Socarrats. Julio García

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del Imperio si un día quieres prosperar, llegar a ser alguien en sociedad. ¡Viajar! Si no la practicas asiduamente, no aprenderás nunca. ¿Y eso? ¿Qué te has hecho en la mano?

      —No es nada.

      —María —susurró el señor Juan, advirtiendo que no estaba para juegos.

      —Es un pequeño corte que se hizo con las varas y los jilgueros —comentó el abuelo, quitando hierro al asunto.

      —No es justo, quiero ir a cazar. Si Juanito puede, ¿por qué yo no? Me portaré bien, ya verás —lo volvió a intentar la joven.

      El señor Juan tomó una manzana y la peló con la navaja, sin dejar de mirar a su hija de soslayo, y puso la fruta delante de ella. Las batallas de María con su padre, pues, no le resultaban a la jovencita tan productivas como las que la enfrentaban al abuelo; no había manera de vencer por más que lo intentara, ya pusiera ojitos, montara pucheros o un buen pollo.

      —Hija, eres una señorita, una pequeña dama. ¿Cómo vas a ir al campo de caza? Deberías dejar volar esos pajaritos que tienes en la cabeza y centrarte más en las labores de casa, en ayudar a tu tía. Que, por cierto, ningún caso le haces. Ni cocinas ni limpias, pero bien que te comes los garbanzos que prepara y te vistes con los trapos que te lava y zurze. Mira que tienes ya una edad y aún no sabes ni freir un huevo. Eso no está bien —le recriminó el señor Juan.

      —Pero…

      —Anda, cómete la manzana y a la cama —le ordenó finalmente el señor Juan, y se volvió hacia el abuelo para señalarle con el dedo.

      —¿Qué? —preguntó este al notarle, incluso, un poco sofocado.

      —Tú, tú tienes la culpa. ¡Ya está bien! Tienes que dejar de salir al campo con ella… ¡A cazar! Así solo la convertirás en un marimacho con pantalones que nadie querrá como esposa. Para vestir santos se quedará, como su tía.

      Tía Anna levantó una ceja al escucharle y resopló molesta.

      —¿Qué? ¿Acaso no es verdad? Yo negociándole un buen marido a la niña y ella por ahí de correrías campestres, como si fuera un zagal —aseguró el señor Juan. Luego, se dirigió a su hija—. Si tu madre pudiera verte, toda una señora como era, una gran dama, pues vaya… ¡Menudo disgusto le darías!

      Aquellas palabras sorprendieron a María. No solo descubrió que su padre sabía que salía de caza con el abuelo, algo que tenía totalmente prohibido, sino también porque, aunque no era consciente de la magnitud del asunto, supo que se estaba concertando su boda. Quedó tan perpleja y espesa que, algo raro en ella, quedó muda. Fue a decir… Pero no, se levantó, despacio, salió de la cocina y subió las estrechas escaleras que la llevaban a su habitación sin decir palabra alguna.

      —Ya se fue sin fregar —remugó tía Anna.

      —Dime, hijo, ¿le estás buscando marido a la niña fuera del poble? —preguntó el abuelo, perplejo, recorriendo la cocina hasta la boca de la chimenea.

      —¿A qué viene esa pregunta ahora?

      —Tu interés en que aprenda castellano y siempre le hablas de viajar.

      —Lo tengo comentado con unos conocidos de Madrid. Son íntimos amigos del tío Pepe, es suya la recomendación; se trata de un buen muchacho, de familia noble, de saberes, cultos y respetados. Y adinerados, que bien importante es.

      —¿La vas a enviar del poble? —interrumpió el abuelo, disconforme.

      —Eso no es cosa suya, padre.

      —¿No habrá un marido decente aquí para María que la tienes que alejar de nosotros? —replicó tía Anna.

