E-Pack HQN Susan Mallery 2. Susan Mallery

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E-Pack HQN Susan Mallery 2 - Susan Mallery Pack

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en la cama.

      –Yo me ocuparé de las cabras esta mañana.

      –No sabes ordeñarlas.

      –Aprenderé.

      –Tienes que esterilizarlo todo.

      –Te he visto hacerlo.

      Heidi giró en la cama, mostrando un ojo hinchado e inyectado en sangre. La carne que lo rodeaba era una incómoda combinación de verde y gris.

      –¿A qué hora has dejado de vomitar? –le preguntó Rafe.

      –No sé si he dejado de vomitar todavía.

      –Yo me ocuparé de las cabras –repitió Rafe.

      –Gracias –Heidi se tumbó de nuevo en la cama y gimió–. ¡Hoy viene Lars!

      –¿Quién es Lars?

      –El hombre que les corta las pezuñas.

      –Yo le atenderé. Le supervisaré mientras hace su trabajo. Me gusta observar a los demás mientras trabajan.

      –Gracias. Creo estoy a punto de morir.

      –Lo siento, pero no tendrás tanta suerte. Seguro que desearás estar muerta, pero lo superarás.

      –No estés tan seguro.

      Rafe se preguntaba cuánto recordaría Heidi de la noche anterior e imaginó que, en el caso de que se acordara de que le había suplicado que la besara, fingiría no hacerlo.

      –Intenta dormir algo –le aconsejó Rafe–. Yo ordeñaré las cabras y me ocuparé de Lars.

      Salió del dormitorio y bajó las escaleras. Al pasar por la cocina, oyó risas procedentes del dormitorio de Glen, pero bajó la cabeza y aceleró el paso. Por supuesto, no iba a mantener ninguna clase de conversación con su madre. Por lo menos, no antes de haber tomado el café.

      Se dirigió hacia el establo de las cabras y encontró a los animales esperando el ordeño de la mañana. Atenea inclinó las orejas en cuanto le vio, como si ya estuviera anticipando el cambio. Entrecerró los ojos y retrocedió un paso.

      –No pasa nada –intentó tranquilizarla Rafe.

      Pero la cabra no parecía muy convencida.

      Rafe se lavó las manos y buscó el instrumental que necesitaba. En cuanto estuvo todo listo, caminó hacia Atenea. La cabra le fulminó con la mirada y se apartó. Era evidente que estaba debatiéndose entre las ganas de ser ordeñada y el hecho de que él no fuera Heidi.

      Las otras cabras observaban. Si con Atenea iba todo bien, las demás la seguirían. Si no... Rafe decidió no pensar en ello.

      La puerta se abrió y entraron tres gatos que corrieron hacia él maullando de anticipación. El gato gris se restregó contra sus tobillos, dejándole un rastro de pelo en los vaqueros.

      –Muy bonito –le dijo Rafe.

      El gato parpadeó y ronroneó satisfecho.

      Era un sonido grave, pero relajante. Atenea volvió a mover las orejas y se dirigió entonces a su lugar, al lado del taburete.

      –¡Dios bendiga al gato! –musitó Rafe, y se puso los guantes.

      Se sentó en el taburete, limpió las ubres de Atenea con desinfectante y comenzó a trabajar.

      Cinco minutos después, ya estaba dispuesto a admitir que ordeñar era más difícil de lo que parecía cuando lo hacía Heidi. Atenea continuaba mirándole como si se estuviera preguntando por qué tendría que vérselas con un humano tan inepto, pero consiguió terminar con ella. La siguiente cabra se colocó en el lugar de Atenea y así continuó hasta que pasaron todas por sus manos.

      Cuando acabó, les dio a los gatos su parte de leche y abrió las puertas para que las cabras pudieran correr por el corral. Normalmente, Heidi las llevaba a pastar a diferentes partes del rancho, pero como aquel día iba a ir el tipo de las pezuñas, Rafe decidió que era preferible que estuvieran cerca.

      Se aseguró de que tuvieran agua, llevó la leche al interior de la casa y la guardó en el refrigerador del vestíbulo. Desayunó rápidamente, tuvo la suerte de evitar a su madre, y salió de nuevo para reunirse con los hombres de Ethan, que continuaban trabajando en la cerca.

      Poco antes de las nueve, una desvencijada camioneta de color rojo paraba cerca del cobertizo de las cabras. Salió de ella un hombre del tamaño de un oso, con el pelo rubio, barba y la clase de músculos que podrían doblar una viga.

      –Tú debes de ser Lars –dijo Rafe mientras se acercaba a él.

      Lars frunció el ceño.

      –¿Dónde está Heidi? –preguntó con un acento muy marcado.

      –Esta mañana no se encuentra bien y me ha pedido que te proporcione todo lo que necesites.

      –Pero yo veo siempre a Heidi.

      Rafe no sabía si Lars no le entendía o, simplemente, era un hombre muy obstinado.

      –Normalmente sí, pero está enferma. Las cabras están allí –señaló hacia la puerta.

      Atenea ya se había asomado a investigar.

      –¿Quién eres tú? –preguntó Lars mientras sacaba una caja de madera llena de lo que parecían unas tijeras viejas, además de diferentes botes y cepillos.

      –Rafe Stryker.

      –¿Y estás con Heidi?

      Era una pregunta complicada.

      –Voy a quedarme por aquí durante una temporada.

      –¿Con Heidi? –la indignación añadía volumen a aquella pregunta.

      Rafe se apoyó en la cerca y se permitió sonreír.

      –Sí, con Heidi.

      Lars enrojeció y apretó los puños. Aquel hombre le sacaba más de diez centímetros y probablemente pesaba treinta quilos más que él. Rafe sabía que era capaz de ganar en una pelea equilibrada, ¿pero contra una montaña? Se encogió de hombros. Qué diablos. Había superado peores obstáculos en su vida.

      Pero Lars no atacó. Sus hombros parecieron desplomarse mientras alargaba la mano hacia su caja.

      –Voy a ocuparme de las cabras.

      Heidi inhaló con recelo. May estaba haciendo algo en el horno, y aunque normalmente el olor de un bizcocho la alegraba el día, aquella tarde no estaba segura de estar a salvo de la más deliciosa fragancia.

      Había dejado de vomitar antes del amanecer, pero eran ya casi las doce cuando por fin había decidido que a lo mejor no iba a morir. En algún momento cerca de las diez, había aparecido Rafe con un té y unas tostadas. Había dejado allí el plato y la taza y se había marchado sin decir nada. Algo por lo que Heidi

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