Entre el amor y la lealtad. Candace Camp

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Entre el amor y la lealtad - Candace Camp Top Novel

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serio?

      —¡Sí!

      —¿Lo ves? Te dije que Anne Ballew era real —intervino Carson a su manera descuidada, echándose hacia atrás y apoyando los codos sobre su mesa de laboratorio, la boca curvada en una perezosa sonrisa. Carson nunca empleaba el apodo usado para esa mujer.

      —Sabía que era real, y también que fue quemada en la hoguera por bruja —Desmond había buscado toda la información posible sobre ella, aunque en su momento lo que había pretendido era desmentir las locas historias que contaba su tía sobre ella—. Incluso acepto que fabricó un instrumento llamado «el Ojo». Pero nunca he visto ninguna evidencia de que haya funcionado realmente. O de que sobreviviera a su desaparición. No existe ninguna señal del Ojo desde Anne Ballew. Según los rumores, fue quemado.

      —Y también hay rumores que dicen que fue salvado de la hoguera —apuntó Carson.

      —Pero ahora tenemos pruebas —Gordon agitó la hoja de papel que tenía en la mano—. El señor Wallace está seguro de haberlo encontrado.

      Desmond no hizo ningún comentario, jamás desautorizaría a su mentor, pero Gordon tenía más fe en los conocimientos de su patrocinador que él. El señor Wallace no era científico ni estudioso, sino un hombre adinerado inmensamente ansioso por demostrar la existencia de los fantasmas. Y, como bien había señalado Thisbe unos minutos antes, era muy fácil creer en algo cuando uno quería hacerlo desesperadamente.

      —Ahí mismo, míralo —Gordon golpeó el papel con un dedo y comenzó a leer—: «He visto con mis propios ojos una carta de un hombre llamado Henry Caulfield, escrita en 1692. En la carta, el señor Caulfield narra una visita al hogar de un tal Arbuthnot Gray, en la que afirma que Gray le mostró el «diabólico instrumento» de Annie Blue».

      —¿Y con estas evidencias el señor Wallace pretende rastrear lo sucedido al Ojo después de aquello?

      —No —Gordon casi se estremecía de la excitación—. El señor Wallace ya sabe dónde está. Está convencido de que permaneció en posesión de la familia Gray, pasando de generación en generación. Existe un testamento, escrito por la nieta de ese tal Arbuthnot, en el que lega a su hija «la colección de antigüedades, rarezas y curiosidades místicas, legadas a mí por mi madre». Es evidente que se trata de reliquias familiares y, sin duda, las conservarán aunque sea encerradas en un arcón. Así funciona la aristocracia. El señor Wallace está seguro de que está actualmente en manos de su descendiente, la duquesa viuda de Broughton.

      A pesar de sus dudas, Desmond no pudo evitar sentir cierta emoción.

      —¿El señor Wallace tiene intención de adquirirlo?

      —Ya lo ha intentado —el rostro de Gordon se ensombreció—. Dice que le ha escrito tres cartas y no ha recibido respuesta alguna. Esperaba tenerlo en su poder antes de hablarme de él, pero se encuentra en un punto muerto y sintió que debía hacérmelo saber. Quizás esperaba que se nos ocurriera alguna idea sobre cómo conseguir el Ojo. Aunque no sé muy bien cómo iba yo a poder convencer a una duquesa si él no ha sido capaz de ello.

      —Róbelo —sugirió Carson con desenfado.

      —No seas tonto —Desmond puso los ojos en blanco.

      —Lo digo en serio —protestó Carson—. El señor Wallace parece creer que no hay esperanza alguna de obtener ese objeto de la mujer.

      —Sí, según él, la duquesa es rara y de trato difícil. Al parecer es una ávida coleccionista. Nunca se deshace de nada.

      —Entonces ni siquiera se dará cuenta de que le falta —insistió Carson—. Es muy sencillo.

      —Es ilegal —respondió Desmond.

      —Bueno, si lo piensas bien, en realidad ya no pertenece a la duquesa, ¿verdad? —sugirió Benjamin Cooper desde el taburete en el que estaba encaramado, detrás de Gordon—. Quiero decir que Anne Ballew era la auténtica propietaria, ella lo creó. Sin duda le fue robado cuando la encarcelaron.

      —Eso es verdad —asintió Gordon pensativamente.

      —Anne Ballew era alquimista, los científicos de aquella época. Se dedicaba al conocimiento y al descubrimiento, igual que nosotros —señaló Albert Morrow, el otro científico de la habitación—. ¿No preferiría que tuviésemos nosotros el Ojo para poderlo estudiar, aprender de él, en lugar de que esté acumulando polvo en el ático de una vieja duquesa?

      —Sí, sin duda lo preferiría —los ojos del profesor Gordon brillaron—. Con los años, Anne Ballew se había convertido en una obsesión para él—. Lo cierto es que sería como reclamar algo que la ciencia ha perdido.

      —Aunque así fuera —señaló Desmond con ironía—, para la mayor parte del mundo sería un robo.

      —Venga ya, Dez —los ojos de Carson miraban traviesos—. No seas un aguafiestas. ¿No sería estupendo tomar por una vez algo de la clase dirigente en lugar de al revés?

      —Odio tener que recordártelo, pero tú formas parte de esa clase dirigente —espetó Desmond.

      —En realidad no soy uno de ellos —contestó Carson sin darle importancia—. Mi familia no posee el apellido ni la fortuna necesaria para ser importante. No soy más que un adorno, un soltero al que se puede invitar para que equilibre los números o haga bulto en una fiesta.

      —Supongo que no lo dirás en serio —con Carson siempre era difícil de saber. Desmond miró a los demás.

      —No, por supuesto tienes razón —el profesor suspiró—. No podemos llevárnoslo, aunque ella no se lo merezca. Es que… no soporto pensar que está ahí mismo y que no podemos tenerlo.

      —¿Por qué no le escribe a esa duquesa? —sugirió Desmond—. Seguramente solo contempla al señor Wallace como a otro adinerado caballero. Pero usted es un hombre de ciencia. Quiere estudiar el Ojo. Para usted lo importante es descubrir sus misterios, no poseerlo. Ella estará más dispuesta a prestar el Ojo a un hombre de ciencia para un noble propósito que a vendérselo a otro coleccionista. O puede que le permita estudiarlo en su casa, si no quiere alejarlo de ella.

      —Pues… puede que tengas razón. Sobre todo si piensa que puede recibir alguna alabanza por ello.

      —Ese es el principal motivo por el que la mayoría de los caballeros acceden a financiar un proyecto —afirmó Carson.

      —Sí. Y yo sé cómo adularlos. El Señor sabe cuántas veces he tenido que hacerlo —Gordon se acercó a su escritorio en una esquina de la sala. Todos se situaron en sus respectivos puestos, aunque el continuo murmullo entre los compañeros de mesa sugería que no estaban muy concentrados en su tarea.

      Desmond se sentó en su habitual puesto de trabajo junto a Carson y sacó del bolsillo el cuaderno de Thisbe, colocándolo junto al suyo. La escritura, al igual que ella, era pulcra y fresca. Pasó las páginas hasta llegar a la conferencia de ese día, resistiéndose a la tentación de echar un vistazo a lo demás que había escrito. Por supuesto no se lo habría prestado si contuviese algo que no quisiera que él viera.

      —¿Has perdido también el abrigo? —preguntó Carson volviéndose hacia él. Siempre encontraba divertidos los olvidos de Desmond.

      —No. Salí a toda prisa y me lo dejé. Llegaba tarde

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