A Roma sin amor. Marina Adair

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A Roma sin amor - Marina Adair

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está pasando una mala racha —añadió Levi—. Ha venido aquí a juntar las piezas de su vida. No a que le pisotee el corazón un tío que solo está de visita.

      —¿De visita? —bufó Emmitt—. Que tengo una casa aquí, joder.

      —Una casa en la que paso yo más tiempo enseñándola a posibles inquilinos que tú durmiendo —puntualizó Levi—. Para andar sobre seguro, ¿por qué no te quedas en mi barco?

      —¿Y oír tus ronquidos toda la noche? —Emmitt sacudió la cabeza—. Gracias, pero no eres mi tipo.

      —Annie tampoco, y los dos lo sabemos —dijo Gray, dando fe de lo poco que conocía a Emmitt.

      Annie estaba total y absolutamente en forma, y tenía una lengua afilada y unos labios suavecitos; su tipo, en definitiva. Y por eso él procuraba mantenerse alejado de mujeres como ella. No era culpa suya que el destino tuviera un sentido del humor tan retorcido.

      No sabía a ciencia cierta qué le ocurría a la vida sentimental de Annie, pero, por lo que había oído, podía imaginárselo. Y le tocaba los huevos que sus dos mejores amigos lo compararan con un tío como Clark. Emmitt nunca había engañado a ninguna mujer. Era claro y directo con lo que buscaba y con lo que podía dar.

      Las mujeres conocían el marcador antes de que él iniciara la segunda ronda.

      —Sé que lo que Annie y yo hagamos no es asunto tuyo —dijo Emmitt, y le encantó que Gray se crispara—. También sé que es una mujer capaz de tomar decisiones por sí misma, aunque tú pienses lo contrario. Y estaré encantado de contarle cuánto te preocupa su capacidad para navegar por el mundo sentimental, doctor.

      —Déjala en paz. Vete con cualquiera del pueblo, pero no con Annie —dijo Gray, y Levi meneó la cabeza—. ¿Qué pasa?

      —Tío, que acabas de plantearle un reto —dijo Levi.

      —Reto que acepto. Recogeré a Paisley a las dos.

      Capítulo 5

      Annie estaba de mal humor. Cualquier esperanza que hubiera abrigado acerca de que su nuevo compañero de piso no fuera más que una horrible pesadilla se esfumó cuando a las dos de la madrugada la despertó un portazo, que indicaba su regreso.

      Si la madre de Emmitt le había enseñado modales, era obvio que los había olvidado hacía tiempo.

      Emmitt encendió todas las luces de la casa, incluida la del recibidor, que iluminó el dormitorio de Annie como si de una llamarada solar se tratase. Y entonces, como para dejarle claro a ella que era a propósito, el tío se preparó un batido con tornillos de metal, esquirlas de vidrio y lamentos de pollitos.

      Ni siquiera los tapones que se había puesto para aislarse de los ruidos le ahorraron el estruendo.

      Mientras silbaba, Emmitt abrió y cerró varios armarios —siete, para ser exactos—, y después dio unos cuantos portazos más antes de tumbarse a dormir un rato. Por la explosión sónica de sus ronquidos, era obvio que la luz del recibidor no le molestaba en absoluto, porque se la había dejado encendida.

      Y había sido él el que la había hecho sentirse culpable el día anterior por despertarlo a una hora en la que casi todo el mundo se estaría preparando ya la cena.

      Mucho más que irritada por la hipocresía de la situación —otra cosa que añadir a su lista de Peor compañero de piso del mundo, justo entre «Humilde fanfarrón» y «Ladrón de cerveza»—, lanzó la sábana por los aires, salió de la habitación y se quedó inmóvil junto a la puerta, donde sus tripas dieron un repentino salto.

      «Madre del amor hermoso». Con los pulmones hinchados, se sentía incapaz de soltar el aire, porque delante de ella, a un par de pasos, se encontraba el Romeo de aquella particular Roma. Despatarrado en el sillón, con la gorra sobre la cara, Emmitt y sus Calvin Klein estaban totalmente a la vista. Era evidente que el tío tenía algún problema con llevar pantalones.

      O acaso quería marcar su territorio. Sacando la artillería pesada… a lo grande.

      Annie a duras penas llegó a fijarse en que Emmitt había reclinado el sillón ciento ochenta grados, convirtiéndolo en una superficie plana, con el reposapiés alzado, y obstaculizándole así el paso cuando se hiciera de día. Porque su atención se dirigía a otro lugar.

      Como la manta azul tan solo lo cubría parcialmente, Annie contempló el movimiento hipnótico de su pecho, un pecho muy definido, con la cantidad justa de vello y la cantidad justa de músculos.

      La paz con que dormía la irritaba. Emmitt tenía un brazo sobre los ojos y un pie apoyado en el suelo; y si así era su erección a las dos de la madrugada —«buf»—, el cuerpo de Annie exhaló un «Dios santo» al pensar cómo sería por la mañana.

      Se llevó una mano al pecho y se concedió cinco segundos para mirarlo embobada. Cinco segundos, y después se iría y Emmitt nunca lo sabría, porque era evidente que esa batalla la había ganado él. Tal como lo veía Annie, sus opciones eran:

      1 Esperar que Emmitt se despertara antes de que ella tuviera que ir a trabajar y recolocara el sillón; una opción poco probable, porque el tío se había puesto cómodo para dormir hasta las tantas enfrente de la habitación.

      2 Despertarlo y decirle que era un capullo; algo que implicaba admitir que empezaba a molestarla.

      3 Cuando fuera de día, gatear por debajo del reposapiés; aunque no pensaba volver a menear el culo por ningún tío.

      4 Subirse encima de él, semidesnudo; y anda que no se llevaría él un alegrón al verla allí y oír el tamborileo de su corazón.

      Aunque había otro problema. Cuando dormía y no escupía gilipolleces, parecía casi humano.

      Annie entendía a la perfección por qué tantas mujeres admiraban sus manos fuertes y capaces, y su tableta de chocolate. Era un hombre alto, fibrado, atractivo de una manera sofisticada, que ponía de manifiesto que había exprimido la vida al máximo.

      Ay, a quién quería engañar. Emmitt era sexquisito.

      —¿Reconsiderando la oferta de la cucharita? —La voz grave y áspera le dejó claro que, mientras ella había estado observándolo a él, él también a ella—. Aquí hay espacio.

      Se dio unos golpecitos en el regazo, a poquísimos centímetros de su impresionante paquete, y el corazón de Annie cogió la velocidad adecuada para competir en las 500 Millas de Indianápolis.

      Annie clavó los ojos culpables y avergonzados en los de él, que no estaban para nada avergonzados. La falta de pantalones no parecía afectarlo ni un ápice; más bien le hacía esbozar una sonrisa encantadora y lucir una mirada divertida —en la que había, además, un destello mucho más peligroso—.

      —Pues no. Estaba valorando nuestro sistema de educación pública. ¿Eres un analfabeto o solo un maleducado?

      Emmitt le echó un vistazo al cartón vacío del suelo con una notita rosa chillón que decía: «De Anh, no beber».

      —Habría sido muy feo por mi parte dejarlo en su sitio cuando queda un mísero trago.

      Se

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