      —¿Un marido decente? Pero ¿quién ha de querer en el poble a una Llorqueta pelirroja y de malas costumbres en su familia? ¿Acaso quieres que acabe con un cualquiera, sin dote ni señorío? ¿O que acabe como tú… convirtiéndose en una solterona que vive con su hermano, aguantando al ganso de su padre y las tonterías de sus sobrinos?

      —Mejor se quedaría la niña aquí con su familia, solterona como su tía, con quienes la aman en verdad, antes de irse prometida con quien no conoce. ¡Y tan lejos! —respondió tía Anna, limpiando la mesa con mala gana.

      —Juan, no mandes a la niña fuera, le buscaremos un buen novio en el poble —le pidió el abuelo—. Ya verás que sí. Y piensa que si hoy eres un hombre de respeto en el pueblo, tal vez sea por lo que tu padre se esforzó para ello, ese ganso que dices, que sin nada se quedó trabajando y pagando los viajes y estudios de su hijo.

      —¡Ah! Me voy a dormir, estoy cansado y no tengo ganas de discutir —replicó el señor Juan, y se alzó de la mesa.

      —Anda, ve y descansa un poco, a ver si se te aclaran las ideas, esas ideas tan tontas. ¡Mandar a la niña fuera! ¡A Madrid! ¿Será posible? Yo esperaré a Juanito —le dijo tía Anna.

      —¿Irás de caza? —preguntó el abuelo en alto.

      —¡No! —respondió el señor Juan conforme salía de la cocina.

      Serían las seis de la madrugada, a la tenue luz de una vela, cuando una mano comenzó a ladear el hombro de María, una y otra vez. Adormilada, la joven alcanzó a soltar unos decires incomprensibles y se dio la vuelta, tapándose con la manta por encima de la cabeza.

      —¿Vienes de caza o no? —escuchó a la oreja.

      Sus ojos se abrieron hasta el infinito, volvió la cabeza y allí estaba, en pie, su abuelo, vestido de cazador, con el viejo mosquete y el zurrón al hombro.

      —La leche está caliente, en la cocina. No hagas ruido o tu padre se despertará y, entonces, adiós a la cacería.

      De un salto, María abandonó la cama y tomó ropa del armario, la que usaba para ir al monte. Se vistió rápidamente con ese pantalón roído, una camisa que le quedaba grande, un jersey de gruesa lana y un viejo chaquetón. Después, se calzó sus viejas botas de piel de conejo, a la pata coja. Al momento, salió de la habitación vestida y compuesta, con la cara sonriente, y bajó con sigilo las escaleras, seguida del abuelo, en busca del baño y la cocina.

      Fue maravilloso, como todos los días que salía fuera de casa, de aquellas cuatro paredes en las que la quería tener confinada su padre, y más grande le parecía la aventura si se alejaba algo del poble. Para ella, lo de menos era la caza. ¿Qué caza, si nunca abatía pieza alguna? Ella disfrutaba por el mero hecho de salir a trotar por el monte, notar el aroma del rocío tempranero, del romero y el tomillo; por ver los pájaros, escuchar sus cantos y, de vez en cuando, ver algún conejo o un zorro cruzarse en una cañada, cuando no una bandada de perdices salir volando. Y lo más importante: el esmorzar. Mientras tragaba queso, embutido y pan, con el hambre que desataba el madrugón y la marcha, reía escuchando con interés todo lo que comentaba su abuelo, el cual sabía tanto de bichos que la dejaba con la boca abierta: «Si te cae la escupiñá de un sapo, te quedas calva…». A la muchacha le encantaban las fábulas y leyendas que le narraba con tanto ardor, en especial aquella del canto del cisne: morir de amor expirando una canción; o la del zorro y la liebre, que tanto le hacía reflexionar: «Anda con cuidado con quién te invita a cenar, no sea que resultes ser la cena». Arrugaba el entrecejo cuando le hablaba del escurçó que se moría de frío y del labrador que lo salvó, dándole calor, y aun así, le picó: «Soy una víbora; sabías, pues, que soy venenosa y

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