Los Hermanos Karamázov. Fiódor Dostoyevski
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En casa de su bienhechor, Efim Petrovitch, toda la familia de este le había considerado siempre como si fuese un miembro de la familia.
En el colegio sucedió otro tanto: sus pequeños compañeros le querían con delirio. Fue el preferido de todos durante el tiempo de sus primeros estudios.
Y lo amaban tanto porque era humilde, porque no se hacía valer, y por tanto, sus camaradas no pensaban nunca que pudiese ser Aliosha un rival para ellos.
Y no es que aquella manera de ser suya fuese estudiada; no era orgullo ni afectación, sino pura ingenuidad. Ni él mismo comprendía su propio mérito. Además no conservaba nunca el recuerdo de una ofensa. Si alguna vez le injuriaba un compañero, o un desconocido, una hora después volvía a hablarle como si no hubiese ocurrido nada entre ellos.
Un solo lado de su carácter se prestaba a la broma, aunque dulce e inofensiva: su pudor severo. No podía soportar que se hablase de ciertas cosas acerca de las mujeres, hecho que, desgraciadamente, ocurre entre la mayor parte de los mozos barbilampiños.
Jóvenes todavía y con el alma purísima, los escolares pronunciaban, sin darse cuenta, frases que repugnarían a soldados veteranos.
Creo firmemente que los hijos de nuestras “clases directoras” conocen, respecto a esto, ciertas particularidades que la soldadesca, repito, ignora por completo.
¿Se trata de corrupción moral, de cinismo real inherente a la naturaleza del cerebro? No, yo opino que, a lo sumo, obedece a una jactancia superficial, en la cual encuentran los jovenzuelos algo delicado y fino: algo así como una tradición estimable.
Viendo que Aliosha Karamázov, cuando se hablaba de “aquellas cosas”, se tapaba presuroso los oídos, al principio le rodeaban todos y le apartaban las manos a viva fuerza, a fin de que no perdiese ninguna de aquellas groserías que se pronunciaban.
Aliosha luchaba por apartarse de ello y concluía por echarse al suelo, pero sin pronunciar jamás una palabra de reproche.
Y al notar que no se enfadaba ni se quejaba nunca, terminaron por dejarle en paz, cesaron de llamarle “señorita”: tuvieron, por decirlo así, piedad de él.
Digamos de pasada que era siempre, si no el primero de la escuela, al menos uno de los más aplicados.
Después de morir Efim Petrovitch, Aliosha permaneció en el colegio dos años más.
La viuda de Polienof, a la muerte de su marido, se marchó a Italia con toda la familia, y Aliosha se quedó en casa de unos parientes lejanos del difunto Efim.
Una de las características más salientes de su temperamento era que jamás se cuidaba de saber “de qué dinero o a expensas de quién vivía”, en lo cual se diferenciaba notablemente de su hermano Iván, quien, durante los dos primeros años de sus estudios en la universidad, trabajó para vivir, y que desde su infancia había sufrido al pensar que le sostenían personas extrañas a su familia.
Pero esta particularidad de Aliosha no habría podido enajenarse la estimación de cualquiera que lo hubiese tratado y conocido un poco: era, insistimos, una especie de inocentón en este sentido.
Si en lugar de vivir de la caridad de los demás hubiese sido poderoso, no hubiera tardado mucho en deshacerse de su fortuna en provecho del primer adulador que le hubiese salido al paso.
Si le daban algún dinero para sus gastillos particulares, o bien no sabía qué hacer con él y lo conservaba mucho tiempo en su bolsillo, o, a lo mejor, lo gastaba de improviso y de una vez, sin fijarse cómo ni en qué.
Piótr Aleksándrovich Miúsov, hombre de honradez a lo burgués, y que conocía bien el valor del dinero, decía a Aliosha:
—He aquí, tal vez, el único hombre en el mundo al cual se le puede abandonar en medio de una plaza pública, en una ciudad de un millón de almas donde no conociese a nadie, sin temor de que llegue a faltarle nada. Hasta creo que tendrían a gala el ofrecerle cuanto necesitase, considerándose todavía muy honrados con que Aliosha aceptase.
Solo le faltaba un año para terminar sus estudios cuando declaró bruscamente a sus nuevos protectores que debía partir inmediatamente a casa de su padre para arreglar ciertos asuntos.
Aquellos se esforzaban por disuadirle, pero el mozo se obstinó en su resolución.
No obstante, sus bienhechores le proporcionaron el dinero que necesitaba para el viaje...
Cuando su padre le preguntó por qué motivo había interrumpido sus estudios estando a punto de terminarlos, Aliosha no respondió y se quedó pensativo.
Pronto se supo que buscaba la tumba de su madre.
Ciertamente, aquel no debía ser el único motivo de su repentino viaje, pero es seguro que ni él mismo podía explicarse la causa real que lo había ocasionado.
Había obedecido a un impulso instintivo...
Fiódor Pávlovich no pudo indicarle el lugar donde se hallaba la sepultura de su segunda esposa, por la sencilla razón de que no había ido nunca a visitarla; ni siquiera había acompañado el cadáver hasta su última morada.
Aliosha, más aún que Iván, ejerció sobre su padre una influencia moralizadora.
Se hubiese creído que los buenos instintos de aquel viejo habían despertado después de estar largo tiempo adormecidos.
—¿Sabes —le decía a menudo, contemplándole de cerca— que te pareces mucho a Klikusca?
Así llamaba a su segunda difunta esposa.
Grigori fue quien, por fin, indicó al joven el cementerio en que se hallaba la tumba de Klikusca.
El antiguo sirviente del padre lo condujo a un ángulo apartado del campo santo y le mostró una losa modesta, pero decente, sobre la cual se veía escrito el nombre y la edad de la difunta, como asimismo su clase social y la fecha del año en que falleció.
También se veía grabado un epitafio, una cuarteta de esa literatura tan estimada por la clase media.
Aliosha supo con asombro que el autor de aquella obra era el propio Grigori.
El joven no demostró ningún exceso de sentimentalismo ante la tumba de su madre.
Escuchó pacientemente la pomposa explicación que Grigori le dio acerca de la construcción de la tumba y partió luego con la cabeza inclinada sobre el pecho.
Después no volvió jamás al cementerio.
Este episodio produjo en Fiódor Pávlovich un efecto inesperado.
Sacó mil rublos de su arca y los llevó al monasterio para que dijesen misas en sufragio del alma de su esposa; pero no de la segunda, madre de Aliosha, sino de la otra, de Adelaida Ivánovna, aquella que le pegaba cuando reñían.
Sin embargo, aquella misma noche se embriagó y llenó de improperios a los monjes delante de Aliosha. Como puede verse, el vino le iluminaba más que la religión.
Poco tiempo después, Aliosha declaró a su