Socarrats. Julio García

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se la veía por Onda, donde siempre era señalada por gente de bien e, incluso, por la calaña de la más dudosa de las honras. Por ello y a pesar del paso del tiempo, jamás conoció más familia que la de su hermano Juan, pues cualquier pretendiente que le presentaban huía de su pecaminoso pasado, cuando no de ese carácter pelirrojo del que gozaba, un tanto odioso.

      Sin embargo, su hermano, el padre de María, el señor Juan, hombre moreno y recto como Dios manda, era todo lo contrario. Se hacía querer y era conocido en el poble por su humildad, bondad y saberes como agricultor y maestro, pues era ducho en letras de los días en que vivió en Madrid, ocho años con su tío Pepe, el padre Josep para los demás, donde no solo castellano aprendió, sino incluso algo de francés; saberes en la comarca solo al alcance de altos magistrados, religiosos ilustrados y gentes de buena posición. A pesar de dedicarse al campo, la leña y sus judías, los vecinos no le llamaban el fill del Llorquet, sino Mestre, ese era su mote y es raro, pues un malnom casi nunca remarca una virtud. Tal vez fuera por lo que aprendió en tierras de Castilla durante su estancia o por su forma de explicar las cosas, pues todo parecía saberlo gracias a haber viajado tanto y tan lejos. ¡Madrid, la capital del Imperio! Además, gustaba de leer y mucho, a veces hasta bien entrada la noche y, en especial, los poemas de Ausiàs March. De tal forma, a menudo, algunos prohombres del poble, e incluso de las poblaciones del entorno, le mandaban un hijo, al atardecer, por norma los martes y jueves, para que recibiera enseñanzas, especialmente en escritura, pues no tenían escuelas y la mayoría de vecinos eran por completo analfabetos. Esta era una actividad pedagógica que le reportaba cierto prestigio y una buena ayuda económica con la que alimentar tanta boca consentida e improductiva como tenía en casa.

      El señor Juan abandonó la gran ciudad de Madrid cuando su esposa, la señora Manuela, falleció. Allá, en los Madriles, todo le recordaba a ella, que de una mala tos se fue con Dios y solo le dejó para cuidar del bueno de Juanito y de la niña los peines, como llamaba a María en los tiempos felices, por esa rara afición que tenía de pequeñita por colocarse en el moño cuantas peinetas pillaba. Poco recordaba María de su madre: su hermosa sonrisa, una voz aguda y ese aroma nocturno a jazmín de cuando la acunaba en el balcón. Era muy niña cuando la desgracia se abatió en su hogar y sin madre ni rumbo la dejó. Tras las exequias, cuando el señor Juan regresó a Vila-real con su hijo y la pequeña María, le esperaban el abuelo Llorquet, convertido en un anciano gruñón, y su hermana, la tía Anna, sin más dote que su mal genio, una vieja casa a punto de caer en Onda y una pequeña huerta en un pinar olvidado al lado del convento del Carmen.

      * * *

      Aquella misma noche, María asomó a la cocina con una pequeña herida en la mano, se trataba de un corte de navaja hecho al afilar una estaca, esa que pretendía fijar como lanzadera de la red para cazar jilgueros. Se cruzó con Juanito, el cual salió de casa dando un fuerte portazo. El señor Juan, hombre serio de buen vestir y mejores maneras, con su estrecho bigote y monóculo, observaba consternado; anduvo rápidamente tras los pasos de su hijo y abrió la puerta haciéndose escuchar. Pero Juanito se alejó con dos mozos de apariencias altaneras calle abajo, sin hacerle caso alguno. Habían discutido de nuevo, algo que comenzaba a resultar frecuente y bastante incómodo para todos en casa; sería cosa de la edad del muchacho, que ya era todo un hombre, y en eso de descubrir mundo y buscarse un futuro que le agradara había salido a su padre.

