Confesiones. San Agustín

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Confesiones - San Agustín

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(...) Yo me alejé de ti y anduve errante, Dios mío, muy fuera del camino de tu estabilidad allá en mi adolescencia y llegué a ser para mí región de indigencia.

      LIBRO TERCERO

      I,1. Llegué a Cartago, y por todas partes chisporroteaba en torno mío un hervidero de amores impuros. Todavía no amaba, pero amaba amar y con secreta indigencia me odiaba a mí mismo por verme menos indigente. Buscaba qué amar amando amar y odiaba la seguridad y la senda sin peligros, porque tenía dentro de mí hambre del alimento interior, de ti mismo, ¡oh Dios mío!, aunque esta hambre yo no la sentía; más bien estaba sin apetito alguno de los alimentos incorruptibles, no porque estuviera lleno de ellos, sino porque, cuanto más vacío, tanto más hastiado me sentía. Y por eso mi alma no se hallaba bien, y, herida, se arrojaba fuera de sí, ávida de restregarse miserablemente con el contacto de las cosas sensibles, las cuales, si no tuvieran alma, no serían ciertamente dignas de amor.

      Amar y ser amado era la cosa más dulce para mí, sobre todo si podía gozar del cuerpo de la persona amada. De este modo manchaba la fuente de la amistad con las inmundicias de la concupiscencia y obscurecía su claridad con los infernales vapores de la lujuria. Y con ser tan torpe y deshonesto, deseaba con afán, rebosante de vanidad, pasar por elegante y cortés.

      Caí también en el amor en que deseaba ser cogido. Pero, ¡oh Dios mío, misericordia mía, con cuánta amargura no rociaste aquella mi suavidad y cuán bueno fuiste en ello! Porque al fin fui amado, y llegué secretamente al vínculo del placer, y me dejé amarrar alegre con molestas ataduras, para ser luego azotado con las varas candentes de hierro de los celos, sospechas, temores, iras y contiendas.

      III,6. Aquellos estudios que se llaman honestos tenían por objetivo las contiendas del foro, para hacer sobresalir en ellas, en las que, entre más se engaña, más se es alabado. ¡Tanta es la ceguera de los hombres, que hasta de, su misma ceguera se glorían! Y ya había llegado a ser «el mayor» de la escuela de retórica y me gozaba de ello soberbiamente y me hinchaban de orgullo.

      Con todo, tú sabes, Señor, que era mucho más calmado que los demás y totalmente ajeno a las perversiones de los trastornados –nombre siniestro y diabólico que ha logrado convertirse en distintivo de urbanidad–, y entre los cuales vivía con impúdico pudor, por no como ser uno de ellos. Es verdad que andaba con ellos y me gozaba a veces con sus amistades, pero siempre aborrecí sus hechos, esto es, las revueltas con que impúdicamente sorprendían y ridiculizaban la candidez de los novatos, sin otro fin que el de tener el gusto de burlarles y apacentar a costa ajena sus malévolas alegrías. Nada hay más parecido que este hecho a los hechos de los demonios, por lo que ningún nombre les cuadra mejor que el de trastornados o perversores, por ser ellos antes trastornados y pervertidos totalmente por los espíritus malignos, que así los burlan y engañan, sin saberlo, en aquello mismo en que desean reírse y engañar a los demás.

      IV,7. Entonces, en tan frágil edad, entre estos tales, yo estudiaba los libros de la elocuencia, en la que deseaba sobresalir con el fin condenable y vano de satisfacer la vanidad humana. Mas, siguiendo el orden usado en la enseñanza de tales estudios, llegué a un libro de un cierto Cicerón, cuyo lenguaje casi todos admiran, aunque no así su contenido. Este libro contiene una exhortación suya a la filosofía, y se llama el Hortensio. Tal libro cambio mis afectos y mudó hacia ti, Señor, mis súplicas e hizo que mis votos y deseos fueran otros. De repente apareció a mis ojos vil toda esperanza vana, y con el increíble ardor de mi corazón suspiraba por la inmortalidad de la sabiduría, y comencé a levantarme para volver a ti. Porque no era para suplir el estilo –que es lo que parecía que yo debía comprar con los dineros de mi madre en aquella edad de mis diecinueve años, haciendo dos que había muerto mi padre–; no era, repito, para pulir el estilo para lo que yo empleaba la lectura de aquel libro, ni era la elocuencia lo que a ella me incitaba, sino lo que decía.

