E-Pack HQN Susan Mallery 2. Susan Mallery

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E-Pack HQN Susan Mallery 2 - Susan Mallery Pack

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en una sonrisa.

      –Los dos sabemos que es cierto.

      –Sí, lo reconozco, pero también sé colocar una cerca si tengo que hacerlo.

      Heidi no llevaba ni una gota de maquillaje, advirtió Rafe mientras la observaba. Su piel tenía un aspecto suave, al igual que su boca. Bajó la mirada hacia sus manos. Uñas cortas y algunos callos. Era una mujer que trabajaba con las manos.

      –May me ha dicho que has encontrado a alguien que se hará cargo del ganado –comentó Heidi.

      Rafe levantó la cerveza y bebió un sorbo.

      –Van a pagar un precio que considero justo. Dentro de un par de días vendrán a buscarlo.

      –Y terminarán en el plato de alguien, ¿verdad?

      –¿Eso te preocupa?

      Heidi suspiró.

      –No quiero que sufran, pero tampoco quiero tenerlas aquí. A lo mejor se las podrían llevar a algún zoológico.

      Rafe, que estaba tragando en ese momento, comenzó a toser. Heidi le observó preocupada hasta que se recuperó.

      –¿Estás bien?

      Rafe asintió y se aclaró la garganta.

      –¿Quieres donar las vacas a un zoológico?

      –No quiero pensar que van a matarlas y después se las comerán.

      –¿De dónde crees que salen los filetes?

      –Eso es diferente. A esas vacas no las conozco.

      –A estas tampoco las conoces mucho. Además, te dan miedo. Heidi, se trata de una cantidad de dinero importante.

      Se dijo a sí mismo que no debería recordárselo otra vez. Al fin y al cabo, hasta el último céntimo que ganara estaría destinado a devolvérselo a su madre. Y si al final conseguía suficiente dinero, quizá pudiera convencer a la jueza.

      –Pensaré en ello. Si me prometieran no matarlas, estaría completamente de acuerdo.

      –¿Y qué se supone que tienen que hacer con tu ganado?

      –No lo sé. Lo único que yo quiero es ocuparme de mis cabras y no tener nada que ver con otros animales. Por lo menos, con otros animales que se puedan comer.

      –Las cabras también se comen.

      –Las mías no.

      –Tus cabras van a disfrutar de una vida muy agradable.

      Heidi se dijo a sí misma que la nueva conciencia que parecía haber cobrado del momento se debía a la belleza que la rodeaba y a la tranquilidad del anochecer. Las cabras ya estaban en el establo, los pájaros en sus nidos y los grillos cantando. Heidi se sentía una con la naturaleza. Estaba tranquila.

      Rafe giró en ese momento en la escalera y Heidi se sobresaltó. El corazón comenzó a latirle con tanta fuerza que le sorprendió que los grillos no salieran gritando aterrorizados, asumiendo, claro, que los grillos fueran capaces de emitir algún otro sonido que el habitual.

      Era una situación demasiado complicada como para mantener la calma.

      Pero la culpa no era suya, se dijo a sí misma. Era de lo que le había dicho sobre que no iba a acostarse con él. Después de aquella declaración, Rafe sabía que había estado pensando en aquella posibilidad. Aquel hombre tenía un ego del tamaño del Gran Cañón. Probablemente pensaba que estaba desesperada por acostarse con él cuando la verdad era que solo había estado considerando el sexo como una manera de convencerle de que no le quitara el rancho. Una idea bastante ridícula, sobre todo teniendo en cuenta que ella no tenía suficiente experiencia en el sexo como para convencer a un hombre de nada.

      –¿Heidi?

      –¿Sí?

      –¿Estás bien? Pareces incómoda.

      –Sí, estoy bien –o, por lo menos, lo estaría. A la larga–. La cena ha sido magnífica.

      –¿Estabas pensando en eso?

      –No, pero es el primer tema de conversación que se me ha ocurrido.

      Rafe se inclinó hacia ella. Su pierna estaba a solo unos milímetros de su muslo.

      –Estoy seguro de que se te ocurrirá algo mejor que hablar de la lasaña de mi madre.

      –De acuerdo. ¿Echas de menos San Francisco?

      –Sí.

      Heidi elevó los ojos al cielo.

      –Estás en mi casa. Por lo menos podrías intentar fingir que tienes que pensarte la respuesta.

      –¿Por qué? Me gusta vivir en la cuidad.

      –¿Porque hay tiendas y puedes ir al cine?

      Una comisura de aquella boca tan sexy y bien dibujada que parecía hecha para ser besada se curvó hacia arriba. Heidi se descubrió pendiente de aquellos labios y se preguntó por lo que sentiría al sentirlos contra los suyos. Si él hubiera querido que...

      Cerró mentalmente la puerta a aquel pensamiento y clavó la mirada en el establo. Su silueta era muy particular. Y, en cualquier caso, era más seguro que mirar a Rafe.

      –Me gustan los restaurantes buenos y la facilidad para acceder a mi trabajo.

      –¿Echas de menos tu vida en la empresa?

      –Sí. Aquí no tengo suficiente poder. Yo no soy un ranchero, soy un hombre de empresa.

      A pesar de la tensión sexual y del zumbido de deseo que comenzaba a crecer en su vientre, Heidi se echó a reír.

      –A lo mejor deberías volver para asegurarte de que todo va bien.

      –Tengo empleados que se aseguran de que todo vaya bien.

      –Debe de ser muy agradable.

      –Lo es.

      –¿Me estás restregando tu riqueza? Porque soy perfectamente consciente de que podrías comprarme y venderme cientos de veces. Pero no me importa. Yo no soy una chica de ciudad. Y no me gustan los lugareños.

      –¿Los lugareños? ¿De verdad te refieres a nosotros así?

      –Sí. Las personas que viven siempre en el mismo lugar son diferentes.

      Uno de ellos había hecho sufrir a su mejor amiga y Heidi sabía que eso era algo que jamás superaría.

      –Deberías apreciar más a los lugareños –le advirtió Rafe–. Al fin y al cabo, son ellos los que te compran el queso –se reclinó contra la barandilla del porche–. ¿A qué mercados te dedicas?

      Heidi parpadeó ante aquella pregunta.

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