Socarrats. Julio García

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Socarrats - Julio García

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le producía repelús era aquella de la serpiente peluda que se alimentaba de la leche materna a través del engaño, esa bicha que mordía el pezón de una mamá dormida mientras colocaba la cola en la boca del bebé para que este no llorara; así comprendió cómo se pudren las encías en tantos niños y el porqué los dientes se hacen negros y caen.

      Las historias de bichos estaban muy bien, tal cual el almuerzo en el río y la caminata por los senderos del bosque, pero aquel día, para alegría de María, sin apenas creerlo, aprendió el uso del mosquete, a preparar el tiro y disparar, cargando la pólvora, metiendo el plomo y dando fuego al percutor. La joven caía a tierra, de culo, con el retroceso de cada tiro y se levantaba remugando, estirando el dolorido brazo, feliz ante las risas de su querido abuelo. Aunque ella insistía una y otra vez, no acertaba a nada y quedaba mirando la presa huir o volar sin dejar de mascullar palabras vanas malsonantes, aunque en esto último siempre fue buena.

      A pesar de conocerla muy bien, el abuelo quedó impactado del esfuerzo que hacía su nieta por aparentar y ser. Hacía un frío terrible, del carajo y algo más, pero ella parecía sufrir calor de lo sobrada que andaba; las sendas espinosas del valle de secano, donde abundaban las aliagas, eran anchos caminos para la muchacha. Nada le parecía duro, ni una sola queja, todo era actitud y sacrificio. No podía decepcionar a su abuelo, pues la llevaba al monte a pesar de los dictados de su padre, a pesar de ser una chica, y eso significaba mucho para ella, más cuando la mayoría de sus amigas y vecinas no sabían lo que era ir más allá de la muralla de la villa, pues llevaban una vida en la cocina entre guisos y escobas, en la huerta liadas con las malas hierbas o zurciendo calzones y calcetines.

      Llegados a un estrecho recodo de la senda que daba al río, hallaron un grupo de perdices picoteando alrededor de unas matas de carrasco. Se acercaron con cautela para no asustarlas y se colocaron de cuclillas junto a un madroño. El abuelo le cedió el mosquete con una grata sonrisa de aprobación. Ella engrandeció los ojos y tomó el arma; con una sonrisa y la lengua asomando entre los labios, apuntó detenidamente a una de las pedices, la que le pareció más gorda. Entonces, de pronto, un fuerte dolor la hizo gemir y alzarse entrecortada, doblada como una espiga, con la mano en el vientre; se ladeó indispuesta, con la cara blanca, y quedó sentada sobre una roca.

      Las perdices volaron.

      ¿Qué le estaba pasando?

      Una húmeda y cálida sensación la invadió piernas abajo.

      —Estàs bé? —preguntó el abuelo preocupado.

      —Sí, no —respondió ella, con cara constreñida.

      —¡Tenías las perdices a tiro!

      —Iaio, me duele —susurró la joven con cara lastimosa, y soltó el mosquete para salir dando cortos pasos, toda sofocada, bajándose los pantalones para esconderse tras un arbusto.

      El abuelo quedó en silencio, con los labios estirados, perplejo, sin saber qué pasaba ni qué hacer. Tal vez le había sentado mal el desayuno a la niña, o alguna de las numerosas bayas y frutos silvestres que habían tragado recorriendo el monte. Un grito corto, de susto, surgió tras el arbusto seguido de extraños grititos y gemidos nerviosos. Alarmado como nunca, el anciano corrió a socorrer a su nieta sin dejar de llamarla, para quedar con la boca abierta.

      —Tengo… Tengo sangre —murmuró ella con los dedos de las manos manchados de sangre y los pantalones por las rodillas.

      Aquella fue la primera cacería de María con un arma de fuego, un día feliz que nunca olvidaría y no por las perdices que volaron, sino porque ese día conoció lo que era la menstruación. ¡Castigo de Dios! Y, por primera vez en su vida, echó de menos a su madre, a esa persona que la ayudara ante aquellos dolores de vientre que sentía, que le hablara de la sangre que manó de su intimidad. Sabía de la regla por los chismes de sus amigas pero nunca se la había imaginado así, tan dolorida, tan sucia.

      No, no era lo que esperaba.

