A Roma sin amor. Marina Adair

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A Roma sin amor - Marina Adair

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en esa situación le resultara de lo más divertido—. Gracias por el papel que tuviste en eso, por cierto.

      —Si tienes algún problema, habla con tu agente inmobiliario.

      —Puede que Levi estuviera de acuerdo, pero sé perfectamente que fue porque tú lo presionaste —dijo Emmitt—. Habría sido genial que me avisarais.

      —Si hubieras estado en contacto con nosotros, te habría advertido. —Gray cogió el bolígrafo y la libretita que siempre llevaba encima, como si nadie lo hubiera informado de la revolución informática—. Veamos, esto irá de la siguiente manera. ¿Quieres que te dé el alta? Pues sé del todo sincero conmigo.

      —¿Qué más quieres saber? —Emmitt se encogió de hombros, sin confirmar ni desmentir nada.

      —¿Hubo complicaciones por la explosión que no me estás contando?

      —¿Complicaciones que afecten a mi capacidad para leer y escribir? —Cuando Gray esperó a que Emmitt respondiera a su propia pregunta, este se incorporó en la silla, y el movimiento repentino hizo que las palpitaciones se colocaran justo detrás de sus ojos—. No, Gray, leo y escribo sin problemas.

      —Da igual. Cuando sufres un accidente en el trabajo, debes estar recuperado por completo antes de volver… Ya lo sabes.

      —Has hablado con Carmen.

      —Hice un juramento —Gray cerró la libreta— y por eso voy a tener que echarle un vistazo al historial del hospital de China antes de que sigamos.

      —No tengo historial. —Y era verdad—. Me dieron el alta. Volví a casa. El único papel que me dieron fue el recibo de mi compañía de seguros. Y aunque tuviera los papeles médicos del hospital, que no tengo, estarían en mandarín.

      —Pues vas a tener que llamar al hospital en el que te trataron. Cuando me hayan enviado sus conclusiones por correo electrónico, programaremos una cita para hacerte un chequeo en condiciones.

      —¿Hablas en serio? —le espetó Emmitt—. ¿Tiene esto algo que ver con que reclame mi derecho a llevar a Paisley al baile de padres e hijas?

      Gray arqueó una ceja reprobatoria.

      Vale, lo había dicho con más rabia de lo que planeaba, pero ¡madre de Dios! ¿Por qué Gray tenía que ser siempre un boy scout? Emmitt no pedía que le diera el alta para largarse a una plataforma en llamas a trescientos metros de altura. Lo único que quería era terminar el reportaje que había empezado, necesitaba hacer más entrevistas y más fotos.

      Su cámara y su ordenador habían vuelto a Roma, pero la mayoría de las notas que tomó y las grabaciones digitales que recopiló para la historia llegaron por accidente a la sede central de Nueva York, y Carmen las tenía secuestradas.

      —¿Y si hacemos un trato? —Los latidos de su cabeza se habían asentado con fuerza detrás de sus ojos—. Tú le mandas un correo a Carmen para decirle que estoy bien y yo te prometo que no aceptaré nuevos encargos hasta que haya pasado el baile.

      —¿Que le mienta a Carmen Lowell? —se rio Gray—. Con esa mujer no te irás de rositas hasta que le pidas disculpas por todos los errores que has cometido desde que la conociste.

      —Y por eso necesito la aprobación de un doctor. Así no dependería de ella. Entrarían en escena los de Recursos Humanos y Carmen tendría que dejarme acabar la historia.

      —¿Se te ha ocurrido pensar que a lo mejor la orden procedía de RR. HH. y Carmen no era más que la mensajera?

      No, no se le había ocurrido. Emmitt había estado tan frustrado por la situación que había supuesto que era otra de carmenazas de Carmen.

      —¿Te acuerdas de cuando me mandó a Moscú por un suceso de última hora? Me compró el billete de un avión que aterrizó a las tres de la madrugada en pleno mes de enero, y resultó que la persona a la que debía entrevistar vivía en Moscú, Kansas.

      —Y seguro que ni siquiera ibas a cubrir tú la historia. —Gray tuvo el coraje de reírse—. Ya te advertí que no mezclaras trabajo y placer, Em. Qué quieres que te diga, tú solito te lo buscaste… No es problema mío que a ella le dé rabia que ya no le des otras cosas. Pero echar por los suelos una historia y verse obligada a maquetar de nuevo toda la revista me parece un pelín exagerado, incluso para Carmen.

      —Yo no pondría la mano en el fuego. —Pero si Carmen no estaba detrás de eso, quería decir que la decisión la tomaron los jefazos, así que iba a necesitar a Gray a bordo más que nunca.

      —Sea como sea, ya ves por qué tengo que seguir las normas al pie de la letra. Si te doy el alta y vuelves a herirte durante el trabajo, mi hospital y yo podríamos enfrentarnos a una denuncia.

      —Los dos sabemos que yo nunca te denunciaría —bufó Emmitt—. Te lo estás inventando porque controlar mi vida te la pone dura.

      —La vida no siempre gira alrededor de ti y de tus necesidades, Em —dijo Gray con una calma zen que irritó todavía más a Emmitt—. Cuando mi clínica se fusionó con el Hospital General de Roma, tuve que adoptar una lista enorme de normas y una dirección ante la que responder. No todos podemos ir por el mundo inventándonos las reglas sobre la marcha.

      Entre tantos golpes directos y certeros, ese último hundió su armada invencible.

      Emmitt no era un trotamundos por amor al arte. Tenía facturas que pagar y una cuenta para la universidad a la que contribuir. Su trabajo le permitía la posibilidad de llevarse a Paisley a unos viajes maravillosos por el mundo y explorar lugares que de otra manera su hija jamás habría conocido. Paisley no era lo bastante mayor para sacarse el carné de conducir, pero en su pasaporte tenía sellos de cuatro de los siete continentes. El regalo para cuando en breve se graduara —visitar a los pingüinos de la Antártida— la haría alcanzar el increíble número cinco.

      Desde el momento en que Paisley entró en la vida de Emmitt, Gray siempre se las había apañado para llevarle ventaja. De él dependía qué findes y vacaciones iba a pasar Emmitt con su propia hija, e incluso quería controlar la manera de criar a Paisley. Si hasta tenía el valor de educar a Emmitt acerca de los regalos que se consideraban «demasiado extravagantes».

      Sí, Gray había formado parte de la vida de Paisley desde antes de que ella lo recordara. Y sí, Emmitt daba las gracias a diario por que Michelle hubiera tenido a alguien que la ayudara con Paisley. Pero solo porque Gray se hubiera presentado antes a la carrera, una carrera a la que Emmitt no sabía que estaba inscrito hasta que la pequeña cumplió cinco años, eso no lo convertía en un mejor padre.

      —Tienes razón, yo no sigo las normas. Qué curioso que, cuando es en tu beneficio, como cuando no reclamé la custodia cuando murió Michelle, es algo noble. Pero cuando no puedes sacar nada de provecho, estoy siendo egoísta.

      Gray se quedó tan inmóvil que ni siquiera respiró. Impertérrito, daba la sensación de que intentaba asimilar lo que le había dicho Emmitt. Cuando habló, no fue más que un susurro:

      —¿Pensaste en reclamar la custodia?

      —Pues claro que sí. Es mi hija.

      —Y mía también —dijo Gray, y Emmitt vio cómo la verdad se aposentaba sobre el doctor como si de un bloque de hormigón se tratara—. ¿Todavía lo piensas? Lo de pedir la custodia.

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