Rubén Darío: Cuentos completos. Rubén Darío

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Rubén Darío: Cuentos completos - Rubén Darío biblioteca iberica

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Ve que malhaya el al…

      »—Cálmese usted —le dijo Arrechavala—; no es para tanto.

      »Blas, el hijo de la viuda, apareció todo cariacontecido y gimoteando, con el dedo en la boca y rozándose al andar despaciosamente contra la pared.

      »—Ven acá —le dijo la madre—, dice el señor coronel que ayer llevaste sólo el caldo en la sopera de las albóndigas. ¿Es cierto?

      »El coronel contenía la risa al ver la aflicción del rapazuelo.

      »—Es —dijo— que… que… en el camino un hombre… que se me cayó la sopera en la calle… y entonces… me puse a recoger lo que se había caído… y no llevé las albóndigas porque solamente pude recoger el caldo…

      »—Ah, tunante —rugió doña María—, ya verás la paliza que te voy a dar…

      »El coronel echando todo su buen humor fuera, se puso a reír de manera tan desacompasada que por poco revienta.

      »—No le pegue usted, mi doña María —dijo—. Esto merece premio.

      »Y al decir así se sacaba una amarilla y se la tiraba al perillán.

      »—Hágame usted albóndigas para mañana, y no sacuda usted los lomos del pobre Blas.

      »El generoso militar tomó la calle, y fuese, y tuvo para reír por mucho tiempo. Tanto, que poco antes de morir refería el cuento entre carcajada y carcajada».

      Y a fe que desde entonces se hicieron famosas las albóndigas del coronel Arrechavala.

      a

      Tenía yo catorce años y estudiaba humanidades.

      Un día sentí deseos rabiosos de hacer versos, y de enviárselos a una muchachita muy linda, que se había permitido darme calabazas.

      Me encerré en mi cuarto, y allí en la soledad, después de inauditos esfuerzos, condensé como pude, en unas cuantas estrofas, todas las amarguras de mi alma.

      Cuando vi, en una cuartilla de papel, aquellos rengloncitos cortos tan simpáticos; cuando los leí en alta voz y consideré que mi cacumen los había producido, se apoderó de mi una sensación deliciosa de vanidad y orgullo.

      Inmediatamente pensé en publicarlos en La Calavera, único periódico que entonces había, y se los envié al redactor, bajo una cubierta y sin firma.

      Mi objeto era saborear las muchas alabanzas de que sin duda serían objeto, y decir modestamente quién era el autor, cuando mi amor propio se hallara satisfecho.

      Eso fue mi salvación.

      Pocos días después sale el número 5 de La Calavera, y mis versos no aparecen en sus columnas.

      Los publicarán inmediatamente en el número 6, dije para mi capote, y me resigné a esperar porque no había otro remedio.

      Pero ni en el número 6, ni en el 7, ni en el 8, ni en los que siguieron había nada que tuviera apariencias de versos.

      Casi desesperaba ya de que primera poesía saliera en letra de molde, cuando caten ustedes que el número 13 de La Calavera, puso colmo a mis deseos.

      Los que no creen en Dios, creen a puño cerrado en cualquier barbaridad; por ejemplo, en que el número 13 es fatídico, precursor de desgracias y mensajero de muerte.

      Yo creo en Dios; pero también creo en la fatalidad del maldito número 13.

      Apenas llegó a mis manos La Calavera, que puse de veinticinco alfileres, y me lancé a la calle, con el objeto de recoger elogios, llevando conmigo el famoso número 13.

      A los pocos pasos encuentro a un amigo, con quien entablé el diálogo siguiente:

      —¿Qué tal, Pepe?

      —Bien, ¿y tú?

      —Perfectamente. Dime, ¿has visto el número 13 de La Calavera?

      —No creo nunca en ese periódico.

      Un jarro de agua fría en la espalda o un buen pisotón en un callo no me hubieran producido una impresión tan desagradable como la que experimenté al oír esas seis palabras.

      Mis ilusiones disminuyeron un cincuenta por ciento, porque a mí se me había figurado que todo el mundo tenía obligación de leer por lo menos el número 13, como era de estricta justicia.

      —Pues bien —repliqué algo amostazado—, aquí tengo el último número y quiero que me des tu opinión acerca de estos versos que a mi me han parecido muy buenos.

      Mi amigo Pepe leyó los versos y el infame se atrevió a decirme que no podían ser peores.

      Tuve impulsos de pegarle una bofetada al insolente que así desconocía el mérito de mi obra; pero me contuve y me tragué la píldora.

      Otro tanto me sucedió con todos aquellos a quienes interrogué sobre el mismo asunto, y no tuve más remedio que confesar de plano… que todos eran unos estúpidos.

      Cansado de probar fortuna en la calle, fui a una casa donde encontré a diez o doce personas de visita. Después del saludo, hice por milésima vez esta pregunta:

      —¿Han visto ustedes el número 13 de La Calavera?

      —No lo he visto —contestó uno de tantos—, ¿qué tiene de bueno?

      —Tiene, entre otras cosas, unos versos, que según dicen no son malos.

      —¿Sería usted tan amable que nos hiciera el favor de leerlos?

      —Con gusto.

      Saqué La Calavera del bolsillo, lo desdoblé lentamente, y, lleno de emoción, pero con todo el fuego de mi entusiasmo, leí las estrofas.

      Enseguida pregunté:

      —¿Qué piensan ustedes sobre el mérito de esta pieza literaria?

      Las respuestas no se hicieron esperar y llovieron en esta forma:

      —No me gustas esos versos.

      —Son malos.

      —Son pésimos.

      —Si continúan publicando esas necesidades en La Calavera, pediré que me borren de la lista de los suscriptores.

      —El público debe exigir que emplumen al autor.

      —Y al periodista.

      —¡Qué atrocidad!

      —¡Qué barbaridad!

      —¡Qué necedad!

      —¡Qué monstruosidad!

      Me

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