Socarrats. Julio García

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alargó por un buen tiempo mientras sus súbditos esperaban pacientes con la cabeza agachada o mirando de lado, evitando observarle, soportando el hedor. Regresó al lecho sin más palabras ni poder enderezar el cuerpo.

      Carlos II siempre había estado enfermo, no conocía otra vida. Los continuos enlaces entre herederos de la Casa de Habsburgo debilitaron, en su aberración consanguínea, en demasía el linaje de la Corona de España. Para no desfallecer necesitó de catorce matronas que lo amamantaron hasta los cuatro años, y hasta los seis no pudo mantenerse en pie. A menudo orinaba sangre y padeció todas y cada una de las enfermedades conocidas: sarampión, rubeola, varicela, viruela y un sinfín de infecciones y cólicos, además de constantes ataques de epilepsia, lo que acrecentaba su malnutrición y el envejecimiento prematuro. Nadie hubiera asegurado que ejerciera como rey de España, Nápoles, Sicilia y Cerdeña y de los Países Bajos. Tal vez su frágil apariencia diera pie a ello. Decían que era un hombre bajo y feo, de cuello largo, al igual que la cara, estirada a más no poder. Además, se aseguraba que era estúpido y bastante ignorante en cuestiones de la vida y mucho más de Estado, pues sus limitadas entendederas no iban más allá del quehacer diario. Realmente, nadie le había comprendido jamás, ni tan siquiera se esforzaron en curtirle como el heredero de la Corona, pues nadie pensó que sobreviviera a su propia infancia. Tenía el corazón roto, destrozado como su alma, pues siempre fue tratado como un muerto en vida. Le llamaban el Hechizado. Solo su esposa María Luisa de Orleans supo valorarle y darle aquello que tanto necesitaba: amor y comprensión. Y él poco más pudo ofrecerle que ternura, impotente como era. La amaba con locura tal, que no había día que no desfalleciera por hacerla feliz… Ahora estaba muerta. Sin su amor ni consejo, nada tenía sentido en este su mundo, donde las intrigas y conjuras colmaban por doquier cada estancia de palacio. Su segunda esposa, la alemana Mariana de Neoburgo, en nada le agradaba, ni en pensamiento ni en corazón. Ella trabajaba incansable por sentar en el trono, una vez llegara la deseada muerte del monarca, a su sobrino, el archiduque Carlos de Austria, hijo de Leopoldo I, emperador del Sacro Imperio Romano Germánico.

      Muchos hablaban del fario que había sido su reinado, decadente y corrupto, que nada bueno aportaba a España ni al devenir de la historia. Sin glorias ni honores que admirar, pronto le olvidarían, así falleciera. Sin embargo, otros aseguraban que era un reinado donde el Imperio permanecía fuerte ante el expansivo inglés, el incisivo francés y el ambicioso germano-austrohúngaro; una regencia donde se había iniciado la recuperación de las bancarrotas ejercidas por sus antepasados en interminables guerras y abundantes deslices, lo cual significaba también el fin de las hambrunas que padecía el pueblo. Lo cierto es que puso empeño en deshacer guerras, en sentar las bases de la Ilustración y en ejercer reformas responsables. Además, respetó siempre los fueros y las libertades de sus reinos y señoríos a pesar de los intereses y consejos de nobles y aduladores; más en un mundo de corrupción que trataba de cercarle día y noche, pues según quién se encontrara más cerca de sus pensamientos, influyendo en contubernio, en ello andaba el designio real de la sucesión: el duque Felipe de Borbón o el archiduque Carlos de Austria, difícil cuestión. A tal punto se anduvo, que varias veces reescribiría el rey su testamento. Mucho había en juego: todo un imperio.

      —Mi rey, ¿vos sabéis qué habéis hecho? —preguntó uno de sus consejeros.

      —¿Qué? —susurró el rey recostándose en el lecho, sin apenas mirarle.

      —Habéis vuelto a cambiar el testamento… de nuevo… Otra vez.

      —Sí, lo sé.

