Entre el amor y la lealtad. Candace Camp

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Entre el amor y la lealtad - Candace Camp Top Novel

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parte del camino a su casa. Tenía frío, pero también bullía de energía. Thisbe, un nombre encantador. Único y encantador, igual que ella. Se había fijado en ella en cuanto había entrado en la sala, simplemente porque era la única mujer allí. Había despertado su curiosidad. Y por eso había elegido la silla a su lado en lugar de cualquiera de las otras que estaban vacías.

      Y, cuando la había mirado de cerca, su pecho había dado un vuelco. Era hermosa, aunque no hermosa como las muñecas de porcelana, de cabellos rubios, ojos azules y sonrisa bobalicona. Los cabellos que asomaban por debajo de su bonete eran de un color negro azabache, aún más oscuro que los suyos, y sus ojos eran de un impresionante color verde brillante. Era tan alta como él, que no había tenido necesidad de inclinarse para hablar con ella. También era delgada como un junco. Su cuerpo esbelto no poseía la típica forma de reloj de arena, conseguida gracias a encorsetar la cintura hasta cortar la respiración, sino algo que resultaba mucho más atractivo. Se movía con elegancia, a diferencia de la rígida postura de las mujeres encorsetadas. Y su rostro… bueno, no había palabras para describir su rostro, femenino y a la vez con fuerza, de forma cuadrada y barbilla pronunciada, suavizada por la curvatura de su boca y ese carnoso labio inferior. Cielos, qué labio. Casi daba miedo lo mucho que ansiaba sentirlo junto a su boca.

      Pero no era solo su aspecto lo que le había convertido en un torpe desecho sin habla. Esa mujer era totalmente diferente a cualquier otra. Por ejemplo, la ropa: un pequeño sombrero con un sencillo lazo para decorarlo, una falda con miriñaque, pero sin ningún adorno, ni siquiera un volante, y unos botines más robustos que modernos. Y luego estaba su manera de hablar, directa, incluso descarada. Su manera de caminar, con pasos largos, rápidos y decididos. Su manera de mirar a los demás, directamente a los ojos, con confianza. Con ella no había miradas de soslayo, disimuladas, no había risitas tontas o aleteo de las pestañas, ni miradas coquetas. Thisbe era sencillamente… ella misma.

      En cuanto a él, por supuesto se había comportado como un imbécil, mirándola de reojo mientras tomaba notas. No quería ni pensar en las notas que había tomado, y luego había dejado caer el lápiz al levantarse. Y no podía recuperarlo sin tocar su falda, lo que le había parecido demasiado descarado sin pedir permiso. Y, además, le había dado demasiada vergüenza preguntarle. Normalmente era algo tímido, pero sin llegar a ese punto de parálisis. El miedo de fracasar lo había agarrotado, impidiéndole hablar.

      Otro hombre, como su amigo Carson Dunbridge, por ejemplo, habría hablado con ella y habría hecho alguna broma sobre el lápiz caído al suelo. Desmond había visto a Carson hablar con las mujeres, relajado y seguro, engatusándolas con una sonrisa. Pero, claro, Carson era hijo de un caballero, educado desde niño en el correcto comportamiento en sociedad. Estaba acostumbrado a tratar con damas.

      Y era evidente que Thisbe era una dama, a pesar de que su sencillo bonete y las sencillas ropas sugerían que no era adinerada. El inglés culto podía aprenderse, ¿acaso el propio Desmond no había aprendido por sí mismo el correcto uso de la gramática y la oratoria, sin rastro del acento de Dorset? No obstante, Thisbe poseía ese aire indefinible, el que no se enseñaba, de la nobleza. A juzgar por el respeto con el que se había dirigido a ella, el gerente del instituto Covington la había reconocido.

      Desmond, sin embargo, estaba muy lejos de la clase refinada. No había mentido del todo sobre su padre, el hombre se había marchado, aunque la respuesta había sido, en el mejor de los casos, falsa. Su padre había sido un obrero, y ladrón ocasional cuando no conseguía encontrar un trabajo honrado. Había terminado por ser enviado en un barco a la colonia penal de Australia.

