Socarrats. Julio García

Чтение книги онлайн.

Читать онлайн книгу Socarrats - Julio García страница 3

Автор:
Серия:
Издательство:
Socarrats - Julio García

Скачать книгу

a vuestro lado.

      —No recuerdo haberos visto en el día de hoy, ni en el de ayer. Acudís a mí como los cuervos —aseguró a la par que soltaba una larga ventosidad.

      —No digáis esas cosas, no es cierto —replicó la reina, asqueada, tapándose la nariz con el pañuelo.

      De pronto, el rey contrajo el rostro y entró en un ataque de epilepsia. La reina soltó el pañuelo y dio de inmediato unos pasos atrás, sin dejar de observarle expectante.

      —Permitidme, mi reina —intercedió el doctor, intentando colaborar.

      Todo fue inútil.

      Tras horas de tembleques y espasmos, el rey Carlos II abría la boca por tres veces seguidas, dando una convulsión, y expiró defecando.

      El último Habsburgo de la Corona de España había muerto.

      La reina abandonó la estancia, abrumada por el hedor, con cierta prisa y alegría. Pero a mitad de pasillo se encontró con aquel religioso de alta alcurnia, el cardenal Portocarrero, cuya mirada era seria, muy seria, tal cual mordaz era la sonrisa que mostraba. Nunca se habían llevado bien, era imposible; devoto como se había mostrado el religioso de la Casa de Borbón, nada bueno podía significar aquella cara para ella, esa sonrisa repelente e impropia de un hombre de fe.

      El cardenal la esperó sin cejar en su mueca, acariciando un largo rosario que le colgaba del cuello con esa gran cruz de oro piadosa. Ocultó sus grandes manos llenas de sortijas en el interior de las mangas de su toga púrpura, de adornados ribetes dorados. Y se colocó ante la reina cuando esta llegó a su altura, impidiendo deliberadamente su paso.

      —¡Apartaos! ¡Vuestro rey ha muerto! Ahora, ¡soy regente! —exclamó ella, altanera como era, con cierto júbilo mal disimulado, haciéndose valer.

      —Mi amada reina, escuchad este mi consejo, pues es sabio y sano para vos: alejaos cuanto antes de la Corte, pues un nuevo rey ha de llegar, mas no es el que pretendéis, aquel por el que suspirabais —aseguró el cardenal.

      La reina quedó petrificada.

      —¿Qué queréis decir? —preguntó hiriente y quedó en silencio, esperando una respuesta que no halló.

      El cardenal le regaló una maléfica sonrisa.

      —No, no puede ser —remugó ella, comprendiendo pero sin querer aceptar, y con creciente enfado.

      El religioso santiguó a la reina ante la perplejidad de esta y luego, con cierta parsimonia, se apartó para alejarse por el pasillo de piedra, orando por el alma del rey muerto, apenado como tantos, jubiloso como pocos.

      La reina corrió tras él, desesperada, para frenarle asiéndole de un brazo.

      —¡Decidme que no es así! —le espetó nerviosa.

      El cardenal no contestó, ni se dignó. Por el contrario, la miró a los ojos como si ella nadie fuera, le retiró el brazo de forma brusca y siguió su camino, ignorándola tal cual se tratara de vulgar lacaya en vez de reina viuda.

      —¡El Papa no lo aprobará! ¡Todo está resuelto con Carlos de Austria! ¡Él será el rey de España! ¡Es el heredero legítimo! —gritó ella.

      El cardenal no hizo mucho caso a tales palabras, ninguno; tan solo esbozó una sonrisa de indiferencia a la par que acariciaba aquel crucifijo de oro con la yema de sus dedos, y continuó su camino por el pasillo.

      La reina quedó temblando, negando en voz baja de forma continua.

      ¿Cómo era posible? ¿Quién había sido el responsable? ¿Cómo podía haber pasado? Y aquel pasillo se le hizo estrecho, muy oscuro, negro total, y gritó maldiciendo por cuatro veces o más al cardenal Portocarrero, al rey Carlos II y a todos aquellos cómplices responsables de tal aberración, para caer finalmente de rodillas, vencida, llorando de rabia e impotencia.

