Entre el amor y la lealtad. Candace Camp
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Читать онлайн книгу Entre el amor y la lealtad - Candace Camp страница 6
—¿Estamos? ¿El señor Gordon y usted?
—Y algunos otros colegas. El profesor Gordon tiene un patrocinador muy interesado en su investigación, y eso le permite proporcionarnos un laboratorio y el material necesario. Es muy agradable. Quizás le gustaría verlo alguna vez. Quiero decir, bueno, suponiendo que le interese, por supuesto.
—Eso sería… —Thisbe se interrumpió al ver acercarse a Andrews, con su capa.
—Me he tomado la libertad de traerle su capa, mila… señorita Moreland. Espero que no le importe.
—No, claro que no. Gracias —ya no quedaba nada más que hacer salvo marcharse. Thisbe se tomó su tiempo para ajustarse la capa y ponerse los guantes, pero aquello no duró eternamente—. Bueno, pues… —se volvió hacia el hombre.
—Supongo que deberíamos marcharnos —él volvió a arrastrar los pies—. Yo, eh… Me ha encantado hablar con usted. Ha sido muy generoso por su parte prestarme sus notas —le dio una palmadita al bolsillo, donde había guardado la libreta de Thisbe—. Le prometo cuidarla bien y devolvérsela. ¿En la conferencia de Navidad, quizás?
—Sí. Eso me parece perfecto —ella le ofreció su mano—. Discúlpeme, debería haberme presentado. Me llamo Thisbe Moreland.
Él le agarró la mano y Thisbe deseó no haberse puesto ya los guantes.
—Señorita Moreland, ha sido un placer conocerla. Yo soy Desmond Harrison.
—Señor Harrison —con una última sonrisa ella se volvió hacia la puerta mientras Desmond se apresuraba a abrirla.
Y a continuación la siguió escaleras abajo.
—Por favor, permítame acompañarla hasta su casa.
Thisbe miró hacia la calle, donde la esperaba el coche de los Moreland. John, el cochero, que permanecía de pie junto a los caballos, la vio y se subió al carruaje. Pero ella le dio la espalda.
—Eso sería muy amable por su parte, señor Harrison. Gracias.
Oyó el traqueteo del coche que se aproximaba a ellos, pero echó a andar en dirección contraria, acompañada por Desmond. Puso una mano a la espalda y, discretamente, le hizo una señal al cochero para que se marchara. John lo entendería. Bueno, no lo entendería del todo, pero los sirvientes estaban acostumbrados a las excentricidades de los Moreland.
Al parecer John captó la señal, pues el golpeteo de los cascos de los caballos se detuvo durante un instante, antes de proseguir, pero a un ritmo mucho más lento. Con suerte, Desmond no miraría hacia atrás y no vería el carruaje siguiéndolos de cerca.
Thisbe miró a Desmond, que caminaba a su lado con las manos hundidas en los bolsillos.
—¡Señor Harrison! ¿Dónde está su abrigo? ¿Y los guantes? ¿Y el sombrero? —ella se dio media vuelta— ¿Se los ha dejado en el instituto?
—No. Me temo que se me olvidaron —contestó él con aspecto avergonzado—. Llegaba tarde y salí corriendo sin abrigo ni sombrero. Los guantes los perdí la semana pasada —su expresión era ligeramente aturdida—. En alguna parte.
—Me recuerda a Theo. Es incapaz de conservar un par de guantes.
—¿Theo? —él la miró fijamente.
—Sí, mi hermano. En realidad mi mellizo.
—Entiendo —la expresión de Desmond se relajó—. Tiene un hermano mellizo. Los mellizos son fascinantes, aunque es aún mejor cuando son gemelos idénticos, por supuesto —de nuevo la miró—. Lo siento… por supuesto no he querido decir «mejor». Me refería solo, bueno, en términos científicos. Por así decirlo… interrumpió la frase y de nuevo se ruborizó.
—No pasa nada —Thisbe soltó una carcajada—. Sé a qué se refiere. Tengo dos hermanos más pequeños que sí son gemelos idénticos, casi imposibles de distinguir. Y desde luego son… interesantes.
—¿Tiene muchos hermanos? —la voz de Desmond sonaba ligeramente melancólica.
—Tengo cuatro hermanos y dos hermanas. ¿Tiene usted hermanos? —Thisbe se preguntó por el extraño tono en la voz de su acompañante.
—Tuve una hermana —él sacudió la cabeza—. Murió hace años.
—Lo siento.
—Gracias. Era bastante mayor que yo, pero estábamos muy unidos. Ella ayudó a mi tía a criarme. Verá, mi madre murió nada más nacer yo.
—Qué horrible —Thisbe posó una mano sobre su brazo—. Lo siento muchísimo. ¿Y su padre aún…?
—No —contestó él tras titubear—. Él también se fue.
—¿Y qué hará en Navidad? ¿Tiene más parientes aquí? Podría venir a nuestra casa —eso la obligaría a desvelar la situación familiar, claro, cosa que no era lo ideal, pero le partía el alma pensar en ese joven solo durante las fiestas.
—Es muy amable, pero no hay necesidad de preocuparse —Desmond sonrió—. Pasaré la Navidad con el señor Gordon.
—Me alegro —Thisbe se dio cuenta de que aún tenía su mano apoyada en el brazo de Desmond y, a regañadientes, la retiró—. Está temblando. Debe de estar muerto de frío. Realmente no hay ninguna necesidad de que me acompañe a casa. He ido sola muchas veces, y estoy perfectamente a salvo.
—Estoy bien. A menudo me olvido del abrigo o la capa, o… bueno, de un montón de cosas —él sonrió compungido—, de manera que frecuentemente me encuentro en situaciones como esta.
De ninguna manera podía Thisbe permitirle acompañarla a su casa. Con el tiempo iba a tener que hablarle de su familia, por supuesto, pero todavía no. Un vistazo a Broughton House bastaría para ahuyentar a cualquiera.
—Está lejos —insistió ella mientras, al frente veía la solución a su problema—. Verá, tengo que tomar el ómnibus —señaló a un montón de personas que esperaban el transporte público—. Será suficiente con que me acompañe hasta la parada.
Desmond se mostró de acuerdo, aunque insistió en esperar hasta que llegara el vehículo, y ella hubiera subido, antes de marcharse. Thisbe lo vio alejarse a través de la ventanilla del ómnibus. Por desgracia, estaba atrapada allí dentro hasta llegar a la siguiente parada. No tenía ni idea de hacia dónde se dirigía. Tendría que bajarse en cuanto pudiera y regresar hasta su carruaje, que, comprobó, aún la seguía. Empezó a reírse por lo bajo. Sin duda acababa de alimentar otra estupenda historia sobre la locura de los Moreland, historia con la que el cochero deleitaría al resto del servicio durante la cena de aquella noche.
Pero le daba igual. La tarde había merecido la pena, a pesar de la vergonzosa anécdota que correría de boca en boca entre los sirvientes. Sentía algo nuevo en su interior. Por primera vez en su vida había conocido a un hombre capaz de hacerle olvidar la ciencia.