Los Hermanos Karamázov. Fiódor Dostoyevski
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A este Efim Petrovitch, el más bueno y noble de los hombres, debieron los dos jóvenes su educación y acaso su vida.
Él les conservó intacto el pequeño legado que les dejara la generala, y al llegar a su mayoría de edad encontraron el capital doblado por los intereses que se habían acumulado.
Iván, el mayor, era de temperamento triste y taciturno.
Desde la edad de diez años comprendió que estaba viviendo de la caridad de su bienhechor, y que tenía por padre a un hombre cuyo solo nombre era un oprobio.
Apenas empezó a razonar demostró que su capacidad mental era poderosa.
A los trece años ingresó en un liceo de Moscú y tomó lecciones de un célebre profesor, amigo de Efim Petrovitch.
Luego, terminados sus primeros estudios, entró en la Universidad. Por aquel tiempo quiso la fatalidad que también Efim Petrovitch desapareciera del mundo de los vivos, y como había tomado mal sus medidas testamentarias, Iván, durante los dos primeros años de universidad, se vio obligado a dar lecciones y a escribir en los periódicos para poder vivir.
Sus artículos, a pesar de llevar una firma desconocida hasta entonces en el mundo literario, interesaban grandemente y se distinguían entre la multitud de producciones del número incalculable de jóvenes que corren por las redacciones ofreciendo trabajos traducidos del francés.
Durante los últimos años que estudió en la universidad conservó sus relaciones periodísticas, y en los círculos literarios llegó a alcanzar cierto renombre.
Sus análisis de diversos libros fueron famosos, y comentados por lo más selecto de la gente de pluma.
Fue por aquel tiempo que una singular combinación le atrajo la atención del gran público; he aquí cómo: había terminado sus estudios universitarios y se disponía a partir para el extranjero, con sus dos mil rublos, cuando publicó en un gran diario un artículo que causó tanta mayor impresión cuanto que el asunto que trataba no era de la especialidad del autor. Iván era naturalista y el artículo trataba de los tribunales eclesiásticos, cuestión entonces de palpitante actualidad.
El principal interés del trabajo consistía en lo vigoroso del estilo y en la inesperada conclusión que sentaba.
La mayor parte de los eclesiásticos consideraban a Iván como a uno de sus más pujantes y acertados defensores, mientras que los ateos, a su vez, lo aplaudían con igual entusiasmo.
Por último, algunos clarividentes comprendieron que no se trataba de una farsa insolente, de una broma audaz.
Refiero el hecho porque llegó la marejada hasta nuestro célebre convento, donde, naturalmente, también se interesaban en el asunto.
Cuando se conoció el nombre del autor, todos los habitantes de la comarca se felicitaban de tener un semejante paisano, pero se maravillaron de que fuese hijo de Fiódor Pávlovich.
Fue precisamente en aquellos días cuando Iván volvió a casa de su padre.
¿Cómo se comprendía aquello? ¿Qué venía a hacer allí un joven de porvenir tan brillante y halagüeño? ¿Qué pretendía hacer en una casa de tan mala fama como la que Fiódor Pávlovich tenía?
Añádase a esto que Fiódor no se había jamás vuelto a ocupar de su hijo, que no le había ayudado de ninguna manera, y se comprenderá menos aquella decisión del joven.
Y, no obstante, Iván eligió para vivir la casa de su padre, y pasó dos meses en compañía de este, del modo más amistoso del mundo.
Miúsov, que había venido a establecerse en la ciudad, era uno de los que más se maravillaban de aquella decisión del joven.
—Por cuestión de interés no debe ser —pensaba—, porque sabe de sobra lo miserable que es su padre, y debe estar convencido de que no le dará ni un kopek.
Sin embargo, la influencia que el hijo ejercía sobre el padre llegó a ser evidente. Fiódor Pávlovich le obedecía casi siempre, y su conducta mejoraba de un modo visible.
Después se supo que la venida de Iván obedecía, más que a nada, al deseo de regular las divergencias surgidas entre su padre y Dmitri, su hermano mayor, al cual había conocido en otra ocasión y con el que se carteaba desde entonces.
Capítulo IV
Alekséi, o Aliosha, como se le llamaba cariñosamente, tenía entonces veinte años; cuatro menos que su hermano Iván y ocho menos que Dmitri.
A la sazón lo encontramos en el monasterio del que hemos hablado. No era un fanático, ni un místico; era simplemente un altruista precoz.
Había escogido la vida monástica como el único medio que se le ofrecía para librarse del ambiente de vicio y de ignominia que le rodeaba; para dedicarse a una obra de luz y de amor.
Y no era, propiamente dicho, el monasterio lo que le había subyugado allí, sino el ser extraordinario que había encontrado allí, el padre Zossima, al cual amaba con todas las fuerzas de su alma.
Huérfano de madre desde la edad de cuatro años, no cesó jamás de pensar en ella. Su rostro, sus caricias quedaron grabadas en la mente del joven de tal modo que le parecía sentir constantemente en sus oídos el eco de su dulce voz.
Los recuerdos que se graban en las imaginaciones tiernas desde la edad de dos años son como puntos luminosos que no pueden extinguir toda una vida de sombras.
Entre tales recuerdos, uno de los más persistentes era este: una ventana completamente abierta, una apacible tarde de verano, los rayos oblicuos de un sol poniente, una imagen en un ángulo de la estancia, una lámpara encendida delante de la imagen y su madre arrodillada, llorando como en una crisis de histerismo, llorando y gritando, y apretando a Aliosha contra su pecho hasta el punto de llegar a hacerle daño, pidiendo a la Virgen que protegiese a aquel hijo de sus entrañas...
Aliosha veía todavía el rostro inflamado de su madre... Tales eran sus recuerdos.
El joven no gustaba de hablar de ellos o, mejor dicho, puede decirse que Aliosha no gustaba de hablar, sencillamente.
Y no es que el mozo fuese tímido, o arisco, no, al contrario; pero sentía cierta interna inquietud, completamente singular, especialísima, que le hacía olvidarse de todo lo demás.
Todavía bastante sencillo, parecía que se fiase de todo, sin prudencia alguna y, sin embargo, nadie le tenía por ingenuo.
Era uno de esos espíritus sinceros que no creen en la perversidad de los demás. Para él todos los hombres eran buenos mientras no se demostrase lo contrario. Y cuando alguna vez se le demostraba algún daño, se quedaba más triste que sorprendido sin jamás asustarse por nada.
Veinte años tenía cuando volvió a casa de su padre, a aquel lugar impuro, centro de corrupción, y era de observar en él un mozo inocente y casto; cuando las escenas a que asistía sobrepasaban toda medida se retiraba silencioso sin dejar adivinar en su rostro que condenaba todo aquello.
El padre, con su clarividencia de viejo parásito, le observaba al principio con desconfianza; pero al cabo de quince días empezó a amarle sinceramente, profundamente, como no había amado hasta entonces a ninguno y, si bien las lágrimas que vertía cuando