Código de Derecho Canónico. Documentos Vaticano

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Código de Derecho Canónico - Documentos Vaticano Cuadernos Phase

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de los trabajos que han precedido a la promulgación del Código, así como a la manera con que se han llevado a cabo, especialmente durante los pontificados de Pablo VI y Juan Pablo I, y luego hasta nuestros días, es necesario absolutamente poner de relieve con toda claridad que estos trabajos fueron llevados a término con un espíritu plenamente colegial. Y esto no solo se refiere al aspecto externo de la obra, sino que afecta también profundamente a la esencia misma de las leyes elaboradas.

      Ahora bien: esta nota de colegialidad, que caracteriza tan notablemente el proceso de elaboración del presente Código, corresponde perfectamente al magisterio y a la índole del Concilio Vaticano II. Por lo cual, el Código, no solo por su contenido, sino también ya desde su primer comienzo, demuestra el espíritu de este Concilio, en cuyos documentos la Iglesia, universal «sacramento de salvación» (cf. Lumen gentium, 9, 48), es presentada como Pueblo de Dios y su constitución jerárquica aparece fundada sobre el Colegio de los Obispos juntamente con su Cabeza.

      En virtud de esto, pues, los obispos y los Episcopados fueron invitados a prestar su colaboración en la preparación del nuevo Código, a fin de que, a través de un camino tan largo, con un método colegial en todo lo posible, madurasen poco a poco las fórmulas jurídicas que luego habrían de servir para uso de toda la Iglesia.

      Además, en todas las fases de esta empresa participaron en los trabajos también los peritos, esto es, hombres especializados en la doctrina teológica, en la historia y, sobre todo, en el derecho canónico, los cuales fueron elegidos de todas las partes del mundo.

      A todos y a cada uno de ellos quiero manifestar hoy los sentimientos de mi más honda gratitud. Ante todo, tengo presentes las figuras de los cardenales difuntos, que presidieron la Comisión preparatoria: el cardenal Pietro Ciriaci, que comenzó la obra, y el cardenal Pericle Felici, que durante muchos años dirigió el iter de los trabajos casi hasta su término. Pienso, además, en los secretarios de la misma Comisión: el Rvdmo. Mons. Giacomo Violardo, más tarde cardenal, y el P. Raimundo Bidagor, de la Compañía de Jesús, los cuales prodigaron los tesoros de su doctrina y sabiduría en la realización de esta tarea. Con ellos recuerdo a los cardenales, arzobispos, obispos y a todos los que han sido miembros de la Comisión, así como a los consultores de cada uno de los grupos de estudio que se han dedicado, durante estos años, a un trabajo tan arduo, y a los que en este tiempo ha llamado Dios al premio eterno. Por todos ellos sube a Dios mi oración de sufragio.

      Pero también quiero recordar a las personas que aún viven, comenzando por el actual propresidente de la Comisión, el venerable hermano Mons. Rosalío Castillo Lara, que durante tantísimo tiempo ha trabajado egregiamente en una empresa de tanta responsabilidad, pasando después al querido hijo Mons. Willy Onclin, sacerdote, que con sus asiduos y diligentes trabajos ha contribuido tanto para el feliz término de la obra, hasta a todos aquellos que en la misma Comisión, ya como miembros cardenales, ya como oficiales, consultores y colaboradores en los diversos grupos de estudio o en las oficinas, han prestado su apreciada aportación para elaborar y completar una obra tan importante y compleja.

      Así, pues, al promulgar hoy el Código, soy plenamente consciente de que este acto es expresión de la autoridad pontificia, por esto reviste un carácter «primacial». Pero soy igualmente consciente de que este Código, en su contenido objetivo, refleja la solicitud colegial por la Iglesia de todos mis hermanos en el Episcopado. Más aún: por cierta analogía con el Concilio, debe ser considerado como el fruto de una colaboración colegial en virtud de la confluencia de energías por parte de personas e instituciones especializadas esparcidas en toda la Iglesia.

      Surge otra cuestión: qué es el Código de Derecho Canónico. Para responder correctamente a esa pregunta hay que recordar la lejana herencia de derecho contenida en los libros del Antiguo y del Nuevo Testamento, de la cual toma su origen, como de su fuente primera, toda la tradición jurídica y legislativa de la Iglesia.

