Socarrats. Julio García

Чтение книги онлайн.

Читать онлайн книгу Socarrats - Julio García страница 6

Автор:
Серия:
Издательство:
Socarrats - Julio García

Скачать книгу

la había invitado a ir con él? Le miró con un largo puchero y, sin más, abrió la puertecilla de la jaula.

      El tordo salió volando de inmediato.

      —¿Qué has hecho? Era mi mejor reclamo —exclamó el abuelo, tirándose las manos sobre la cabeza.

      —Los soltaré todos—amenazó María con pretendido enfado.

      —Seràs bruixa!

      Y ella comenzó a reir conforme él asintía, como derrotado, pero feliz.

      Aquella mañana la pasaron nieta y abuelo en una huerta cercana al viejo camino de Onda, donde se combinaban los exensos cultivos con las frondosas arboledas que alcanzaban el río Millars: judías, almendros, olivos, higueras y algarrobos se dejaban ver; más allá estaban los sembrados de cereal que, poco a poco, desplazaban los viñedos en esta tierra de secano. En silencio y sin dejarse ver, se escondieron en una caseta de apenas un metro de alta por otro de larga, hecha con troncos y tableros viejos, bajo las ramas de un enorme pino que la ocultaba por completo. Permanecieron a cubierto en el interior de la caseta, sentados en tierra sobre un manta que María estiraba a menudo para cubrirse las piernas y lo que alcanzara. Hacía frío, mucho frío. El invierno se acercaba y las primeras rachas de viento siberiano se dejaban notar. Y allí estaban, viendo pasar el tiempo, con el moco helado en la punta de la nariz, asomados a una estrecha ventanilla de apenas tres dedos, esperando la llegada de jilgueros, verderones y verdecillos, las preciadas aves cantoras; o de algún tordo que saborear. La trampa estaba preparada: grano, tenebrio, varillas y una red extendida y oculta esperaba.

      Cualquier pájaro era bienvenido.

      Mientras aparecían o no las aves, tocaba reponer fuerzas mordisqueando el queso, el pan, y dando pequeños sorbitos de vino y agua. Acabado el almuerzo, con la tripa llena, la joven acabó somnolienta, acurrucada, dando cabezazos en brazos de su abuelo, durmiendo mientras este vigilaba.

      No serían los alegres y coloridos pájaros los que aparecerían ante el escondite, el cual tan bien parapetado se hallaba que resultaba invisible a ojos inexpertos o de quien andaba con paso ligero. Sorprendido, la mirada del abuelo se fijó en unos hombres que surgieron del norte; marchaban entre voces rotas, con prisas, sucios, descompuestos y desaliñados, cargando enormes mochilas y saquillos, y más de uno iba armado con mosquete y afilado acero.

      —¿Quiénes son? —preguntó María, entreabriendo los ojos.

      —Silenci —susurró el abuelo.

      Una bandada de jilgueros se posó a lo largo de la trampa, revoloteando y despejando el abundante grano que servía de cebo, incluso tres tordos se cernieron sobre los tenebrios; pero el abuelo no soltó la red, no hizo el más mínimo ruido, tan solo observaba con preocupación cómo se alejaban aquellos hombres de armas.

      Y los pájaros volaron.

      —¿Quiénes son, iaio?

      —Soldados, milicianos… o a saber.

      —¿Milicianos?

      —Sí. Pero no temas, la guerra está lejos.

      —¿Qué guerra?

      —Déjalo, eres muy joven para entenderlo, pero has de aprender ya una cosa: contra más lejos estés de la gente de armas, siempre te irá mejor.

      —¿Son amigos o enemigos?

      —Eso, mi pequeña, por desgracia, no depende de nosotros, sino de lo que pretendan; y créeme: no pretenden más bien que el propio y siempre a costa de los demás.

      En silencio, quedaron pendientes de aquellos hombres de ropas raídas que se alejaban con sus armas y caras largas, inexpresivas, colmadas de polvo y sudor. Los pájaros habían volado y no regresaban. El paso del tiempo continuó su tibio curso sin más novedad, el frío seguía ahí y algo de grano; tenebrios, ninguno quedaba. Pero el abuelo no pensaba en los pájaros ni en el queso, ni tan siquiera en el vino; no paraba de vigilar con cara de enfado las sendas por las que aparecieron los milicianos. Y se volvía a menudo, con cierto disimulo, para controlar a través de cada mirador del escondite.

