Los Hermanos Karamázov. Fiódor Dostoyevski

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Los Hermanos Karamázov - Fiódor Dostoyevski Colección Oro

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ya que el monje Zossima le había producido al “inocente mozo” una impresión profunda.

      —Ese starets es, ciertamente, el más honesto de todos ellos —dijo Fiódor, luego de haber escuchado en silencio, sin manifestar ninguna sorpresa, la petición de su hijo—. ¡Hum! —añadió después—. De modo que quieres vivir con él, ¿eh? Esperaba que acabases de ese modo. ¿Sabías tú que yo lo había presentido?... ¡Bueno, bueno! ¡Por mi parte, sea! Tienes dos mil rublos que te pertenecen. Ellos serán tu dote. En cuanto a mí, ángel mío, no te abandonaré nunca. Daré lo que haga falta. Pagaré lo que me pidan. Si no quieren nada, si nada me exigen, mejor. Ya sé que tú, como los pajarillos, te mantienes con poco: con unos cuantos granos de alpiste tienes suficiente. ¡Hum!... ¡Vaya, vaya! ¿Con que quieres hacerte monje?... ¡En fin, después de todo, eso servirá para que tú, joven casto, ruegues a Dios por nosotros los que hemos pecado! Muchas veces me he preguntado yo eso, precisamente: ¿Quién rogará por mí?... Yo, la verdad, confieso que no entiendo gran cosa en asuntos de ultratumba... Alguna que otra vez suelo pensar, pero muy de tarde en tarde. Opino que el hombre no debe ocuparse de esas cosas... Algunos aseguran que el infierno tiene un escondrijo en el cual fabrican los diablos las horquillas con que atormentan a los condenados... Yo, la verdad, estoy dispuesto a admitir que haya infierno, pero sin fragua, ni yunque, ni escondrijo alguno... ¡Bah! Es más delicada, más moderna la teoría protestante... Pero con fragua o sin ella, ¿qué, importa? Solamente que, si no existe esa fragua, no hay horquilla que valga, y si no hay horquilla, ¿con qué pinchará el diablo que me tome a su cargo?... Mas entonces, ¿dónde está la justicia? Si esas horquillas no existen sería preciso inventarlas para mí, para mí solo, porque tú no puedes imaginarte, Alekséi, lo abominable que yo soy.

      —¡Pero si no hay tales cosas! —replicó Alekséi, serio y dulcemente.

      —Sí, solamente existe la sombra de esos instrumentos de tortura, lo sé. Así lo asegura aquel poeta francés que dijo:

      He visto la sombra de un cochero

      limpiando, con la sombra de un cepillo,

      la sombra de un carruaje.

      »Pero no; ya verás cómo cuando estés con los monjes cambias de parecer, verás cómo entonces dices que sí, que existen las tales horquillas... ¡Quién sabe! ¡Tal vez ellos te harán ver la realidad! Entonces me la dirás tú a mí, y de ese modo, la partida para el otro mundo me resultará más fácil, sabiendo lo que por allí ocurre... Por otra parte, en el convento estarás más a gusto que al lado de un viejo alcohólico como yo. Conmigo, lejos de convertirme, acabarías por pervertirte... Sin embargo, confieso que no creo que estés allá mucho tiempo; el fuego, vivo ahora, de tu vocación religiosa, se apagará pronto, y volverás aquí, y yo te esperaré y te recibiré con los brazos abiertos, porque sé bien que tú eres el único en el mundo que no me detestas, que no me condenas... Tú eres un ángel, y lejos de aborrecerme me compadeces, y hasta me amas...

      Y al decir esto rompió a llorar.

      Fiódor era un malvado, pero un malvado sentimental.

      Capítulo V

      Acaso el lector se habrá imaginado a Aliosha como un ser atacado de neurosis, enfermizo y poco desarrollado. Nada de eso. Era, a la sazón, un mozo robusto, arrojado, de sonrosadas mejillas y ojos grises, grandes y dulces, lleno de salud, guapísimo, de estatura más que regular, cabellos castaños y rostro ovalado.

