Entre el amor y la lealtad. Candace Camp

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Entre el amor y la lealtad - Candace Camp Top Novel

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que intentarlo.

      Había buscado el conocimiento, pero, de algún modo, el camino que había seguido para que la condujera hacia la sabiduría había cambiado, conduciéndola hacia el poder. Era embriagador, seductor, pero en el corazón de ese poder residía el mal. Debía ser destruido. Tan solo esperaba que no fuese demasiado tarde. Con una mano agarró el colgante que colgaba de su cuello. Con la otra… tomó el objeto infernal.

      Se volvió hacia el fuego y estiró el brazo. Intentó invocar las palabras en latín, pero se negaban a surgir. La mano le temblaba. Fuera, se oía el retumbar del trueno. Comprendió que su creación estaba luchando contra ella. Fuera se oían unas pisadas de botas y una orden emitida como un ladrido. Su voz.

      Un golpe de nudillos retumbó contra la puerta. Ella agarró el objeto con más fuerza. Le cortaba la piel, pero apenas lo notaba. El familiar cosquilleo empezó a trepar por su brazo. Un canto de sirena le susurró al oído: ella podría detenerlos. Si volvía el objeto contra sus enemigos, estaría a salvo. Podría estar con su familia.

      Pero no. No debía ceder a la tentación. Utilizarlo solo lo haría más fuerte, haría que renunciar a él fuera más difícil. Había jurado dejar de utilizarlo. Había jurado evitar que nadie, sobre todo él, lo utilizara jamás.

      Algo mucho más fuerte que un golpe de nudillos sacudió la puerta. Otra vez. Y otra vez más. La puerta se abrió de golpe. Ella se levantó de un salto y se volvió hacia los intrusos. Los hombres del obispo irrumpieron, con sus espadas. Detrás de ellos lo vio a él. El hombre que había sido su mentor. El hombre en quien había confiado. El hombre que la había delatado ante las autoridades.

      El odio latió en su interior y, sin pensárselo dos veces, extendió el brazo hacia ellos, sujetando en la mano el instrumento que había creado.

      —¡Deteneos!

      Un vendaval entró por la puerta abierta, llenando toda la habitación, haciendo volar todos los papeles del taller. Un rayo iluminó la escena, y ella sintió erizarse el vello de la nuca. El aire crujió entre ella y sus enemigos, cargado de energía, las luces centelleaban y estallaban.

      Los soldados se detuvieron en seco, como si se hubieran estampado contra un muro, las manos paralizadas sobre las empuñaduras de las espadas. El miedo inundó sus rostros al comprender que no podían moverse, inmovilizados y debilitados por la crepitante, punzante, energía.

      Ella sabía que su miedo se convertiría en terror si supieran hasta dónde llegaba el poder que era capaz de ejercer con su creación. La gente susurraba que era capaz de hablar con los muertos. Decían que era capaz de devolverlos a la vida. Que era capaz de arrancar de la muerte a un hombre moribundo. Pero lo que no sabían era que del mismo modo podía enviar la muerte a un hombre vivo.

      Su sonrisa era letal mientras empezaba a cantar, casi en un susurro. No debería haberlo hecho, no debería haber seguido utilizándolo, pero no podía detenerse. No quería detenerse. Una sensación de placer la invadió mientras sentía el poder salir de ella, hacia ellos. Vio el horror en sus rostros cuando empezaron a sentir las sacudidas en sus corazones y los espasmos que recorrían sus extremidades. Ella aumentó la energía, viéndolos palidecer a medida que la vida se les escapaba.

      Miró al hombre que había sido su mentor y que se había convertido en su jurado enemigo. Pero no fue miedo lo que vio en su rostro, sino avaricia y envidia. Él codiciaba su poder, ansiaba poseer el objeto. Haría cualquier cosa para conseguirlo, incluyendo acusarla de herejía y enviarla a la muerte. Su alma se había ennegrecido por su ansia de poder.

      Y el suyo también lo estaría si continuaba. Debía detenerse. Debía librar al mundo de su mal. Pero la oscuridad que habitaba su interior la llamaba seductoramente: si lo utilizaba, sería libre. Si lo utilizaba, podría hacer siempre su voluntad.

