A Roma sin amor. Marina Adair

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opción. No estaba especialmente orgulloso de su estrategia, pero sí desesperado. Y los hombres desesperados cometían actos desesperados. Como mentirle a un tío que podría sustraerle un riñón mientras él dormía tan tranquilo.

      Después de respirar hondo unas cuantas veces, Emmitt se secó la frente y entró en la sala de espera de la clínica. Estaba animadísima, con numerosos pacientes, teléfonos que no paraban de sonar y avisos por megafonía. Detrás del mostrador se sentaba Rosalie, que se encargaba de la recepción con la eficiencia de un controlador aéreo.

      Emmitt no sabía qué era más viejo, si el pueblo de Roma o Rosalie Kowalski. Por lo que le habían dicho, la mujer era la jefa de la recepción ya cuando el Dr. Tanner abuelo colgó la bata, allá por los años sesenta.

      Casi todo el mundo había supuesto que, cuando Gray se licenciara en Medicina, volvería a Roma y formaría parte del personal de la clínica. Quien conociera a Gray, quien lo conociera de verdad, sabría que era el tipo de persona a la que le gusta ganarse los elogios; que siempre optaba por el camino correcto, aunque fuera el más difícil.

      Emmitt lo respetaba. Y lo respetó todavía más cuando el abuelo de Gray sufrió un infarto y él dejó una cómoda posición en Boston para ayudar con la clínica hasta que encontrara a otro socio.

      Fue entonces cuando conoció a Michelle y decidió que, al final, era en Roma donde quería quedarse. El amor es así de simpático.

      —Vaya, a quién tenemos aquí —dijo Rosalie, que gestionaba dos teléfonos a la vez. A primera vista, su moño plateado y sus sempiternas gafas le daban un aire a la rechoncha profesora McGonagall de Hogwarts. Y aunque Rosalie hiciera de Mamá Noel en todos los desfiles navideños de Roma desde que el mundo era mundo, también era la líder de la Yayo Banda, un club motero para personas de más de cincuenta y cinco años—. El héroe de nuestro pueblo.

      —No sé qué decirte.

      —Apuesto lo que quieras a que las mujeres que sacaste del incendio estarían de acuerdo conmigo. —Rosalie se llevó una mano rolliza al corazón—. Pensar antes en sus vidas que en la tuya. No podríamos estar más orgullosos.

      —¿Mujeres? —Emmitt se rascó la nuca.

      —Sí, el grupo de Futuras Ingenieras del Mundo que visitaba la planta el día de la explosión. He oído que las salvaste a todas de una vez.

      Emmitt se avergonzó. La única manera de no revelar su auténtico estado era hablar lo menos posible. Pero en lugar de poner fin a los rumores, la gente interpretaba su silencio como un permiso para llenar los vacíos que hubiera en su historia.

      Como decían en el pueblo, eran unos mentirosos compulsivos.

      —Qué no haría para que una mujer guapa me dé su número. —Los únicos números que recibió fueron los de su médico. El número de costillas fracturadas. El número de piezas de metralla extraídas. El número de días que había estado inconsciente. El número de meses que tardaría en recuperarse.

      Y el número de veces que debería dar las gracias a la fortuna por seguir vivo. Veintidós mujeres, once hombres y nueve niños no podían decir lo mismo.

      Emmitt había informado de un montón de desastres a lo largo de su carrera. Uno de los peores fue una historia que le tocó cubrir en Irak, cuando un camión bomba explotó en el muro adyacente de la base de la marina. Fueron necesarios setenta y tres soldados y dos semanas para localizar todo el ADN de los catorce marines, los veintiún constructores, los nueve trabajadores locales y los seis enfermos del hospital naval fallecidos en la explosión.

      Los soldados acuden a zonas en guerra entrenados para evitar que ocurran atrocidades, pero también entrenados por si sucede lo peor. En China, fueron operarios de una planta de hormigón. Mamás y papás que se sentían tan seguros que la mayoría llevaba a sus hijos a la guardería ubicada justo a las puertas de la fábrica.

      El nudo que tenía en el estómago se apretó con fuerza. Le ardieron los ojos y le latieron las sienes.

      Rosalie se lo quedó mirando con creciente preocupación.

      Emmitt estuvo tentado de decirle que no pasaba nada. Ya se preocupaba él por los dos. Y antes de que la mujer comprendiera que debía sentir lástima por Emmitt, este la deslumbró con una sonrisa de anuncio de dentífrico. Era una de esas semisonrisas que provocaban la aparición de esos hoyuelos que de pequeño detestaba y que empezaron a gustarle cuando comenzaron a gustarle las mujeres.

      —Sigo esperando que me des tu número, Rosalie —le dijo, y su comentario, como no podía ser de otra manera, funcionó.

      Emmitt preferiría estar en casa poniendo nerviosa a su nueva compañera de piso, pero Annie se había escabullido antes de que él viera qué bata vestía hoy. Y menuda pena.

      —¿Por qué me adulas de esta manera, Emmitt?

      —Si me lo preguntas es que hace tiempo que necesitas que te adulen y te piropeen. Llama a ese jefe tan estirado que tienes. Le voy a cantar las cuarenta.

      —Mi jefe me trata bien. Y está demasiado ocupado como para que lo molestes.

      —¿Puedes llamar al médico de guardia?

      —Depende. ¿Tienes cita? —La sonrisa de Rosalie se esfumó.

      —No, pero…

      —Sin cita, sin visita. Ya conoces las normas.

      A Emmitt le gustaba retorcer las normas siempre que se le presentaba la oportunidad, y si con ello alteraba el horario de Gray, mucho mejor.

      —Solo será un minuto.

      —El Dr. Tanner no tiene un minuto. ¿No ves cómo está la sala de espera? —Señaló con la mano a una sala atestada de pacientes—. Tiene una agenda muy apretada, una de las enfermeras está de baja y ha habido un caso de sarna en la escuela de primaria.

      Al observar con detenimiento, Emmitt se dio cuenta de que la estancia estaba llena de madres e hijos. Hijos que se rascaban sin parar.

      —Será muy rápido, en serio.

      Emmitt había dormido en algunas de las peores condiciones que fuese posible imaginar, cenado grillos antes de que fueran una delicatessen y cubierto todas las pandemias, de la malaria al ébola, pasando por un reciente estallido de gripe porcina. Sin embargo, había algo en esos bichillos que horadan la piel que le ponía los pelos de punta.

      —Que no. —Rosalie meneó la cabeza.

      —Solo necesito un minuto.

      —Ya te he oído la primera vez que lo has dicho. —Rosalie se cruzó de brazos, dispuesta a derribarlo si era preciso.

      —Mira, vuestro niño bonito me ha dicho que me pasase hoy.

      —Tengo dos doctorados —le dijo Gray desde el pasillo. Con las gafas puestas y la cara enterrada en un historial, daba la sensación de que se ocupaba de la sarna sin ayuda de nadie—. No soy ningún niño. Y ¿qué haces aquí? —Calló unos instantes—. Dios, no me digas que es porque no puedes ir a recoger a Paisley. No me dejes tirado cuando queda media hora.

      —No te dejo tirado —dijo Emmitt, con un evidente tono de «que te den, capullo».

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