Socarrats. Julio García

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Socarrats - Julio García

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      —No, no està bé! —replicó el señor Juan, con cierto enfado.

      —Solo es una cría, bien la conocen en el poble, nada le tiene que pasar. Además, es Navidad!

      —¿Navidad? Estoy harto de tus tonterías con la chiquilla y de esas salidas al campo. ¿Acaso creéis que estoy tonto, que no me entero de nada? ¿Crees que no sé que le has enseñando a disparar el viejo mosquete? ¡Se acabó!

      —No te pongas así. Estaba conmigo, ¡segura!

      —¿Segura?

      —¡Pues claro! Además, en el poble tampoco tiene que pasarle nada. Ya es mujer, sí, pero tampoco es para tanto. María es muy buena chica, decente, y no es tonta.

      —Eso pensaba la Carmen de su hija, tan modosita y beata, y mira, en cuanto se han descuidado, el bombo que le ha hecho ese crápula, el hijo del Eladio, un desgraciat que no tiene donde caerse muerto —carcajeó tía Anna.

      —No deberías decir esas cosas delante de María —expuso el señor Juan.

      —Ya es una mujer, debe aprender.

      —Precisamente tú no eres quién para dar lecciones —la regañó el abuelo.

      —¿Qué dices? —saltó tía Anna, indignada.

      —Ya está bien. Silencio los dos. María será una mujer, tal vez, pero para mí sigue siendo una niña, mi niña. No saldrás a la calle sola, se acabó el andar por ahí danzando como una cría.

      —Si fuera un zagal, nadie me diría lo que tengo o dejo de hacer. Mirad Juanito, hace lo que quiere —sollozó María.

      —No, no nos equivoquemos: no es por eso —replicó el señor Juan.

      —¿No? —preguntó Anna, incordiante.

      —O sí, vale, también. ¡Maldita sea! Pero la cuestión es que cada vez se ven más extraños, milicia y gentes de armas por las cercanías del poble. No debes salir de casa sola, y no es porque seas una chica, sino porque la guerra cada vez está más cerca. Ayer hubo una fuerte discusión en Ca la Vila y algunos vecinos salieron malparados, y en Nules y la Vall dicen que varios descerebrados se liaron a tiros. ¿Lo entiendes?

      Ante aquellas palabras, María asintió levemente, no muy convencida. Sabía que había una guerra, algunos decían que había una guerra, pero, quina guerra? Había visto gente de armas en sus salidas al campo con el abuelo y siempre los habían esquivado sin que les vieran. El abuelo era demasiado listo como para dejarse sorprender, y bien la había enseñado a pasar desapercibida y precavida en el bosque, invisible cual garduña en la oscura noche.

      —Pero… Podré salir con las amigas a los portxes. ¿No? —apuntó decidida.

      El señor Juan se ladeó, dudando.

      —Tendrá que salir a tomar el sol. ¡Es Navidad! —dijo el abuelo.

      —Papá —volvió a la carga ella con cierto desespero y tremenda cara de pena.

      —No. Y si tienes que salir para cualquier recado, te quiero en casa prontito. Además, no quiero que vuelvas a salir al campo con el iaio, ni sola ni con nadie; es muy peligroso. Ya no puedo hacer más la vista gorda, espero que lo entiendas.

      —¿En serio no le vas a permitir que me acompañe a la ermita? —preguntó el abuelo con cierto desasosiego.

      —¿A la ermita? A rezar, ¿verdad? Escucha bien: no la quiero ver fuera de la muralla, y menos, hasta que regrese la cordura a estas tierras —dijo el señor Juan de forma muy seria.

      —Pero si María hace un par de semanas que no sale apenas al campo, ni siquiera cuida tanto de sus gusanos de seda. Ahora va a los portxes, me han dicho que le gusta un chico —aseguró Juanito de pronto, con picardía.

      Fue terrible, unas palabras demoledoras para María, que no podía más que mirar sorprendida, roja como un tomate, con los ojos en grande; y negó la mayor con la cabeza rápidamente. Gracias a su hermano, seguramente no iba a poder pisar ni el escalón de la puerta de casa en mucho tiempo.

      —¿Eh, qué? —preguntó su padre perplejo.

      —No, ¿qué dices? —replicó ella.

      —Sí, Manu se llama, ¿no? —insistió Juanito.

      —No, no, eso no es verdad —aseguró la joven sofocada, deseando toda clase de males para su hermano de tal forma que ninguno la creyó.

      —Pues tu padre te ha buscado un marido madrileño —soltó tía Anna.

      —¿Quéeee?

      Capítulo 4

      —¿Dónde vas? —preguntó tía Anna en el pasillo de casa, saliendo de la habitación de Juanito con un balde de ropa sucia sujeto entre las manos.

      —Voy fuera un momento, tía; he quedado con Maribel y Rosita.

      —¿A la calle? ¿No oíste bien anoche? Además, Juanito está con tu padre en la huerta, no te puede acompañar.

      —Estamos ahí al lado. No seas así, papá no se enterará. Vendré enseguida —se empleó de valiente María, puchero incluido.

      —¿Y eso te funciona con el abuelo?

      La joven puso cara seria.

      —Por favor, tía.

      —Vale, pero antes de irte friega los platos.

      —Tengo prisa, luego los friego. Gracias, ¡te quiero tía!

      —¿No irás a ver a ese chico? Sabes que no me gusta, es un alpargatas como su padre. Y feo…

      —No digas eso, tía. Manu es un buen chico y es tan guapo...

      —El que ya no salgas con tu abuelo al campo no quiere decir que ahora pretendas estar todo el día dando vueltas por el poble para ver a ese mozo. No sé qué es peor. En casa hay mucha faena.

      —Si solo es un rato, y estoy con Maribel y Rosita.

      —Maribel y Rosita tienen novio, ¿qué haces con ellas? Seguro que nada bueno… y en compañía. Además, ¿qué tiene ese escacharrao que tanto te gusta?

      María no contestó, solo sonrió como una tonta, resplandeciente toda ella.

      —Ya sabes lo que piensa tu padre —apuntó tía Anna.

      Y la joven borró la sonrisa de su boca en un segundo.

      —Yo no quiero ir a Madrid —dijo de inmediato.

      —Anda, vete a pasear un rato, pero no te vayas lejos. Ya fregaré yo los platos. Si se entera tu padre que festeas con un chico, con ese tullido… —dijo tía Anna, buscando su confianza, queriendo saber.

      —¡No! ¡Yo no festeo con él! ¡Y no le llames así, tía!

      —Ten

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