      Todo esto, claro es, no evita el fanatismo ni el misticismo, pero vuelvo a afirmar que Aliosha poseía un temperamento realista como el que más.

      Es cierto que creía en milagros; pero era de esos realistas en los cuales la fe no es la consecuencia de los milagros, sino todo lo contrario.

      Si un realista llega a creer, su mismo realismo debe hacerle admitir el milagro.

      Santo Tomás declaró que él no creería antes de haber visto, y cuando vio, exclamó: “¡Dios y Señor mío!”. ¿Fue el milagro lo que le dio la fe? Las mayores probabilidades están por la negativa.

      Adquirió aquella fe porque la deseaba. Acaso la sentía interiormente antes de decir: “No creeré sino lo que vea”.

      Aliosha era uno de los jóvenes de la última generación que, honrados por naturaleza, buscan la verdad y que, cuando creen haberla hallado, son capaces de sacrificar su propia vida si es preciso.

      Desgraciadamente, estos jóvenes no comprenden que el sacrificio de la vida es, con frecuencia, uno de los sacrificios más fáciles.

      Sacrificar cinco, seis o más años de la propia existencia en cualquier tarea penosa, por la ciencia, o simplemente por adquirir nuevos conocimientos que nos permitan ponernos en condiciones de poder medir nuestras fuerzas con la verdad misma buscándola sin tregua, ni descanso, he ahí, para la mayor parte, el sacrificio que abate las humanas fuerzas.

      Aliosha había escogido la ruta que pensaba seguir, con la sencillez con que se hace una acción heroica.

      Apenas tuvo la convicción de que Dios existe y de que el alma es inmortal, dijo para sí: “Viviré para la inmortalidad sin ningún tipo de compromisos”.

      Si, por el contrario, hubiese creído que Dios no existe y que no es inmortal el alma, habría sido ateo con la misma independencia de ánimo.

      A Aliosha le parecía imposible continuar viviendo de la manera que lo había hecho hasta entonces.

      Jesús dijo: “Si quieres ser perfecto y aproximarte a Dios, da todo cuanto poseas y sígueme”.

      Aliosha había meditado mucho acerca de estas palabras, y comprendía que no es lo mismo dar una o varias limosnas, a darlo todo; y comprendía asimismo que seguir por completo a Jesús no consistía solamente en ir a misa todos los días.

      El recuerdo de su madre, la cual siendo él todavía un niño, le llevaba al monasterio, influyó, probablemente, en aquella decisión. Y quizás influyese también otro recuerdo: el de aquella plácida tarde de estío en que los oblicuos rayos de un sol poniente iluminaban la estancia en que se hallaba su madre delante de una imagen, teniéndole a él en brazos como ofreciéndole a la Virgen.

      Tal vez fue eso lo que le había hecho venir a casa de su padre para saber cuánto podía dar antes de disponerse a seguir a Jesucristo...

      Pero el encuentro con el monje Zossima arrancó de raíz todas sus vacilaciones...

      Zossima tenía entonces sesenta y cinco años. En su juventud había sido oficial del ejército del Cáucaso.

      Se decía que, a fuerza de escuchar confesiones, había adquirido tal lucidez, tal penetración, que al primer golpe de vista adivinaba lo que iba a consultarle o a suplicarle aquel que se le acercaba.

      Sus más ardientes partidarios lo tenían por un santo y afirmaban que, después de su muerte, se obtendrían milagros con su intercesión.

      Esta era, particularmente, la opinión de Aliosha, el cual había sido testigo de varias de las numerosas curas milagrosas llevadas a cabo por Zossima.

      ¿Eran estas curas reales, o simplemente mejorías naturales?

      Aliosha no trataba de responder a esto: él creía ciegamente en la potencia espiritual de su director; la gloria del monje constituía la suya.

      El joven gozaba al ver que la muchedumbre acudía a contemplar y a consultar

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