E-Pack HQN Susan Mallery 2. Susan Mallery
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Cruzó la cocina y se sirvió un café. El primer sorbo la ayudó a recuperar la fe en un futuro mejor, aunque continuaba sintiendo un latido insoportable detrás de los ojos. Tenía que moverse muy, muy despacio. Se prometió a sí misma que no volvería a cometer tamaña estupidez jamás en su vida, y si lo hacía, despertaría a su abuelo a la hora que fuera para que le preparara el remedio contra la resaca.
–¡Ya te has levantado!
Aquel grito tan alegre la hizo sobresaltarse. El dolor de cabeza se transformó en un taladro y tuvo que reprimir un gemido.
Se volvió e intentó sonreír a May.
–Sí, he decidido que ya era hora de intentarlo.
–Debes de habértelo pasado muy bien anoche.
–Supongo que sí –miró hacia la ventana–. No vine en la camioneta, ¿verdad?
–No. Te trajo una de tus amigas. Glen y Rafe han ido a buscar tu camioneta. No creo que tarden –May la agarró del codo y la condujo a la mesa de la cocina–. Todavía estás un poco verde.
–Y me siento así –admitió Heidi, alegrándose de no tener que arriesgarse a ver a Rafe tan pronto–. Demasiado tequila.
–Por lo menos te divertiste.
–Eso espero. La verdad es que no recuerdo muy bien lo que pasó.
Había salido con sus amigas, y Rafe había quedado con su cita. Eso la había afectado. Bueno, eso, y el hecho de saber que la afectaba. Había sido el efecto de las dos cosas, más que de una sola.
Le dirigió a May una mirada fugaz.
–¿Te desperté al llegar?
May se sonrojó, corrió a la despensa y sacó una hogaza de pan.
–No oí nada, pero Rafe me ha comentado que has pasado una noche difícil.
Heidi esbozó una mueca al recordar cuánto había vomitado.
–Digamos que quien quiera que dijera que el alcohol es un veneno, no mentía.
May metió una rebanada de pan en el tostador.
–Hoy te sentirás mejor. Procura hidratarte. Eso te ayudará.
Heidi asintió, aunque le bastaba pensar en enfrentarse a un vaso de agua para que le entraran ganas de vomitar.
–Es bueno que tengas amigas aquí –comentó May mientras le servía más café a Heidi–. He vuelto a ver a algunas de las mujeres a las que conocía cuando vivíamos aquí. Muchas de ellas se quedaron. No puedo evitar envidiarlas.
Dejó la jarra de café en su lugar y miró por la ventana.
–Jamás he olvidado la vista que se contempla desde esta ventana. Y tampoco el cambio de las estaciones –miró a Heidi y sonrió–. Yo me crié en el Medio Oeste. Cuando vinimos aquí, no podía dejar de admirar lo altas que eran las montañas. Me parecían maravillosas. Cuando murió mi marido, supe que no quería estar en ninguna otra parte. Teníamos poco dinero, pero teníamos esta casa, y Fool’s Gold.
A Heidi se le había aclarado suficientemente la cabeza como para ser capaz de seguir la conversación.
–Rafe me contó que el propietario del rancho, el señor Castle, te había prometido dejártelo en herencia.
May asintió. La tostada saltó. May la colocó en un plato, le untó un poco de mantequilla y se la llevó a Heidi.
–Así es. No me gusta hablar mal de un muerto, pero fue un hombre mezquino. Le creí, confié en él, y al final, lo perdí todo. Cuando murió y me enteré de que le había dejado el rancho a un pariente, me quedé destrozada. Tenía que marcharme de aquí. Probablemente debería haberme quedado en Fool’s Gold, donde tenía buenos amigos, pero me parecía humillante.
–No habías hecho nada malo.
May se sentó frente a ella.
–Ahora lo sé, pero en aquel momento no podía pasar por alto que el señor Castle se había aprovechado de mí. Había perdido a mi marido pocos años antes y después me quedé sin el rancho. Así que nos mudamos y empezamos de nuevo.
Heidi mordisqueó la tostada. El dolor de cabeza estaba un poco mejor. Desgraciadamente, sin la distracción de aquellos latidos, le resultaba más fácil imaginar el suplicio de May. Cuatro hijos, sin casa y sin dinero. Una situación realmente desesperada.
–Pero seguro que hiciste las cosas bien. Mira a tus hijos.
May se echó a reír.
–Sí, son maravillosos, pero aunque me encantaría concederme todo el mérito, en gran parte han salido adelante por sí mismos. Rafe estudió en Harvard.
–Sí, he visto la fotografía.
–Shane hace maravillas con los caballos. Se dedica a la cría y ahora tiene su propia cuadra. Clay...
Heidi alargó la mano por encima de la mesa.
–Sé a qué se dedica Clay, y también que tiene mucho éxito.
Los ojos de May brillaron de diversión.
–Rafe no lo aprueba, así que no suelo hablar mucho de Clay delante de él, pero creo que es muy divertido. Mi hijo convertido en modelo de trasero. Y también le va muy bien.
–Que supongo que es parte de lo que le fastidia a Rafe.
–Exacto.
Sonó el temporizador del horno. May se levantó y lo abrió. Sacó el bizcocho y sacudió la cabeza al ver que no se había hecho por dentro.
–¡Vaya, se me ha olvidado darle la vuelta! –giró el molde y volvió a poner el temporizador–. ¡Todavía quedan tantas cosas por arreglar!
–Sí, se necesita un horno nuevo.
–Y un calentador de agua más grande.
Heidi no quería pensar qué motivos podía tener May para necesitar un calentador de agua más grande, pero sabía la respuesta. Las duchas para dos tendían a durar más de lo normal. Se esforzó en apartar aquella imagen de su cerebro y bebió a continuación varios sorbos de café con intención de darse valor.
–May, eres una mujer encantadora.
May se reclinó contra el mostrador.
–Ese es un principio casi amenazador. Si fueras mi médico estaría pensando ya que voy a morir.
–Quiero hablarte de Glen. Estoy preocupada por ti. Él no me hace caso, pero espero que tú sí.
–Tienes miedo de que me rompa el corazón.
–Sí.
May