      —Volvamos a casa —remugó finalmente, recogiendo la taleguilla, tratando de mostrarse tranquilo, como si nada pasara para no asustar a su nieta.

      María entendió rápido que algo le preocupaba al abuelo en demasía: aquellos milicianos. Nunca le había visto así, tan nervioso y temeroso, con lo valiente que era.

      * * *

      María había nacido y crecido en una casa de la calle Mayor, no muy grande pero con su patio, caballeriza, higuera y sembrado, cercana a la iglesia parroquial de Sant Jaume, en el centro del poble, convirtiéndose en una jovencita belicosa sin igual. Su familia era de humilde condición pero, eso sí, de cierto prestigio en un mundo de economía de subsistencia, donde la tierra y la huerta eran muy importantes en cada hogar, cuando no todo. Como era tradición, en el poble cada familia tenía su mote, ya fuera derivado del padre o de un antecesor, y si no, pues simplemente no se era nadie. A ellos les conocían como els Llorquets, ya que el abuelo había vivido en otros tiempos como si fuera de la realeza, tal cual un ilustrado al que nada le faltaba; incluso aseguraba, sin rubor alguno, que era descendiente por parte de madre de los duques de York. Pero en el poble, sus vecinos más bien pensaban que era un hombre de cierto ego, un tanto presumido, que disfrutaba de una cómoda posición social y que no pegaba palo al agua. Además, gustaba estar a menudo al sol, como los lagartos, quieto. Así, de York y quiet derivó a Llorquet y ese chisme de tinte sarcástico permaneció entre los vecinos hasta convertirse en el mote familiar. Pero los años habían pasado, llegaban nuevos tiempos, y las apetecibles moreras del barrio del Barranquet no daban las alegrías ni los suculentos beneficios de antaño. En el poble se había perdido, en gran medida, el negocio de la seda, a la que con tanta fortuna se había dedicado el Llorquet en sus días de agitada plenitud. Hacía casi una década que ya no le rentaba ni le proporcionaba ese halo aristocrático tan distinguido del que gozó antaño. Tampoco era algo que le preocupara, a cierta edad le reconfortaba más el calor de los nietos que el bullicio de prohombres de soberbias y creídas palabras. Y su nieta María, simplemente, le consumía felizmente la vida. No es que no tuviera tiempo también para su nieto Juanito, sino que ella le tenía loco de verdad, siempre a su lado, escarbando, jugando y dejándose querer.

      Para María, la joven Llorqueta, a pesar de ser chiquilla de buen ver, los senderos, el río y el algarrobo eran gran parte de su vida, tal cual el trote campero, los pájaros del abuelo y los gusanos de seda de su caja de cartón. Siempre vestía prendas de dudoso gusto, impropias para una damisela temerosa de Dios, que desataban los chismes y diretes de su beato vecindario, siempre tan reservado, conservador y casero. Santa devoción tenía la niña por su abuelo, pues le enseñaba tanto juegos de cartas como a cuidar gusanos de seda e, incluso, las artes de caza. Todo menos lo propio que debería ser para una jovencita decente en un tiempo en que todo era pecado.

      Quizá la ausencia de una madre que la criara como a una damisela fuera la respuesta a su forma de ser. Tía Anna, la de Onda, bien intentaba inculcarle buenas costumbres sin éxito alguno, la cual, y como no tenía marido ni quien la guardara ni aguantara, a menudo pasaba los días enteros en Vila-real con la familia. Anna era una mujer hermosa, de carácter, bien entrada en edad y carnes, que disfrutaba lo suyo tratando de enderezar a sus sobrinos. Vestía siempre de oscuro, con la falda más allá de las rodillas, medias altas, gruesas y negras, y zapatos negros también. A menudo llevaba unos manguitos y un delantal a cuadros. Y siempre recogía su larga melena pelirroja con un moño mal peinado. De moza, se suponía que sería monja debido a su fervor religioso, pero un

Скачать книгу