Confesiones. San Agustín

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Confesiones - San Agustín

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eran semejantes a ti en ningún aspecto, como ahora me lo ha manifestado la verdad, porque eran fantasmas corpóreos o falsos cuerpos, en cuya comparación son más ciertos estos cuerpos verdaderos que vemos con los ojos de la carne –sean celestes o terrenos– tal como las bestias y aves.

      Vemos estas cosas y son más ciertas que cuando las imaginamos, y a su vez, cuando las imaginamos, más ciertas que cuando por medio de ellas conjeturamos otras mayores e infinitas, que en modo alguno existen. Con tales quimeras yo me apacentaba entonces y por eso no me nutría. Mas tú, amor mío, en quien desfallezco para ser fuerte, ni eres estos cuerpos que vemos, aunque sea en el cielo, ni los otros que no vemos allí, porque tú eres el Creador de todos éstos, sin que los tengas por las más altas creaciones de tu mano.

      ¡Oh, cuán lejos estabas de aquellos mis fantasmas imaginarios, fantasmas de cuerpos que no han existido jamás, en cuya comparación son más reales las imágenes de los cuerpos existentes; y más aún que aquéllas, éstos, los cuales, sin embargo, no eres tú! Pero ni siquiera eres el alma que da vida a los cuerpos –y como vida de los cuerpos, mejor y más cierta que los cuerpos–, sino que tú eres la vida de las almas, la vida de las vidas, que vives por ti misma y no te cambias: la vida de mi alma.

      11. (...) Porque los versos y la poesía los puedo yo convertir en vianda sabrosa; y en cuanto al vuelo de Medea, si bien lo recitaba, no lo afirmaba; y si gustaba de oírlo, no lo creía. Mas aquellas cosas las creí. ¡Ay, ay de mí, por qué grados fui descendiendo hasta las profundidades del abismo, lleno de fatiga y devorado por la falta de verdad! Y todo, Dios mío –a quien me confieso por haber tenido misericordia de mí cuando aún no te confesaba–, todo por buscarte no con la inteligencia –con la que quisiste que yo aventajase a las bestias–, sino con los sentidos de la carne, porque tú estabas dentro de mí, más interior que lo más íntimo mío y más alto que lo más sumo mío.

      VII,12. No conocía yo lo otro, lo que verdaderamente es; y me sentía como agudamente movido a asentir a aquellos recios engañadores cuando me preguntaban de dónde procedía el mal, y si Dios estaba limitado por una forma corpórea, y si tenía cabellos y uñas, y si habían de ser tenidos por justos los que tenían varias mujeres al mismo tiempo, y los que causaban la muerte a otros y sacrificaban animales. Yo, ignorante de estas cosas, me perturbaba con ellas y, alejándome de la verdad, me parecía que iba hacia ella, porque no sabía que el mal no es más que privación del bien hasta llegar a la misma nada. Y ¿cómo lo había yo de saber, si con la vista de los ojos no alcanzaba a ver más que cuerpos y con la del alma no iba más allá de los fantasmas? Tampoco sabía que Dios fuera espíritu y que no tenía miembros a lo largo ni a lo ancho, ni cantidad material alguna, porque la cantidad o masa es siempre menor en la parte que en el todo, y, aun dado que fuera infinita, siempre sería menor la contenida en el espacio de una parte que la extendida por el infinito, por lo demás, no puede estar en todas partes como el espíritu, como Dios. También ignoraba totalmente qué es aquello que hay en nosotros según lo cual somos y con verdad se nos llama en la Escritura imagen de Dios.

      13. No conocía tampoco la verdadera justicia interior, que juzga no por la costumbre, sino por la ley rectísima de Dios omnipotente, según la cual se han de formar las costumbres de los países y épocas conforme a los mismos países y tiempos; y siendo la misma en todas las partes y tiempos, no varía según las latitudes y las épocas. Según la cual fueron justos Abraham, Isaac, Jacob y David y todos aquellos que son alabados por boca de Dios; aunque los ignorantes, juzgando las cosas por el módulo humano y midiendo la conducta de los demás por la suya, los juzgan inicuos. Como si un ignorante en armaduras, que no sabe lo que es propio de cada miembro, quisiera cubrir la cabeza con las polainas y los pies con el casco y luego se quejase de que no le venían bien las piezas. O como si otro se molestase de que en determinado día, mandando guardar de fiesta desde mediodía en adelante, no se le permitiera vender la mercancía por la tarde que se le permitió por la mañana; o porque ve que en una misma casa se permite tocar a un esclavo cualquiera lo que no se consiente al que asiste a la mesa; o porque no se permite hacer ante los comensales lo que se hace tras los establos; o, finalmente, se indignase porque, siendo una la vivienda y una la familia, no se distribuyesen las cosas a todos por igual.

