Entre el amor y la lealtad. Candace Camp
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Carson devolvió la atención a su experimento, y Desmond empezó a copiar las notas. Sin embargo, después de un rato, se detuvo y se volvió hacia su compañero.
—No lo decías en serio, ¿verdad? Lo de robar el Ojo…
—Solo a medias —Carson rio—. No creo que sea capaz de llegar tan lejos, pero el Ojo no debería estar en posesión de una vieja dama que no sabe nada de Anne Ballew —miró fijamente a Desmond—. Sigues siendo escéptico sobre todo este asunto, ¿verdad?
—Todo se basa en la certeza de las suposiciones del señor Wallace de que el «instrumento diabólico» era realmente el Ojo y que su actual heredera aún lo tiene en su poder. Nadie lo ha visto nunca, mucho menos usado nunca. Ni siquiera sabemos qué aspecto tiene. De qué se trata.
—Eso es lo mejor. Tenemos mucho que explorar. ¿No te parece interesante?
—Por supuesto que sí. Me encantaría saber si esa mujer había descubierto el secreto para ver a los espíritus. Me encantaría ver cómo funciona, cómo hacer una copia. Pero… —Desmond se encogió de hombros—. No existe ningún dibujo, ninguna descripción, ninguna explicación. Solo historias. Leyendas. «La gran bruja Annie Blue». Mi tía me contaba todas las historias de Anne Ballew y sus poderes mágicos. Que era una bruja, que veía a los muertos y hablaba con ellos.
Desmond rememoró los viejos cuentos de su tía.
—También me contó que, si ves a una liebre correr por una calle, una casa de esa calle se quemará. Estoy dispuesto a creer que a nuestro alrededor existe un mundo espiritual que no podemos ver. Pero no creo en la magia. No hay ninguna prueba sobre el Ojo. Relatos populares fantásticos no constituyen la base de la ciencia.
—Ya, pero sí recibirían la aclamación popular si resultaran ser ciertos.
En ocasiones, el cinismo de Carson irritaba a Desmond.
—En tu opinión —alzó la voz con cierto tono de indignación, pero, tras mirar a su mentor, la bajó ligeramente—. ¿Crees que el profesor Gordon lo hace por la aclamación popular?
—Únicamente por eso no. Él quiere saber realmente, quiere ver a los espíritus. Pero seguro que no le importaría arrojárselo a la cara a todos los que le han denostado.
—Han sido muy injustos con él —concedió Desmond—. Posee la misma inteligencia, la misma mente científica, la misma dedicación de siempre.
—No debería haberlo anunciado a los cuatro vientos —Carson se encogió de hombros—. Afirmó que podía demostrar la existencia de los espíritus entre nosotros, cuando lo único que tenía eran algunas fotografías dudosas. Tú te sientes demasiado unido a él, tu adoración por él anula tu visión.
—Le debo mucho. Aceptó la palabra de un vicario de pueblo de que yo era capaz de realizar este trabajo, que me merecía una oportunidad. Pero ha ido mucho más lejos de lo que se esperaría de su amistad con el vicario. Me ayudó a ingresar en la universidad. Me tuteló a pesar de mi falta de financiación. Incluso me recomendó para trabajar en la óptica.
—Lo sé. Y le has recompensado al aplicar tu interés por la espectrometría al campo en el que el profesor Gordon necesita ayuda. Opino que la astronomía sería una elección más pragmática que la exploración del mundo de los espíritus.
—La espectrometría es de utilidad en múltiples campos. Lo que yo descubra aquí puede ser aplicado a la astronomía o a la química, o la física.
—Sí, pero no eres un auténtico creyente —señaló Carson—. Desdeñas los relatos sobrenaturales.
—¿Y tú no? —preguntó Desmond.
—Yo creo que existen importantes semillas de verdad que pueden encontrarse en relatos transmitidos de generación en generación.
—¿Monstruos y duendes?
—No, eso no —Carson hizo una mueca—. Pero sí espíritus que vagan después de que su tiempo ya haya pasado. ¿Son todos los relatos inventados? ¿No están basados en algo? Ese escalofrío que sientes sin más, esa zona helada en el pasillo, esa cortina que se mueve sin intervención de ninguna brisa…
Desmond recordó ese momento en el que despertó sobresaltado y se encontró a su hermana muerta, Sally, de pie junto a su cama, sonriéndole de esa manera tan suya. El involuntario escalofrío que recorrió su espalda cuando la tía Tildy le habló de la maldición de Desmond.
—Sé que es posible ver cosas, sentir cosas, que parecen imposibles. De eso me puedes convencer. Pero los relatos no bastan —hizo una pausa—. ¿Y tú qué? Casi siempre te muestras muy cínico. ¿Crees en esas cosas?
—Creo en Anne Ballew. Sé que existió. Sé que la gente le tenía miedo, que la reverenciaba. Sé que estaba muy adelantada a su tiempo. Creo que creó el Ojo.
—¿Y crees que lo utilizaba para ver a los muertos?
—Bueno, eso… —Carson hizo una mueca y sus ojos brillaron—. Eso es lo que tendremos que averiguar, ¿no?
Las palabras de Carson eran inocentes, pero permanecieron suspendidas en el aire, y Desmond no pudo negar el frío que rozó su espalda, como un gélido aliento.
Capítulo 3
Thisbe entró flotando en su casa, rebosante de necesidad de hablar con alguien. Como siempre, se oían ruidos provenientes de todos los rincones, magnificados por el enorme vestíbulo de suelos de mármol. El sonido de las voces de su madre y sus invitadas que hablaban sobre su última causa provenía de saloncito rojo. El golpeteo de unos piececitos en la planta superior, acompañado de unos grititos de los gemelos, Con y Alex. Un pesado golpe proveniente de la parte trasera de la casa, seguido de la voz de su mellizo que soltaba una sarta de juramentos.
Normalmente era a Theo a quien acudía, pero en esa ocasión no era a él al que necesitaba, sobre todo dado su aparente estado de mal humor. Tampoco a su padre, que supervisaba a dos sirvientes que abrían una enorme caja de madera en un extremo de la larga galería. La habitual respuesta de papá, fuera cual fuera la pregunta, solía ser un tranquilizador «sí querida, eso está muy bien», tras lo cual la invitaría a que admirara su nuevo jarrón minoico, o estatua, o lo que fuera que acabara de recibir.
No. La conversación que necesitaba mantener requería de su hermana. Thisbe empezó a subir las escaleras, pero justo en ese momento alguien tocó una nota en el piano, a la que siguió una divertida melodía acompañada de risas femeninas. Thisbe se dio media vuelta y se dirigió hacia la salita de música.
Kyria estaba al piano, sus dedos volando mientras la cabeza seguía el compás, las palabras que cantaba ininteligibles por culpa de sus risas. Tenía el rostro arrebolado, y unos mechones de sus cabellos rojizos, sueltos por culpa del entusiasmo con el