      Soltando un grito, se desembarazó de su esclavitud y se volvió. Lo oyó gritar «¡No!» y lo vio lanzarse hacia delante, pero demasiado tarde. Ella arrojó la creación al fuego.

      Capítulo 1

      Londres

      Diciembre de 1868

      Thisbe confiaba en que la clase magistral del Instituto Covington resultaría instructiva. Lo que no había esperado era que fuera a cambiar su vida.

      Minutos después de que hubiese comenzado la charla, sintió un extraño cosquilleo en la nuca y se volvió hacia atrás. Un joven estaba de pie en la entrada de la abarrotada sala de conferencias, la mirada fija en ella. Rápidamente apartó los ojos y Thisbe se volvió de nuevo hacia el conferenciante. Llevaba toda la semana esperando a que llegara esa conferencia, pero de repente le costaba centrar su atención en el orador. Su mente estaba ocupada en el hombre que estaba junto a la puerta.

      Siendo una mujer que trabajaba en un mundo de hombres, estaba acostumbrada a ser el objeto de las miradas de los demás, miradas que iban desde las más lascivas hasta las más sorprendidas, pasando por algunas bastante siniestras ante su atrevimiento. Normalmente las ignoraba, pero ese hombre… no sabía por qué le resultaba tan diferente de todos los demás, pero la intrigaba.

      En su pecho estalló una extraña consciencia que nunca había sentido allí hasta entonces. No fue reconocimiento, pues estaba segura de no haber visto a ese hombre jamás en su vida. Tampoco se parecía a la vaga y omnipresente sensación que sentía hacia su mellizo, Theo. Era más parecida a una oleada de excitación y descubrimiento, parecida al estremecimiento de anticipación cuando estaba desarrollando un experimento. Pero, en esa ocasión, la sensación de certeza se mezclaba con la anticipación, aunque no tenía ni idea de qué podría ser aquello sobre lo que tenía tanta certeza.

      Empezó a girar de nuevo la cabeza hacia atrás, pero, justo en ese momento, el hombre se sentó en el asiento junto al suyo. Tenía la cabeza agachada y no la miró, limitándose a sentarse. Sacó un pequeño cuaderno de notas y un pequeño lápiz y empezó a garabatear. Increíblemente, la peculiar sensación que anidaba en el interior de Thisbe aumentó y se caldeó mientras lo contemplaba. ¿Qué tenía ese hombre para hacerla sentirse así?

      Solo alcanzaba a ver su perfil, y ni siquiera bien del todo, ya que estaba inclinado sobre sus notas, pero lo que veía la atraía. Era joven, quizás solo un poco mayor que ella. Sus cabellos eran gruesos y de un color marrón oscuro, un poco demasiado largos y revueltos. Daba la sensación de que se los había cortado él mismo. ¿De qué color eran sus ojos? Ojalá pudiera verlos mejor. Era alto y delgado, sus largas piernas ocupando todo el espacio entre el asiento y la fila de delante. Sus dedos también eran largos y flexibles, y se movían ágilmente sobre el cuaderno de notas. La imagen le produjo una punzada en el estómago.

      De nuevo se volvió hacia el conferenciante, no queriendo que su vecino la descubriera observándolo. Al parecer se había perdido bastante, pues el hombre hablaba sobre números atómicos. Volvió a tomar notas, aunque no en la cantidad y a la velocidad que el hombre sentado junto a ella. Sin duda la agilidad era en parte la causa de que su escritura fuera apenas legible. ¿Cómo conseguiría leer lo que había escrito él mismo?

      El hombre ni se volvió hacia ella ni habló, pero por el rabillo del ojo ella lo descubrió mirándola una y otra vez, sus miradas breves y casi furtivas. ¿Era tímido? Podría ser, aunque la timidez era una cualidad con la que ella no estaba muy familiarizada, dada la naturaleza de su familia. O, quizás, simplemente le sorprendiera la presencia de una mujer en una reunión de la sociedad científica.

      Thisbe se volvió de nuevo hacia él y mantuvo la mirada fija, de modo que la siguiente vez que

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