Cluny Brown. Margery Sharp

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Cluny Brown - Margery Sharp Sensibles a las Letras

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      CLUNY BROWN

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      SENSIBLES A LAS LETRAS, 66

      Título original: Cluny Brown

      Primera edición en Hoja de Lata: noviembre del 2020

      © Margery Sharp, 1944

      © de la traducción: Raquel García Rojas, 2020

      © de la presente edición: Hoja de Lata Editorial S. L., 2020

      Hoja de Lata Editorial S. L.

      Avda. Galicia, 21, 4.º E, 33212 Xixón, Asturies [España]

      [email protected] / www.hojadelata.net

      Edición: Hoja de Lata Editorial S. L.

      Diseño de la colección: Trabayadores culturales Glayíu

      Corrección: Olaya González Dopazo

      ISBN: 978-84-16537-90-7

      Producción del ePub: booqlab

      La traducción de este libro se rige por el contrato tipo propuesto por ACE Traductores.

      Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo las excepciones previstas por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

       Para Geoffrey Castle

      CAPÍTULO 1

      I

      Al ir pensando en Cluny Brown, el señor Porritt, un próspero fontanero, se pasó la parada del autobús y, como consecuencia, se perdió el almuerzo del domingo que le esperaba en casa de su hermana. No era una gran pérdida. La comida estaría bien, pues Addie tenía sus virtudes, pero era demasiado machacona. Por aquel entonces, lo machacaba con Cluny Brown.

      El señor Porritt pagó un penique adicional y se bajó del autobús en Notting Hill Gate. Aún tenía tiempo de sobra para volver a Marble Arch y continuar, como de costumbre, por Edgware Road, pero un espíritu de independencia lo llevó, en cambio, a meterse en Kensington Gardens. Hacía más de un año que no entraba en los jardines, desde el día del funeral de su esposa, cuando, de hecho, se embarcó en una larga y porfiada caminata por todos los parques de Londres mientras se hacía a la idea de que la señora Porritt ya no estaba. Le costó un poco —habían estado veintiséis años casados y nunca tuvieron una mala palabra—, pero en un momento dado Arnold Porritt llegó a un acuerdo provisional con la Providencia. Él seguiría como antes, cumpliendo con su labor como fontanero y con sus responsabilidades respecto a Cluny Brown, pero si al final no se reunía con su Floss, causaría problemas. El señor Porritt era un hombre con un firme sentido de la justicia.

      El día, para estar en febrero, era inusualmente templado. La gente, resistente al frío, se sentaba a las puertas de la Orangery, mirando al sol y de espaldas a los ladrillos que llevaban mirando al sol tres siglos; allí siempre hacía más calor que en cualquier otro sitio de los jardines. Tras rodear el césped, el señor Porritt también puso los pies en aquella terraza y, como no había ningún banco del todo desocupado, eligió uno donde se sentaba una mujer sola. A ojos del señor Porritt, ya no era una mujer joven y no podía haber sido nunca atractiva; la mirada de soslayo de la mujer catalogó al señor Porritt como sin duda peculiar; y los dos se habrían sorprendido en extremo al conocer la opinión del otro.

      La mujer tenía un libro en las rodillas, pero el señor Porritt se había dejado el periódico en el autobús y estaba, por tanto, indefenso ante los bien conocidos efectos de la proximidad en un parque público. En menos de cinco minutos, el deseo de confiarse a una persona extraña se hizo irresistible. Forzó una tos preliminar y comentó que hacía una temperatura poco habitual para esa época del año.

      —Deliciosa —repuso la mujer. Su voz, y esa única palabra, le confirmaron que era una dama, cosa de la que su sombrero y su maquillaje le habían hecho dudar.

      —Ojalá mi sobrina estuviera aquí.

      —Sí, a los niños les encantan los jardines —convino ella con amabilidad.

      —No es una niña —dijo el señor Porritt.

      La mujer le dirigió una mirada alentadora. Estaba esperando a un joven que tenía intención de convertir en su amante y pensó que tendría su gracia que llegara y la viese charlando con alguien tan pintoresco, tan inesperado, tan absolutamente ajeno a su mundo como el señor Porritt. Mientras le sonreía, iban formándose en su mente fragmentos de la conversación posterior. «¡Pero si es que la gente siempre me habla! —diría—. Parezco ese personaje de Kipling que se quedaba sentado y dejaba que los animales le pasaran corriendo por encima.» ¿O Kipling era un poquito… anticuado? «Ese hombre de la selva», tal vez, sin precisar más…

      —Tiene veinte años —prosiguió el señor Porritt—. Es huérfana. La hija de la hermana de mi mujer. A veces no sé muy bien cómo manejarla.

      —Los veinte son una edad difícil.

      —No es exactamente difícil. Es más bien… —El señor Porritt frunció el ceño. Caviló, reflexionó, tanteando como había hecho tantas veces en busca de la raíz del problema. Cluny Brown era afable, voluntariosa, tan sensata como la mayoría de las muchachas…

      —¿Es guapa?

      —Corriente y moliente.

      —¿Atractiva?

      El señor Porritt, que creía haber contestado ya a esa pregunta, se limitó a negar con la cabeza y la mujer sonrió. Ella también era corriente, pero nadie la consideraría poco atractiva. (El señor Porritt sí, por supuesto, pero no era probable que surgiera el tema.)

      —¿Tal vez tiene complejo de inferioridad, entonces?

      —Mi sobrina no —repuso el señor Porritt. No sabía nada de complejos, pero cualquier idea de inferioridad iba tan desencaminada que de pronto puso de manifiesto, por contraste, justo lo que estaba buscando—. El problema de la joven Cluny —añadió— es que parece no saber cuál es su lugar.

      Al fin se había revelado el delito de Cluny Brown, y su tío jamás habría podido expresar con palabras —ni siquiera ante un extraño, ni siquiera en un parque— la inquietud que le causaba. Saber cuál es el lugar de uno era, para Arnold Porritt, el fundamento de toda vida racional y civilizada: cíñete a tu clase y no te equivocarás. Un buen fontanero, respaldado por su sindicato, podía mirar a un duque a los ojos; y un buen barrendero, respaldado por su sindicato, podía mirar al señor Porritt a los ojos. Los duques, por supuesto, no tenían sindicato, y al señor Porritt le daba la impresión de que intentaban pasar inadvertidos.

      —¿Y cuál es su lugar? —preguntó la mujer, que parecía divertirse.

      El señor Porritt consideró la pregunta

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