E-Pack HQN Susan Mallery 2. Susan Mallery

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E-Pack HQN Susan Mallery 2 - Susan Mallery Pack

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la mirada hacia él.

      –¿Va a venir a Fool’s Gold para tener una cita contigo?

      Rafe se encogió de hombros.

      –He intentado disuadir a Nina, pero ella dice que no habría ningún problema.

      –Eso es porque eres todo un partido.

      No se estaba riendo, pero Rafe vio el humor en sus ojos. El día que se habían conocido, era él el que tenía el control sobre la situación. De alguna manera, aquello había cambiado. Se sentía como si estuviera caminando sobre unos troncos flotantes y corriera el peligro de resbalar y caer al agua. Era una sensación que le gustaba.

      –¿Vamos a conocerla? –quiso saber Heidi.

      –No –contestó Rafe.

      Y sin más, abandonó el establo y se dirigió a la cocina. Tenía una cerca que terminar de arreglar y una empresa que dirigir. En cuanto a Heidi, al parecer, se había equivocado al pensar que podía haberla ofendido al besarla. Era mucho menos frágil de lo que pensaba. De hecho, estaba demostrando ser una fantástica oponente. Él estaba jugando sus cartas. Al fin y al cabo, estaba en Fool’s Gold por una sola razón: ganar.

      Heidi llevó la leche a la cocina. Había visto a Rafe dirigirse al trabajo, así que sabía que estaba a salvo. ¡Gracias a Dios! No estaba segura de que hubiera sido capaz de soportar otro encuentro como el de aquella mañana. Había estado a punto de acabar con ella.

      Todo en su relación era injusto. Lo alto, lo atractivo que era Rafe y la forma en la que se le aflojaban las rodillas cada vez que le veía sonreír. Y eso que la había pillado sentada. ¡Qué habría podido pasar si hubiera estado de pie!

      Había sido el beso, pensó mientras vertía la leche en los recipientes y los llevaba al refrigerador que tenía en el vestíbulo. También era injusto hasta qué punto la conmovía. Una vez había conocido las posibilidades que le ofrecía, no era capaz de olvidarlas. Y mientras él estaba ocupado buscando a la esposa perfecta, ella languidecía por las noches en la cama, deseando sus besos.

      Tenía la sensación de que había dado en el clavo al describir a la mujer que estaba buscando. No había sido difícil elaborar aquella lista. Lo único que había tenido que hacer era imaginar todo aquello que ella no era.

      Se dijo a sí misma que no importaba. Que cuando Glen ganara el juicio, May y Rafe tendrían que volver a San Francisco. Recuperaría su rutina, podría olvidarse de aquel episodio y todo iría bien.

      Se sirvió una taza de café y se dirigió al cuarto de estar. Apenas había bebido el primer sorbo cuando se detuvo bruscamente al oír una risa. Era una risa suave, íntima. Oyó la voz de Glen, procedía de su dormitorio. Segundos después, May contestaba. También desde el dormitorio de Glen.

      ¡No, no, no!, pensó, quedándose paralizada donde estaba. No podían estar... Ella se lo había advertido. Había advertido también a May. Y los dos tenían edad más que suficiente como para saber lo que no deberían hacer.

      Regresó a la cocina y se sentó en una silla. ¿Qué podía pasar? Si Glen le rompía el corazón a May, podían encontrarse con problemas muy serios. Una May enfadada podría conseguir el favor de la jueza. Heidi iba a tener que volver a hablar muy seriamente con su abuelo y después buscar a alguien que pudiera ayudarla. Aunque eso significara tener que hablar con la persona a la que más estaba deseando evitar.

      Heidi tardó veinticuatro horas en encontrar una oportunidad para hablar con Rafe. No había cenado en el rancho la noche anterior. May había comentado que había quedado con unos amigos del pueblo, pero Heidi no terminaba de creérselo.

      En cualquier caso, había estado fuera y ella había sido incapaz de obligarse a hablar con él cuando había vuelto a casa. Pero sabía que no podía seguir alargándolo mucho más. Glen era la clase de hombre que sabía cómo seducir a una mujer. Y aunque no era algo en lo que le apeteciera pensar, sabía que proteger a May era primordial.

      Oyó llegar a un par de camiones y dio por sentado que era nuevas entregas de materiales para la cerca o el establo. Pero al salir, se encontró con un puñado de hombres a los que no conocía, a sus vacas siendo conducidas a los corrales y a Rafe montado a caballo.

      El sol brillaba con fuerza en un cielo limpio de nubes y la temperatura debía de rondar los diez grados. A pesar del frío, sintió un agradable calor al mirar al hombre que estaba montando a Mason.

      Llevaba un sombrero vaquero y una cuerda entre las manos. Los pantalones vaqueros se pegaban a sus musculosos muslos. Se distinguía su mandíbula perfectamente cincelada y sus ojos entrecerrados. Heidi se tambaleó ligeramente, embriagada por la fuerza del momento. Uno de los hombres gritó algo que ella no comprendió. Rafe curvó los labios, aquellos labios en los que ella no podía dejar de pensar, en una sonrisa. Y comprendió entonces que tenía más problemas de los que pensaba.

      Bajo la mirada atenta de Heidi, Rafe urgió a Mason a avanzar, giró el lazo y lo deslizó en el cuello de una vaca. Mason clavó los cascos en el suelo, obligando a la vaca a detenerse.

      Heidi no habría podido decir qué le sorprendió más, si Rafe o el caballo. Para ser un hombre al que le sentaban tan bien el traje y la corbata, Rafe parecía manejarse perfectamente en un rancho. Heidi imaginaba que no había olvidado las lecciones que había aprendido de niño.

      Regresó a la casa, donde hizo varias llamadas y contestó algunos correos electrónicos. A pesar del peligro que suponía Rafe para ella, tenía que reconocer que había hecho sugerencias interesantes sobre el negocio. Heidi ya se había puesto en contacto con algunos almacenes de San Francisco y Los Ángeles para llevarles el queso y estaba buscando a alguien que pudiera trabajar como representante, aunque fuera a tiempo parcial. Con el dinero conseguido con la venta del ganado, podría asumir el riesgo y, al mismo tiempo, ahorrar una parte para pagar a May.

      Glen entró en su pequeño despacho cerca de la hora del almuerzo.

      –Ya han cargado la mayor parte del ganado –señaló.

      –Me alegro de oírlo –le miró con dureza–. Creía que teníamos un trato.

      Su abuelo, la persona a la que más quería en el mundo, no se molestó siquiera en mostrar la menor inquietud.

      –Vamos, Heidi, soy un hombre adulto. No tienes por qué dirigir mi vida amorosa.

      –¿No te ha bastado con robarle doscientos cincuenta mil dólares a May? ¿Ahora también quieres romperle el corazón?

      –No digas eso. Es una mujer maravillosa. ¡A lo mejor es la mujer de mi vida!

      –Nunca ha existido «la mujer de tu vida», Glen. Yo pensaba que te tranquilizarías a medida que fueras cumpliendo años, pero no ha sido así. ¡Te acostaste con tu abogada!

      –Eso fue nada más llegar al pueblo. Entonces no era mi abogada –se acercó a ella y le palmeó el hombro–. No te preocupes por mí. Todo saldrá bien.

      –¡No estoy preocupada por ti! –respondió exasperada–. Estoy preocupada por May. Y no sabes si las cosas van a salir bien o mal. Si haces sufrir a May, se presentará ante la jueza y lo perderemos todo. ¿No has pensado en ello?

      Glen pareció perder su buen humor.

      –Heidi, sobre el amor no se manda. Si

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