      El abuelo, más apurado que nada, tremendamente sofocado, apenas pudo calmarla en aquella situación, sacándola un poco de la ignorancia y haciendo gala de la suya propia. Si bien, superado el susto inicial, comenzaba a mostrarse más preocupado por otros menesteres, pues por su cabezonería la había llevado de caza y ahora la tenía que regresar de tal guisa.

      —No es nada, ya verás, tú tranquila, es cosa de mujeres, es normal. Vamos a casa y lo hablas con la tía Anna. No te preocupes: te lavas, unos paños y ya está. No se te ocurra decirle a tu padre que subimos al monte con el mosquete, y mucho menos que has disparado. Mejor le decimos que hemos estado paseando por la ermita de la Mare de Déu de Gràcia, a rezar… Eso igual no le enfada.

      A pesar del sofoco, del dolor y de aquella inesperada sangría, María fue dichosa en aquel día. A su salida al monte y a los tiros con el mosquete se unía que… ¡Ya era toda una mujer! En casa, por vergüenza, nada comentó con su padre, ni con Juanito, ni tan siquiera con tía Anna, ni con nadie. ¿Qué decirles? ¿Cómo? Prefirió callar, ocultarlo y el abuelo, pues nada dijo.

      Con el transcurso de las semanas, en casa parecía que había pasado la época de discusiones para Juanito y que ahora le tocaba el turno a María, pues siempre estaba la muchacha liada con su padre. No amanecía día que no tuvieran una u otra: que si bien por la ropa, las labores del hogar, los estudios, cuando no por su cabezonería en querer salir tanto de casa. Aun así, la muchacha siguió con las salidas al monte con el abuelo. En aquel otoño fue aprendiendo el arte de la caza, sus secretos y provechos; donde afinó, y mucho, la puntería. Escuchó nuevas fábulas al calor de una pequeña hoguera, almorzando pan y queso. Recorriendo los barrancos del río Millars y de la Serra d’Espadà fue conociendo las sendas, los árboles, las hierbas y los bichos, cobrando pieza a pieza, acompañada por ese amigo especial que había encontrado: el viejo mosquete del abuelo que tanto humo y ruido hacía y que bien morado le tenía el hombro con su brusco retroceso. Atrás quedaban los días de muñecas y tirachinas.

      Aquel invierno también trajo algo nuevo para María o, mejor dicho, lo acrecentó: ese curioso interés por los chicos, por dejarse ver por la calle y en la plaza de la Vila; y, más aún, esa imperiosa atracción que sentía, en especial, por uno de los jóvenes del poble… o por varios, según el día y el estado de humor en que se encontraba. Entre las chicas, sus amigas Maribel y Rosita, vecinas de su misma edad, más o menos, sabían que ya era toda una mujer, pues estas cosas eran a menudo el tema principal de conversación entre las jóvenes féminas, cuando no los chismes sobre los chicos más guapos y fuertes o sobre el rarito del pueblo. Luego, tocaba misa y confesión. Aunque nada o bien poco contaban al cura con respecto de sus sueños húmedos, sobre los pecados lujuriosos cometidos con los dedos, aquellos con los que calmaban sus ardores. Maribel y Rosita, ante todo, eran buenas chicas, temerosas de Dios, y debían seguir siéndolo. No eran pelirrojas, sino morenas, así que no tenían excusa para hacer el mal. María, por su parte, observaba a menudo a sus amigas con cierta envidida, pues le parecía que lucían ya buenas «peras» y las suyas eran demasiado pequeñas en comparación.

      En casa, solo el abuelo era consciente de que María ya no era una muchachita; bien sabía que era una joven deseosa por devorar el mundo. Pero eso fue hasta que el descuido, los dolores y la evidencia de las toallitas en su segundo periodo la delataron: tía Anna, avispada como era, no tardó en percatarse. Y todo acabó para la joven, pues ya no era niña, sino hembra. Se armó una buena discusión en el hogar, que continuaba día sí y día también. Su libertad se esfumó de pronto: apenas podía salir de casa y menos a cualquier hora o, simplemente, todas las horas eran inadecuadas para que una muchacha estuviera en la calle, y más si oscurecía. ¡Qué diría la gente! Y lo que era peor: ¡qué pensaría la gente! Tenía que cuidarse y más de los zagales que podrían rondarla, que nada bueno pretendían. Así se lo hacía entender tía Anna una y otra vez

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