A Roma sin amor. Marina Adair

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A Roma sin amor - Marina Adair

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se quedó en silencio y la contempló con tal intensidad que Annie se removió, inquieta.

      Ya estaba a punto de ponerse a saltar cuando él añadió finalmente:

      —Supongo que, sin ella, te has sentido un poco perdida en todo este embrollo.

      —Pues claro que la echo de menos. Para eso no hace falta ser vidente.

      —¿Cómo se llamaba? —quiso saber Emmitt, y la pregunta le provocó a ella una ola de calidez que inundó su cuerpo.

      —Hannah —susurró. Le extrañaba por qué el mero hecho de decirle el nombre de su abuela le resultaba tan íntimo—. Y muchas mujeres escogen llevar el vestido de sus abuelas. Es una tradición bastante común.

      —No comentaste que tu madre lo hubiera llevado, así que no creo que sea una tradición. Creo que querías llevarlo porque deseabas que Hannah estuviera contigo, y era lo que más se le acercaba —dijo, y el estómago de Annie se estrujó de la inseguridad, porque el tío lo estaba clavando—. Pero es evidente que hablar de la boda no te deslumbra, sino que te incomoda.

      —No me incomoda —mintió, negándose a mostrarle lo difícil que todavía era para ella hablar de su abuela—. Es que estoy cansada.

      —Pues te lo cuento rápido. Prefieres bañarte, pero te duchas para ahorrar tiempo. Sientes predilección por combinaciones extrañas, como peperoni y aceitunas, chocolate y mermelada, y camisetas extragrandes y braguitas diminutas. Eres una maniática de la limpieza, pero me juego lo que quieras a que hay un lugar en el que te desmelenas y dejas que todo campe a sus anchas, desordenado.

      El rostro de Annie debió de reflejar sorpresa, porque Emmitt se echó a reír.

      —¿El interior de tu bolso? O quizá sea tu coche, repleto de envoltorios, botellas de agua vacías, y seguramente también haya unas cuantas galletas madeleine para casos de emergencia. Sea donde sea, fijo que es un auténtico desastre. Eres tan romántica como complaciente. No te lo piensas dos veces antes de sacrificar lo que quieres para así facilitarle las cosas a alguien, y por eso no te importa que te llamen Annie, cuando en realidad prefieres Anh.

      Una cruda y familiar vulnerabilidad la embargó, le llenó el corazón y se derramó por todos lados antes de arder como el ácido sobre el metal. O bien Emmitt era superintuitivo o en el mundo de ella todos estaban ciegos. Y no sabía cuál de las dos opciones la cabreaba más.

      —Me estás mirando fijamente —le soltó él con brusquedad.

      —Solo intento descifrarte a ti, pero como eso sería más largo que terminar un máster, y como me toca madrugar, creo que por hoy ya basta.

      —Supongo que hasta los corazones heridos necesitan dormir.

      —Supongo que sí. —Y antes de cometer una estupidez, como sentarse en el regazo de él y pedirle que le contara un cuento, Annie apretó el interruptor y sumió la estancia en la oscuridad.

      «Ay, madre», una malísima decisión.

      Tendría que haber dejado que Emmitt apagara la luz una vez ella se encontrara ya en el dormitorio, a salvo al otro lado de la pared. Así no se habría fijado en que sus Calvin Klein eran más brillantes —y más grandes— cada segundo que pasaba. Tal vez sus ojos solamente estaban adaptándose, y dilatándose para absorber el máximo de luz.

      O quizá su suerte por fin había tocado fondo, porque no había duda de que los calzoncillos de él resplandecían. Cuanto más se acostumbraban sus ojos a la negrura, más confundida estaba ella, hasta que no pudo contener más tiempo la carcajada. Emmitt Bradley, el ser superior e intuitivo, llevaba calzoncillos que brillaban en la oscuridad.

      Annie rio a medida que se revelaban las formas.

      —¿Estás de coña? ¿Gatitos y arcoíris?

      —Dime, Ricitos de Oro. —Ese día, su sonrisa se había ensanchado varios centímetros—. ¿Es demasiado grande o tiene el tamaño ideal?

      Annie repasó las opciones que había barajado con anterioridad y optó por una quinta. Una retirada total y humillante.

      Se giró, echó a correr como si la persiguieran unos sabuesos hambrientos y entró en el dormitorio a toda prisa. Cerró de un portazo antes de lanzarse sobre la cama. Tan ridícula y avergonzada se sentía que se tapó la cabeza con la sábana y cerró los ojos en busca de una protección extra.

      —¿Es por los gatitos? —le gritó él desde la puerta.

      Capítulo 6

      Su madre solía decirle que era muy tozuda. A Annie le gustaba más describirse como decidida. Pero por más decidida que estaba a no perder ni un segundo de sueño por culpa del hombre de los calzoncillos que brillaban en la oscuridad, cuando el primer rayo de sol se coló por la ventana, tenía los ojos como platos.

      Cada vez que los cerraba, su respiración se volvía ridículamente errática y sus pulsaciones se acercaban al nivel de infarto.

      «Emmitt no es para tanto», se dijo, tumbada hasta que la suma de la colcha y sus cálidas espiraciones convirtió la cama en una sauna y Annie creyó ahogarse. «La madre que lo parió». Se destapó de repente.

      Era imposible que pudiera enfrentarse a él. Nunca sería capaz de olvidar todo lo que había visto… Siempre que viera un anuncio de Calvin Klein experimentaría una descomposición visceral. Y de ninguna de las maneras, en ninguna circunstancia, Emmitt debía saber cuánto la había impactado.

      No, ningún hombre tenía el poder de desbaratar su vida. Y el que se encontraba al otro lado de la puerta del dormitorio no iba a robarle ni un solo momento más de paz.

      Se levantó de la cama y se dirigió al cuarto de baño.

      Como una zombi, se dio una larga ducha y dejó correr el agua caliente hasta vaciar la caldera. Eso no la ayudó demasiado. Todavía le picaban los ojos y el cerebro le funcionaba superlento, y terminó lavándose el pelo con espuma de afeitar. Y por eso cada vez que se olía el pelo se le endurecían los pezones.

      Annie no sabía cómo, pero logró convencerse para no regresar a la cama con la agradable compañía de su querido vibrador. Se puso unos vaqueros y una camiseta, y entonces, temerosa de que Emmitt siguiera apostado junto a la puerta como la última vez que lo había comprobado, hizo lo que habría hecho cualquier mujer madura en su situación.

      Sigilosa, salió por la ventana y corrió hacia su coche, dispuesta a darle varias veces al acelerador con el freno de mano puesto y a desearle los buenos días con un timbrazo largo y sonoro de claxon, por si acaso el muy canalla todavía dormía. Al alejarse del camino de entrada, sin embargo, un molesto pensamiento se adueñó de su cabeza. ¿Emmitt había sido más listo que ella o acaso Annie había caído en su juego?

      Encaminarse a su puesto de trabajo sin que nadie la reconociera era una experiencia nueva para ella, y Annie disfrutaba de su anonimato en el Hospital General de Roma. Con el uniforme médico en el bolso y un ramillete de flores en la mano, no vestía como la médica asociada que era.

      En Connecticut, de nada le habría servido. Ya antes de cruzar la puerta de entrada la habrían visto y abordado una docena de compañeros y pacientes. Le habrían hecho preguntas, muchísimas preguntas, sobre la boda,

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