa que baña los ramos de lirio de los bienaventurados.

      Y aquel pálido rostro de virgen, envuelta ella en el manto y en la noche, en aquel rincón de sombra, habría sido un tema admirable para un estudio al carbón.

      Paisaje

      Hay allá, en las orillas de la laguna de la Quinta, un sauce melancólico que moja de continuo su cabellera verde en el agua, que refleja el cielo y los ramajes como si tuviese en su fondo un país encantado.

      Al viejo sauce llegan aparejados los pájaros y los amantes. Allí es donde escuché una tarde —cuando del sol quedaba apenas en el cielo un tinte violeta que se esfumaba por las ondas, y sobre el gran Andes nevado un decreciente color de rosa, que era como tímida caricia de la luz enamorada—, un rumor de besos cerca del tronco agobiado y un aleteo en la cumbre.

      Estaban los dos, la amada y el amado, en un banco rústico, bajo el toldo del sauce. Al frente se extendía la laguna tranquila, con su puente enarcado y los árboles temblorosos de la ribera; y más allá se alzaba, entre el verdor de las hojas, la fachada del palacio de la Exposición, con sus cóndores de bronce en actitud de volar.

      La dama era hermosa; él, un gentil muchacho, que le acariciaba con los dedos y los labios los cabellos negros y las manos gráciles de ninfa.

      Y sobre las dos almas ardientes y sobre los dos cuerpos juntos, cuchicheaban, en lengua rítmica y alada, las aves. Y arriba el cielo, con su inmensidad y con su fiesta de nubes, plumas de oro, alas de fuego, vellones de púrpura, fondos azules flordelisados de ópalo, derramaba la magnificencia de su pompa, la soberanía de su grandeza augusta.

      Bajo las aguas se agitaban, como en un remolino de sangre viva, los peces veloces de aletas doradas.

      Al resplandor crepuscular, todo el paisaje se vela como envuelto en una polvareda de sol tamizado, y eran el alma del cuadro aquellos dos amantes: él, moreno, gallardo, vigoroso, con una barba fina y sedosa, de esas que gustan de tocar las mujeres; ella, rubia —¡un verso de Goethe!—, vestida con un traje gris lustroso, y en el pecho una rosa fresca, como su boca roja que pedía el beso.

      El ideal

      Y luego una torre de marfil, una flor mística, una estrella a quien enamorar. Pasó, la vi como quien viera un alba, huyente, rápida, implacable.

      Era una estatua antigua como un alma que se asomaba a los ojos, ojos angelicales, todos ternura, todos cielo azul, todos enigma.

      Sintió que la besaba con mis miradas y me castigó con la majestad de su belleza, y me vio como una reina y como una paloma. Pero pasó arrebatadora, triunfante como una visión que deslumbra. Y yo, el pobre pintor de la Naturaleza y de Psiquis, hacedor de ritmos y de castillos aéreos, vi el vestido luminoso del hada, la estrella de su diadema, y pensé en la promesa ansiada del amor hermoso. Mas de aquel rayo supremo y fatal, sólo quedó en el fondo de mi cerebro un rostro de mujer, un sueño azul.

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