A Roma sin amor. Marina Adair

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A Roma sin amor - Marina Adair

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style="font-size:15px;">      Ya era demasiado mayor para creer en fantasías y cuentos de hadas.

      Sobre todo después de haber llegado, por accidente, al perfil de Instagram de Clark, donde lo vio observar a Molly-Leigh con la misma adoración que sus abuelos en aquella fotografía. Era la prueba de que una imagen valía más que mil palabras.

      O al menos cuantas necesitaba Annie para cerrar todas las puertas que la conducían a él.

      En su vida ya había cerrado un montón. Para variar, le gustaría encontrarse al otro lado de una de esas puertas, cogida de la mano de alguien cuando sonase el portazo. Alguien que la mirara como el abuelo Cleve siempre miró a la abuela Hannah.

      Ni Annie ni Clark dijeron nada durante un buen rato; se limitaron a escuchar la respiración del otro. El silencio no era incómodo ni tan tenso como Annie se había imaginado. Y el dolor que siempre la ataba como si de una correa se tratara, y que tiraba de ella cuando le venía en gana, se había esfumado. De hecho, no se había sentido tan liviana desde el día que Clark se arrodilló y ella le dijo que sí.

      —¿Puedes dármelo? —le preguntó.

      —¿Tiempo? Te doy todo el tiempo que necesites —dijo Clark con una energía renovada en la voz—. Pero no te tomes mucho. La boda está a la vuelta de la esquina y…

      —Ya te he dicho que no.

      —… la invitación te llegará en breve.

      —Me da igual. Me has dicho que esperabas mi respuesta. Y mi respuesta, a no ser que la invitación vaya a acompañada de diez mil pavos, es un no rotundo.

      —Te veré en la boda, Anh-Bon.

      —Va a ser que no. —Silencio—. ¿Clark? —Pero el tío le ya había colgado—. ¡Me cago en todo!

      Annie también colgó, pero de inmediato volvió a marcar su número. Le salió el buzón de voz. Cuando acabó el mensajito grabado, Annie echaba espumarajos por la boca.

      —Los amigos no les piden a sus amigos que asistan a bodas robadas, Clark. Así que no, no pienso ir a la tuya. Y necesito que me devuelvas la fianza ahora. No el mes que viene, no en la boda que me has robado, ni siquiera cuando el sol ilumine el recibidor como si de mil velas se tratara. Necesito que me devuelvas el dinero esta semana, o si no…

      Su móvil le anunció con un pitido que un nuevo evento se había añadido a su agenda. Annie se quedó mirando la pantalla y soltó un taco.

      Boda de Clark y Molly-Leigh.

      Con el ceño fruncido, Annie abrió la agenda del día siguiente y sus dedos acuñaron un nuevo evento en la pantalla.

      Enviar 10 000 dólares a Annie. O llamará a tu madre.

      Al poco de añadir a Clark al evento, este desapareció. Y reapareció el mismo día de la boda, con un recordatorio destinado a ella. No tuvo tiempo de chillar antes de leer el texto.

      A tu suegra le encantará hablar contigo. Dale recuerdos de mi parte, Anh-Bon.

      —¡No es mi suegra! ¡Y deja de llamarme Anh-Bon!

      Capítulo 7

      Emmitt cruzó las puertas de cristal esmerilado de la Clínica Tanner, y el aire fresco le enfrió el sudor que le cubría la frente.

      No sabía si los espasmos de su pecho, como si sufriera un ataque al corazón, se debían a una caminata de diez manzanas bajo los treinta grados que marcaba el termómetro, y la humedad correspondiente, o a que su cuerpo simplemente reaccionaba al dolor que le destrozaba la cabeza.

      Emmitt había necesitado un lugar tranquilo en el que sentarse y cobijarse del sol —y, a poder ser, con aire acondicionado— antes de ponerse en ridículo en la calle principal del pueblo.

      «Por Dios». ¿Qué dirían sus amigos de escalada si lo vieran ahora?

      Dos años atrás, escaló el Everest con tan solo una mochila y la funda de la cámara, tras pasar diez días en el campo base. Hoy, no había andado más de medio kilómetro y la privación de oxígeno le hacía pensar que iba a estallarle el pecho.

      Si le estallaba en la clínica de Gray, sería el más desgraciado del mundo y muy probablemente se pasaría las siguientes seis semanas inválido en el sofá. Y entonces se le ocurrió otro escenario, uno en el que aparecía una enfermera no enfermera muy sexy a la que, por suerte para él, le encantaba llevar ropa interior de encaje, y que poseía las manos más suaves con las que nadie le hubiera dado un empujón.

      «Anda que no molaría». De repente, Emmitt estaba como unas castañuelas. Provocarla la noche anterior había sido divertido. Más que divertido, graciosísimo. También era una estupenda manera de distraerse de sus otros problemas. Sin embargo, ahora debía concentrarse y recuperar la forma física. O cuando menos que no pareciera que la potencia de una suave brisa de verano podía derribarlo.

      Emmitt tenía un claro objetivo: convencer a Gray para que le diera el alta, y así poder volver al trabajo.

      Porque, aunque Gray no aprobaba que los médicos falsearan los informes, Carmen le había dejado muy claro que no iba a arriesgarse a mandar a un periodista herido a ninguna cobertura de ninguno de los periódicos o revistas del grupo —que eran una auténtica basura— hasta que un doctor le diese el alta. Ni el encanto personal de Emmitt ni su estilo periodístico de Juan Sin Miedo iban a ayudarlo esta vez.

      Emmitt había estado buscando un vacío legal que le permitiera seguir trabajando, sin ningún éxito. Por lo visto, a Carmen no le importaba contar con un periodista menos, uno que aceptaba cualquier tema que le propusieran por más extravagante que fuera. Emmitt se estaba volviendo loco al verse obligado a descansar mientras en el mundo no paraban de suceder cosas que él quería contar.

      Quizá fuera por esa parte de él que ansiaba emoción, o quizá por aquel muchacho de diez años que necesitaba respuestas para unas preguntas imposibles, pero el fotoperiodismo corría por sus venas. No quería ser tan pretencioso como para decir que era su vocación, pero por más complejo que fuera el tema o por más peligroso que resultara el entorno, algo en su interior se negaba a dejarlo.

      Todo el mundo merecía que alguien contara su historia. Emmitt las buscaba entre las gentes silenciadas, las ignoradas, las totalmente marginadas, cuyos problemas pasaban desapercibidos para el resto de la humanidad.

      No había tiempo suficiente para narrar las historias de todos, pero Emmitt estaba comprometido a arrojar luz sobre la máxima cantidad posible. Por lo tanto, cada día que pasaba tumbado por culpa de un maldito informe médico era una oportunidad perdida para compartir la historia de alguien.

      Gray no le daría el alta de ninguna de las maneras si supiera el alcance real del accidente y de sus heridas. El padrastro de su hija no era uno de esos hombres que uno pudiera sobornar, comprar o engatusar para que hiciera la vista gorda. Una cualidad que no debería tocarle tanto las narices a Emmitt, pero así era.

      En lo que a su trabajo se refería, Emmitt había establecido un estricto código ético, del que jamás se apartaba. Eso no significaba que no estuviera dispuesto a manipular una situación para descubrir la verdad. Por desgracia para él, el buen doctor solo tenía una debilidad…, una jovencita a la que no iba a recurrir.

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