      La educación de Desmond había sido, en su mayor parte, autodidacta, con la generosa ayuda del vicario del pueblo, que había sabido reconocer la inteligencia y sed de conocimiento que habitaba en él. Lo que había cortado en seco su carrera en la universidad de Londres, aparte de la escasez de materias científicas, había sido la escasez de fondos. A diferencia de Carson y los demás del laboratorio de Gordon, él no recibía ninguna asignación de los padres y, por tanto, se veía obligado a trabajar en una tienda para mantenerse.

      Ni en sus mejores sueños habría pensado que una mujer como Thisbe fuera a iniciar una conversación con él. Pero lo había hecho. Y entonces había descubierto lo fascinante que era ella realmente. En cuanto habían empezado a conversar, todo había sido más fácil. Desmond siempre había tenido problemas para hablar con las mujeres, ya que solían encontrar mortalmente aburridas las cosas que a él le interesaban. Para ser justos, a la mayoría de los hombres también les resultaban mortalmente aburridas.

      Pero con Thisbe había sido completamente diferente. Incluso cuando se mostraba en desacuerdo con él, lo hacía de un modo amistoso y ameno, incluso vigorizante. Ni siquiera parecía haberle resultado extraño que Desmond pudiese ser tan olvidadizo como para dejarse su abrigo o perder los guantes, algo que, incomprensiblemente, le sucedía a menudo.

      Le había preocupado la mención de Theo. Era poco probable que una mujer tan especial como ella no tuviera un pretendiente, aunque ya había echado un vistazo a su mano y comprobado que no llevaba anillo de casada. Para su alivio, el hombre había resultado ser su hermano. Porque, por improbable e imposible que fuera para él conquistarla, Desmond deseaba a esa mujer.

      Sus probabilidades de éxito eran escasas, era muy consciente de ello. Pero, de momento, iba a ignorar ese hecho. Iba a permitirse soñar. Iba a centrarse en la idea de que en unos pocos días iba a volver a verla.

      No podía recuperar el abrigo, que se había dejado en el taller, que ya estaba cerrado, de modo que fue directamente al laboratorio, situado en el sótano de un edificio y al que se llegaba bajando unas escaleras que partían de la calle.

      El laboratorio estaba pobremente iluminado al disponer únicamente de dos ventanas altas que quedaban por encima del nivel del suelo. Las toscas paredes de piedra eran viejas y a menudo estaban húmedas. Pero estaba bien equipado y era espacioso, largo y estrecho, y ninguno de los hombres que trabajaban allí notaba ya el olor mohoso o la ausencia de vistas.

      Desmond abrió la puerta y encontró al profesor Gordon y a los demás agrupados en el amplio espacio entre las mesas de trabajo y el escritorio del profesor, todos hablando en un tono excitado. Su mentor fue el primero en verlo llegar.

      —Desmond, por fin has llegado. Llegas tarde.

      —Sí, asistí a una conferencia cuando cerramos la tienda —se sentía reacio a mencionar a la señorita Moreland. No había motivo para mantenerlo en secreto, pero aun así prefería mantenerlo para sí mismo, saborearlo, de momento—. ¿Qué ha pasado? Parecéis…

      —¿Entusiasmados? Pues será porque lo estamos, muchacho —Gordon lo miró resplandeciente, su rostro redondo sonrojado mientras lo señalaba—. Acércate y míralo tú mismo. He recibido una carta del señor Wallace. Las noticias son espléndidas.

      —¿Más dinero? —supuso Desmond mientras se acercaba. La habitación estaba caldeada gracias a la estufa Franklin, y ya empezaba a sentir de nuevo los dedos.

      —Mejor que eso —los ojos de Gordon brillaban.

      Fuera lo que fuera, Desmond se alegró de ver a su mentor de tan buen humor. Cada vez era más habitual encontrarlo cabizbajo y melancólico. El daño a su reputación empezaba a pesarle. Años atrás, cuando Desmond llegó a Londres, Gordon era uno de los principales científicos de la ciudad, su opinión buscada y respetada. El propio Desmond se había considerado afortunado de que Gordon fuera amigo del vicario y de que, tras la petición de este, lo hubiera aceptado bajo su protección. Pero en esos momentos, tras haberse consagrado a la búsqueda de pruebas de la existencia del espíritu después de la muerte, Gordon era ridiculizado por sus colegas. A Desmond le dolía verlo cada vez más abatido.

      —¿Cuáles

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