      Efectivamente, Cristo Señor no destruyó en modo alguno la ubérrima herencia de la Ley y de los Profetas, que había ido creciendo poco a poco por la historia y la experiencia del Pueblo de Dios, sino que la cumplió (cf. Mt 5, 17) de tal manera que ella misma pertenece de modo nuevo y más alto a la herencia del Nuevo Testamento. Por eso, aunque san Pablo, al exponer el misterio pascual, enseña que la justificación no es nada por las obras de la ley, sino por la fe (cf. Rom 3,28; Gal 2,16), sin embargo ni excluye la fuerza obligante del Decálogo (cf. Rom 13, 8–10; Gal 5, 13–25 y 6,2), ni niega la importancia de la disciplina en la Iglesia de Dios (cf. 1Cor cap. 5 y 6).Así, los escritos del Nuevo Testamento nos permiten captar mucho más esa misma importancia de la disciplina y poder entender mejor los vínculos que la conexionan de modo muy estrecho con el carácter salvífico del anuncio mismo del Evangelio.

      Siendo eso así, aparece suficientemente claro que la finalidad del Código no es en modo alguno sustituir en la vida de la Iglesia y de los fieles la fe, la gracia, los carismas y sobre todo la caridad. Por el contrario, el Código mira más bien a crear en la sociedad eclesial un orden tal que, asignando la parte principal al amor, a la gracia y a los carismas, haga a la vez más fácil el crecimiento ordenado de los mismos en la vida tanto de la sociedad eclesial como también de cada una de las personas que pertenecen a ella.

      El Código, en cuanto que, al ser el principal documento legislativo de la Iglesia, está fundamentado en la herencia jurídica y legislativa de la Revelación y de la Tradición, debe ser considerado instrumento muy necesario para mantener el debido orden tanto en la vida individual y social, como en la actividad misma de la Iglesia. Por eso, además de los elementos fundamentales de la estructura jerárquica y orgánica de la Iglesia establecidos por el divino Fundador o fundados en la tradición apostólica o al menos en tradición antiquísima; y además de las normas principales referentes al ejercicio de la triple función encomendada a la Iglesia misma, es preciso que el Código defina también algunas reglas y normas de actuación.

      El instrumento que es el Código es llanamente congruente con la naturaleza de la Iglesia cual es propuesta sobre todo por el magisterio del Concilio Vaticano II visto en su conjunto, y de modo particular por su doctrina eclesiológica. Es más, en cierto modo puede concebirse este nuevo Código como el gran esfuerzo por traducir al lenguaje canonístico esa misma doctrina, es decir, la eclesiología conciliar. Y aunque es imposible verter perfectamente en la lengua canonística la imagen de la Iglesia descrita por la doctrina del Concilio, sin embargo el Código ha de ser referido siempre a esa misma imagen como al modelo principal cuyas líneas debe expresar él en sí mismo, en lo posible, según su propia naturaleza.

      De ahí vienen algunas normas fundamentales por las que se rige todo el nuevo Código, dentro de los límites de su propia materia, así como de la lengua suya que es coherente con tal materia.

      Aún más: se puede afirmar que de ahí también proviene aquella nota por la que se considera al Código como complemento del magisterio propuesto por el Concilio Vaticano II, peculiarmente en lo referente a las dos constituciones, la dogmática y la pastoral.

      De donde se sigue que la novedad fundamental que, sin separarse nunca de la tradición legislativa de la Iglesia, se encuentra en el Concilio Vaticano II, sobre todo en lo que se refiere a su doctrina eclesiológica, constituye también la novedad en el nuevo Código.

      De entre los elementos que expresan la verdadera y propia imagen de la Iglesia, han de mencionarse principalmente estos: la doctrina que propone a la Iglesia como el pueblo de Dios (cf. const. Lumen gentium cap. 2) y a la autoridad jerárquica como servicio (ibid., cap. 3); además, la doctrina que expone a la Iglesia como comunión y establece, por tanto, las relaciones mutuas que deben darse entre la Iglesia particular y la universal y entre la colegialidad y el primado; también la doctrina según la cual todos los miembros del pueblo de Dios participan, a su modo propio, de la triple función de Cristo, o sea, de la sacerdotal, de la profética y de la regia, a la cual doctrina se junta también la que considera los deberes y derechos de los fieles cristianos y concretamente de los laicos; y, finalmente, el empeño

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