      Tales son los que se indignan cuando oyen decir que en otros siglos se permitieron a los justos cosas que no se permiten a los justos de ahora, y que mandó Dios a aquéllos una cosa y a éstos otra, según la diferencia de los tiempos, sirviendo unos y otros a la misma norma de santidad. Y éstos no se dan cuenta que en un mismo hombre, y en un mismo día, y en la misma hora, y en la misma casa conviene una cosa a un miembro y otra a otro y que lo que poco antes fue lícito, pasado su momento no lo es; y que lo que en una parte se permite, justamente se prohíbe y castiga en otra.

      ¿Diremos por esto que la justicia variable y cambiante? Lo que pasa es que los tiempos que aquélla preside y rige no caminan iguales, porque son tiempos. Mas los hombres, cuya vida sobre la tierra es breve, como no saben compaginar las causas de los siglos pasados y de las gentes que no han visto ni experimentado con las que ahora ven y experimentan, y, por otra parte, ven fácilmente lo que en un mismo cuerpo, y en un mismo día, y en una misma casa conviene a cada miembro, a cada tiempo, a cada parte y a cada persona, condenan las cosas de aquellos tiempos, en tanto que aprueban las de éstos.

      VIII,16. Lo mismo ha de decirse de los delitos cometidos por deseo de hacer daño, sea por afrenta o sea por injuria; y ambas cosas, o por deseo de venganza, como ocurre entre enemigos; o por alcanzar algún bien sin trabajar, como el ladrón que roba al viajero; o por evitar algún mal, como el que teme; o por envidia, como acontece al desgraciado con el que es más dichoso, o al que ha prosperado y teme se le iguale o le pesa de haberlo sido ya; o por el solo deleite, como el espectador de juegos de gladiadores; o el que se ríe y burla de los demás.

      Estas son las cabezas o fuentes de iniquidad que brotan de la concupiscencia de mandar, ver o sentir, ya sea de una sola, ya de dos, ya de todas juntas, y por las cuales se vive mal, ¡oh Dios altísimo y dulcísimo!, contra los tres y siete, el salterio de diez cuerdas, tu decálogo.

      Pero ¿qué pecados puede haber en ti, que no sufres corrupción? ¿O qué crímenes pueden cometerse contra ti, a quien nadie puede hacer daño? Pero lo que tú castigas es lo que los hombres cometen contra sí, porque hasta cuando pecan contra ti obran impíamente contra sus almas y su iniquidad se engaña a sí misma, ya corrompiendo y pervirtiendo su naturaleza –la que has hecho y ordenado tú–, ya sea usando inmoderadamente las cosas permitidas, ya sea deseando ardientemente las no permitidas, según el uso que es contra naturaleza.

      También se hacen reos del mismo crimen quienes de pensamiento y de palabra se enfurecen contra ti y dan golpes contra el aguijón, o cuando, rotos los límites de la convivencia humana, se alegran, audaces, con uniones o desuniones privadas, según que fuere de su agrado o disgusto. Y todo esto se hace cuando eres abandonado tú, fuente de vida, único y verdadero Creador y Rector del universo, y con soberbia privada se ama en la parte una falsa unidad.

      Así, pues, sólo con humilde piedad se vuelve uno a ti, y es como tú nos purificas de las malas costumbres, y te muestras propicio con los pecados de los que te confiesan, y escuchas los gemidos de los cautivos, y nos libras de los vínculos que nosotros mismos nos forjamos, con tal que no levantemos contra ti los cuernos de una falsa libertad, ya sea arrastrados por el ansia de poseer más, o por el temor de perderlo todo, amando más nuestro propio interés que a ti, Bien de todos.

      X,18. Desconocedor yo de estas cosas, me reía de aquellos tus santos siervos y profetas. Pero ¿qué hacía yo cuando me reía de ellos, sino hacer que tú te rieses de mí, dejándome caer insensiblemente y poco a poco en tales ridiculeces hasta que llegara a creer que el higo, cuando se le arranca, llora lágrimas de leche juntamente con su madre el árbol, y que si algún santo de la secta comía dicho higo, arrancado no por delito propio, sino ajeno, y lo mezclaba con sus entrañas, después, gimiendo y eructando, exhalaba ángeles en la oración y aún partículas de Dios. Aquellas partículas del sumo y verdadero Dios hubieren estado ligadas siempre

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