      El señor Juan agachó la cabeza, resopló, cerró la puerta y regresó a la cocina, donde tía Anna esperaba con los labios arrugados, los brazos en jarra y la cena preparada.

      —El suquet se enfría —remugó ella.

      —¿Has visto al niño? ¡Se ha ido de xulla con esos haraganes que tiene por amigos! ¡Y ya está! —soltó el señor Juan con enfado, recriminando tal acción.

      —Ya no es tan niño —replicó tía Anna.

      —Es el cumpleaños del hijo del… —fue a intervenir el abuelo, sentado a la mesa ante el plato de sopa humeante.

      —Ya lo sé, pero habíamos quedado en ir de caza temprano.

      —Sabes que no le gusta la caza, eso de pegar tiros no va con el muchacho. Juanito es más de picos pardos y un buen arado; además, tiene arte en eso de la costura, se le da bien el hilo y la aguja. ¿Por qué no le dejas ir a Valencia a aprender, tal cual desea? Hoy día, la costura no tiene por qué ser oficio de sarasas, hay grandes sastres —expuso el abuelo, troceando un buen mendrugo, sin dar más miga al asunto.

      El señor Juan le miró por un instante, ciertamente consternado. Luego, apretó los labios y se sentó en una silla de anea ante la mesa, sin querer contestar.

      María llegó en ese instante y se colocó junto al abuelo, con hambre.

      —¿Y Juanito? ¿No quiere cenar? —preguntó inocente.

      —Cenará fuera, con unos amigos —sonrió tía Anna.

      El señor Juan comenzó a sorber la sopa, cucharada a cucharada, rumiando en su mente la decepción. ¿Cómo era posible que su hijo no quisiera acompañarle de cacería? Acababa de limpiar el viejo mosquete del abuelo, que parecía potente, muy potente, quería probarlo con él, llevarlo al monte de caza, debería estar contento. Muchas más cosas pensó sobre el muchacho, pero no dijo nada. Tal vez lo mejor sería descansar en su malsana obsesión por convertirle en un hombre probo y digno de Dios, pues parecía que se desviaba en demasía en temas más propios de mujeres que de hombres. Sopesó por unos momentos enviarle a un seminario, con el tío Pepe. Y negó con la cabeza: sabía que lo que debía hacer era dejarle volar. Al fin y al cabo, conocía a varios sastres y en nada les iba mal la vida, y bellas amantes tenían, además de esposa e hijos; no todos los costureros tenían que ser sarasas.

      —Papá… —fue a hablar María.

      El señor Juan miró a su hija.

      —¡Calla y come! —le soltó con cara de mala leche—. En la mesa no se habla.

      El suquet estaba muy bueno: caldo de pescado, aceite, ajo y pan.

      —¿Saldrás de caza sin el muchacho? —preguntó el abuelo, terminada la sopa, retirando el plato hacia el centro de la mesa, tomando una manzana.

      —Yo puedo acompañarte, papá —aseguró María, atrevida.

      Si Juanito no quería ir, ella sí.

      —¿Qué dices, María? —se sorprendió tía Anna.

      —¿Por qué no? —insistió la joven, cuchara en mano.

      —Porque no —respondió de inmediato su padre.

      María quedó pensativa, arrugando el entrecejo, no comprendía aquella postura.

      Tía Anna le soltó una colleja que la devolvió a la cruda realidad.

      —¡Come! Y esta noche no te escapas de fregar los platos. Ja, mira con la niña los peines, pues no quiere ir al campo a pegar tiros.

      —Dime, Anna, ¿por qué la niña quiere hacer cosas de hombres y el niño cosas propias de mujeres? —le preguntó el señor Juan con cierto enojo.

      —Una buena vara de olivo te hace falta.

      El abuelo miraba sin decir nada, comiendo la manzana.

      —Demasiado consentidos los tienes —insistió tía Anna.

      —¡Pero yo quiero ir contigo! —replicó María.

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