      Capítulo 2

      16 de noviembre de 1700.

      Un gran rumor sacudía los majestuosos salones del palacio de Versalles, todo luz, espacio y glamour. Luis XIV de Francia, el todopoderoso Rey Sol, se preparaba para dar a conocer la gran noticia a sus súbditos y leales.

      —Hoy es un día triste, pues recordamos a mi muy amado hermano Carlos II, Su Majestad el Rey de España; descanse en paz. Pero, a la vez, también es un día grande que nos trae esperanza y júbilo, pues una nueva era de prosperidad ha de llegar. Leído su testamento, hablado con el Tribunal español, he decidido aceptar y respetar sus últimos deseos —expuso.

      Toda la estancia quedó en silencio, interesada.

      —¡Felipe! —llamó a su nieto.

      Un joven bien agasajado, de 16 años, cara blanca y mofletes rojos, rubio y de mirada tan inquieta como ambiciosa, anduvo hasta posarse a su lado.

      —Señores, ¡he aquí al rey de España! —dictó el Rey Sol.

      Y la Corte francesa fue todo un clamor.

      —Yo… —tartamudeó el joven Felipe, sin apartar la mirada de su complacido abuelo, no por inesperada la nueva, sino por la gran emoción que sentía. Sería rey, rey de España. Es más, era ya dueño y señor de todo ese vasto imperio: las Españas de Fernando e Isabel, los más grandes de todos los reyes de la cristiandad. Así pues, se sentaría en el mismo trono que Carlos V, el más poderoso de los emperadores que la historia había conocido.

      —Ya no hay Pirineos —aseguró el Rey Sol—. Dos naciones que, de tanto tiempo a esta parte, han disputado la preferencia, no harán en adelante más de un solo pueblo. Felipe, sé buen español, que es tu primer deber ahora, pero recuerda que naciste en Francia; para mantener la unión entre nuestras dos naciones, es esta la manera de hacerlos felices y preservar la paz de Europa.

      Felipe, duque de Anjou, fue reconocido como Felipe V de España, tal cual había dispuesto Carlos II en su testamento. Presto a desarrollar sus magnas funciones, se instaló en Madrid en febrero de 1701, una vez desalojada la reina Mariana y sus influencias autriacistas de la Corte, la cual se vio recluida y abandonada en el Alcázar de Toledo. Pronto se trasladó el soberano a Aragón para jurar los fueros y, acto seguido, siguió camino hasta Barcelona, donde juró la constitución catalana. Sí, todo parecía una gran fiesta para la nueva realeza; solo faltaba una reina que fortaleciera la dinastía de la Casa de Borbón en tierras españolas. Y sería en Cataluña donde el joven rey contraería matrimonio, en Figueres, con la princesa María Luisa de Saboya, la cual, con 13 años, se coronaría como reina de España, Nápoles, Sicilia, Cerdeña y de los Países Bajos.

      Joven amante de las artes, las ciencias y del glamour, Felipe V asombró en principio a la Corte haciéndose querer y valer. Pero pronto se rodeó de aduladores y altos cargos llegados desde Francia que bien aplaudían sus excesos juveniles, cuando no le asesoraban, y no lo que más convenía a la Corona, sino a las arcas de comerciantes y nobles corruptos afrancesados. Sin esperarlo, la Casa de Borbón de Francia había conseguido ocupar el trono de España. Así, para la lúcida mente del Rey Sol, en cuestión de semanas, el más poderoso de sus adversarios se había convertido en parte de su linaje, de su familia y, por ende, de sus súbditos. Por ello, Mr. Amelot, marqués de Gournay, llegó a Madrid con una sola misión: destruir los incómodos fueros de los reinos de Aragón, Mallorca y Valencia y del Principado de Cataluña, tan opuestos a la voluntad

Скачать книгу