      —Pero la reina…

      —Su Majestad el Rey siempre sabe lo que hacer, lo correcto —intervino un religioso de alta alcurnia, elevada mirada y marcado carácter, de forma orgullosa; se trataba del cardenal Portocarrero, valido, lugarteniente y gobernador del Reino de Castilla.

      —La reina quiere ser dueña del Imperio como la gran emperatriz que nunca fue. Desde el mismo día de mi boda solo piensa en ello… y en que me muera de una vez —aseguró el rey.

      Se hizo el silencio en la habitación.

      ¿Quién iba a contradecir tan gran verdad?

      O, tal vez, así se lo habían hecho creer. Lo cierto es que la reina no esperaba como heredero al francés ni en sus más terribles pesadillas.

      —No gustará de este cambio en el testamento, Su Majestad la Reina aboga por el archiduque Carlos —le aseguró uno de los consejeros bajo la inquisidora mirada del cardenal.

      —Olvidad a la reina. Ciega anda buscando el poder, cree que suyo ha de ser. Arruinará lo conseguido y lo que tuviera a bien por llegar; siempre dijo que me había postrado ante el francés cuando lo que hice fue dar paz a mi pueblo —contestó el rey con apenas un murmullo, de mala gana.

      —Bien sabéis vos, Majestad, qué es mejor para vuestros súbditos, para el Imperio. La dinastía Borbón es fuerte y al Rey Sol no le temblará la mano ante nadie por defender a su nieto de cualquier osado que pretenda arruinar la Corona, su grandeza, sus territorios, las Españas que Dios nuestro Señor engrandeció.

      —Así es. Todavía no he muerto y los Austrias ya se han repartido el Imperio con alemanes, ingleses y holandeses. ¿Cómo es posible tal vituperio? ¡Nada quedará de mi amada España! —secundó el rey.

      —Nada —apuntó el cardenal con denotado interés—. Numerosos tratados secretos la desmigajarán entre nobles de la Casa de Austria si cae en manos del archiduque Carlos; es la voluntad de su padre, el emperador Leopoldo I.

      —Felipe de Anjou es el legítimo heredero al trono católico de la Casa de Habsburgo española —apuntaló el rey.

      —Sabia es su magna decisión, Majestad, tal cual corresponde —replicó el cardenal, adulador, sabiéndose vencedor.

      —Sí... Solo importa mi pueblo, el Imperio de las Españas que reiné como bien pude. Así zanjo cualquier disputa que pudiera crear la ausencia de un heredero. Ahora, es mi deseo recibir los Santos Sacramentos. Necesito que mi alma esté en paz con Dios. ¡Y que nadie sepa de mi última voluntad hasta que el Todopoderoso me llame a su vera!

      —La reina preguntará, inquieta se muestra —apuntó el cardenal, temeroso y perspicaz, como quien no quiere pero teme la cosa.

      —Y vos callaréis —ordenó el rey.

      Tras recibir los Santos Sacramentos, el monarca quedó postrado en el lecho, envuelto en sábanas de olor y color agrio, a solas en su cuarto, y resopló levemente, para comenzar a llorar en silencio. Tras 38 años de vida y después de haber enderezado sorprendentemente los designios de la Corona sin más premio que la fatalidad, sentía que la muerte estaba ahí, cada vez más presente. Sin amor, cariño ni comprensión, rodeado de ambiciones, adulaciones vanas y mentiras, no tenía miedo a la muerte, al contrario, parecía desearla, ávido por encontrarse a la vera de Dios, de la Virgen y del Espíritu Santo… y de su amada María Luisa.

      Y llegó aquel 1 de noviembre de 1700.

      Un mes después de la firma del testamento, cuando la muerte acechaba cierta, la reina Mariana, al frente de la comitiva que velaba la agonía del rey, se acercó para limpiarle el sudor de la frente con un pañuelo blanco de encaje, dejando ver su hermoso rostro y sus largos cabellos pelirrojos al reflejo de la llama de las velas.

      —Mi amado esposo, mi rey… Pronto estaréis mejor.

      —¿Mejor?

      —Con Dios, libre de la agonía que os ata a esta vida de dolor.

      —¿Dónde

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