      8. ¡Cómo ardía, Dios mío, cómo ardía en deseos de remontar el vuelo desde las cosas terrenas hacia ti, sin que yo supiera lo que entonces tú obrabas en mí! Porque en ti está la sabiduría. Y el amor a la sabiduría tiene un nombre en griego, que se dice filosofía, al cual me encendían aquellas páginas. No han faltado quienes han engañado sirviéndose de la filosofía, coloreando y encubriendo sus errores con nombre tan grande, tan dulce y honesto. Mas casi todos los que en su tiempo y en épocas anteriores hicieron tal están indicados y descubiertos en dicho libro. También se pone allí de manifiesto aquel saludable aviso de tu Espíritu, dado por medio de tu siervo bueno y piadoso [Pablo]: Ved que no os engañe nadie con vanas filosofías y argucias seductoras, según la tradición de los hombres, según la tradición de los elementos de este mundo y no según Cristo, porque en él habita corporalmente toda la plenitud de la divinidad.

      Mas entonces –tú lo sabes bien, luz de mi corazón–, como aún no conocía yo el consejo de tu Apóstol, sólo me deleitaba en aquella exhortación que me excitaba, encendía e inflamaba con su palabra a amar, buscar, lograr, retener y abrazar fuertemente no esta o aquella escuela, sino la Sabiduría misma, dondequiera estuviese. Sólo una cosa enfriaba tan gran incendio, y era el no ver allí escrito el nombre de Cristo. Porque este nombre, Señor, este nombre de mi Salvador, tu Hijo, lo había yo por tu misericordia bebido piadosamente con la leche de mi madre y lo conservaba en lo más profundo del corazón; y así, cuanto estaba escrito sin este nombre, por muy verídico, elegante y erudito que fuese, no me arrebataba del todo.

      V,9. En vista de ello decidí aplicar mi ánimo a las Santas Escrituras y ver qué tal eran. Mas he aquí que veo algo no hecho para los soberbios ni clara para los pequeños, sino en la entrada baja y sublime en su interior y velada por los misterios, y yo no era tal que pudiera entrar por ella o agachar la cabeza a su ingreso. Sin embargo, al fijar la atención en ellas, no pensé entonces lo que ahora digo, sino simplemente me parecieron indignas de parangonarse con la majestad de los escritos de Tulio. Mi hinchazón rechazaba su estilo y mi mente no penetraba su interior. Con todo, ellas eran tales que habían de crecer con los pequeños; mas yo me negaba a ser pequeño e, hinchado de soberbia, me creía grande.

      VI,10. De este modo vine a dar con unos hombres delirantes de soberbia, carnales y charlatanes, en cuya boca hay lazos diabólicos y una mezcla viscosa hecha con las sílabas de tu nombre, del de nuestro Señor Jesucristo y del de nuestro Paráclito y Consolador, el Espíritu Santo. Estos nombres no se apartaban de sus bocas, pero sólo en el sonido y ruido de la boca, pues en lo demás su corazón estaba vacío de toda verdad.

      Decían: «¡Verdad! ¡Verdad!», y me lo decían muchas veces, pero jamás se hallaba en ellos; más bien decían muchas cosas falsas, no sólo de ti, que eres verdaderamente la Verdad, sino también de los elementos de este mundo, creación tuya, a partir de los que debí sobrepasar incluso lo verdadero que dicen los filósofos, por amor a ti, ¡oh Padre mío sumamente bueno y hermosura de todas las hermosuras!

      ¡Oh verdad, verdad!, cuán íntimamente suspiraba entonces por ti desde las médulas de mi alma, cuando aquéllos te hacían resonar en torno mío frecuentemente y de muchos modos, si bien sólo de palabras y en sus muchos y voluminosos libros. Estos eran las bandejas en las que, estando yo hambriento de ti, me servían en tu lugar el sol y la luna, obras tuyas hermosas, pero al fin obras tuyas, no tú mismo, y ni aun siquiera de las principales. Porque más excelentes son tus obras espirituales que estas corporales, aunque luminosas y celestes. Pero yo tenía hambre y sed no de aquellas primeras, sino de ti misma, ¡oh Verdad, en quien no hay mudanza alguna ni obscuridad momentánea!

      Y continuaban aquéllos sirviéndome en dichas bandejas espléndidos fantasmas, respecto de los cuales hubiera sido mejor amar este sol, al menos verdadero a la vista, que no aquellas falsedades que por los ojos del cuerpo engañaban al alma.

      Mas como las tomaba por ti, comía de ellas, no ciertamente con avidez, porque no me sabían a ti –que no eras aquellos vanos fantasmas– ni me nutría con ellas, más bien me sentía cada vez más

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